En
tiempo de gurús y pócimas milagrosas, la investigación científica pisa fuerte
en educación. El reto inmenso de analizar un mundo tan complejo explica en
parte la escasez de hallazgos contrastados. Las dificultades aumentan ahora que
la escuela parece aspirar a un aprendizaje por competencias, con las dudas
(ante todo sobre evaluación) que ello implica. Otro escollo a la hora de
impactar el aula procede del divorcio entre ámbitos de estudio y realidad
escolar.
Un ejército de
investigaciones científicas invade los dominios de la educación. Proliferan
datos, abundan conclusiones, emergen (algunos) hallazgos. En España, la fiebre
sube alentada por los sexenios universitarios y otras recompensas para el
profesor que más cultiva su faceta investigadora. Los entornos de fuerte
tradición positivista, como el anglosajón, producen estudios al por mayor. Y en
todo el mundo, factores recientes (ante todo el desembarco masivo de nuevas
tecnologías en el aula) plantean interrogantes que abonan, más aún, el campo de
la indagación.
“Ha aumentado la
cantidad, llegando incluso a cierta saturación. Diría que también ha subido la
calidad. Era necesario y urgente: cuantas más evidencias existan, más
enriquecedor para la escuela”, comenta Haylen Perines, doctora en Educación e
Investigadora de la Universidad de la Serena (Chile). Perines cita la eficacia
de los procesos enseñanza-aprendizaje, la evaluación o el clima escolar como
temas predilectos del análisis. Otros, como la diversidad, van ganando terreno.
A pesar de la
fusión entre método científico y pupitres, para muchos las certezas continúan
siendo escasas. Y las pocas que existen, se topan con infinidad de escollos a
la hora de impactar la realidad de los colegios. “Si preguntamos qué es un buen
profesor, podemos obtener 10 respuestas diferentes. Aún no hemos sido capaces
de determinar alguna característica absolutamente básica”, apunta Francisco
Javier Tejedor, catedrático de Metodología de Investigación Educativa en la
Universidad de Salamanca.
Esta pobreza de
resultados concluyentes explica en buena medida otra de las tendencias actuales
de la educación: la poderosa voz de los autoproclamados gurús, siempre
acompañados de sus correspondientes recetas milagrosas. Vivimos tiempos
simultáneos de furor científico y adoración al charlatán. Paradójica
convivencia que afecta a otras disciplinas y de la que el aula no escapa.
Contextos
dispares
Como dificultad
ubicua, subyace la propia idiosincrasia de la educación. Una actividad fuertemente
contextual, con los desafíos que esto conlleva al intentar generalizar o, según
el termino en boga, escalar posibles hallazgos. Es, además, el hecho educativo
siempre multifactorial, con una madeja de elementos dispares y
retroalimentaciones que complica sobremanera discernir qué es causa y qué
efecto. “Tratamos con personas y esto atañe a la pluralidad de los seres
humanos: cada alumno, cada profesor, es único. Esto, claro, también aplica a la
clase como grupo. El proceso es lento: muchas veces realizas un trabajo de
campo, analizas los datos, vuelves al trabajo de campo para matizar algo…”,
asegura Perines.
Tejedor, por su
parte, explica que otras ciencias sociales han sabido sortear con mayor éxito
sus propios obstáculos. “Las variables con las que trabajamos, por ejemplo la
motivación de un alumno, no son fáciles de medir. En psicología ocurre algo
similar, y ahí se ha hecho un esfuerzo muy importante en concretar la medición
de aspectos como la agresividad. Esto, a su vez, ha provocado que en educación
hayamos tratado de copiar los modelos psicológicos a la hora de investigar, lo
que se me antoja un fallo importante”.
El reto de la
medición adquiere proporciones gigantescas ahora que el aprendizaje transita,
al menos en apariencia, desde un modelo centrado en los contenidos hacia otro
que prioriza la adquisición de competencias. Evaluar el rendimiento en un
ecosistema donde la memoria es la reina plantea un sinfín de dudas. No digamos
ya cuando aspiramos a calibrar la capacidad de síntesis o las habilidades
comunicativas.
Para más inri, las
variadas perspectivas -y en especial los fines- con que pensamos la escuela
suelen contener un sustrato ideológico que amenaza con contaminar el afán de
pureza empírica. Buena parte de esta polución se origina en el dilema entre una
visión utilitarista (alumno como futuro trabajador) y otra de corte cívico
(formar a ciudadanos conscientes) que, casi siempre, envuelve al debate
educativo.
No
perder el norte
En ocasiones, todo
lo anterior confluye en un río que arroja sus aguas a un mar de pura
contradicción. Las TIC son un caso paradigmático: unos estudios dicen una cosa
y otros lo opuesto. Y, al final, el quorum se limita a confirmar la obviedad de
que la tecnología es un medio y no un fin. Que todo depende de cómo los alumnos
se sirvan de los cachivaches para aprender. Al plantearnos científicamente ese
cómo (y el para qué), salta como un resorte el signo de interrogación.
Mientras la
investigación educativa avanza lentamente por una senda fangosa, hay quien pone
el acento en la necesidad de no perder el norte. Y ese norte, advierten, es
contribuir positivamente a la práctica educativa. “El objetivo fundamental debe
ser crear un cuerpo coherente y útil de conocimientos dirigidos a la mejora
educativa. En nuestro país, la utilidad como criterio no ha tenido importancia
históricamente. Se han recogido muchos datos pero se han solucionado pocos
problemas”, estima Tejedor.
El catedrático
atribuye este divorcio entre análisis científico y realidad escolar a una
inercia que viene de lejos: “Aquí ha pesado mucho el vínculo entre educación y
filosofía, la paternidad de la concepción filosófica sobre las ciencias
sociales en su conjunto”. Si otros países, como Inglaterra o Alemania, “han
sabido trascender” esa herencia de principios del siglo XX “para centrarse en
la propuesta de soluciones”, en España seguimos adoleciendo de un exceso de
abstracción. Por suerte, añade Tejedor, “los investigadores más jóvenes ya no
tienen que pagar ese peaje, aunque existen otras taras, ante todo el predominio
de los enfoques descriptivos y no tanto explicativos”. Más aún cuando el punto
de partida “casi nunca se apoya en una teoría”, algo que entraña un alto riesgo
de “caer en ese desnudo empirismo que nada aporta a la confirmación y
conformación de un presupuesto previo”.
Perines suscribe
que hemos de estrechar la distancia sideral entre estudios publicados y
dinámicas del aula, si bien reconoce “no se le puede pedir a un investigador
que todo lo que escriba sea investigación-acción”. La chilena apunta a otro
déficit que alienta esa lejanía: la escasa formación investigadora del
profesor. “Difícilmente voy a leer un artículo si nadie me enseñó cómo abordar
ese acceso al conocimiento”, dice. En especial cuando la comunidad
investigadora tampoco se esfuerza por traducir sus conclusiones a lenguajes y
formatos asequibles para el común de los docentes. Textos crípticos en manos de
lectores neófitos.
Profesor de Secundaria: prohibido investigar
Hace tiempo que el
IES Fernando de Rojas (uno de los más vetustos en la ciudad Salamanca) abrió
sus puertas de par en par al análisis empírico. “Cuando alguna universidad nos
pide ayuda para que nuestros alumnos participen en algún proyecto de investigación,
se lo solemos permitir”, comenta su director, Luis Javier Aparicio. Por
desgracia, los investigadores no siempre muestran agradecimiento cuando se
desmonta el efímero laboratorio social. “En ocasiones vienen, te usan de
conejillo de Indias, sacan sus datos y adiós. Me cuesta dios y ayuda que me
envíen los resultados del estudio y los datos concretos de nuestro centro”,
añade.
La
actitud de apertura permanece, no obstante. El pasado curso el Fernando de
Rojas formó parte de una iniciativa financiada por la Comisión Europea para
probar la eficacia de unos vídeojuegos en la detección del cyberbullying entre
los adolescentes. Este 2018-19, el centro colabora en un proyecto de la
Universidad de Valencia que aspira a avanzar en el conocimiento de los problemas
de atención del alumnado actual.
Entusiasta de la
investigación (él mismo cuenta con varios trabajos publicados en el campo de la
geografía social), Aparicio lamenta el enfoque excesivamente “generalista y
transversal” del grueso de la ciencia educativa en España. “Se hace muy poco, o
yo al menos no lo conozco, sobre metodologías concretas para las diferentes
asignaturas o ámbitos del conocimiento. Apenas se plantean investigaciones
sistemáticas y a largo plazo que tengan que ver con asuntos prácticos de
didáctica”, comenta.
El director del
Fernando de Rojas achaca esta lejanía entre indagación y realidad escolar a la
falta de diálogo entre dos esferas: universidad y enseñanzas previas. “Existe
una disociación, no nos retroalimentamos. No digo que los profesores de
secundaria tengamos que dirigir investigaciones, pero sí deberíamos participar
activamente”, explica. En lugar de fomentar la curiosidad científica del
docente preuniversitario, la ley se ocupa de cercenarla. “No es que nos prohíba
investigar, pero casi. No podemos justificar que dedicamos horas a tareas
investigadoras, el reglamento no lo permite”.
Al final, el
docente suele recurrir a otras fuentes de menor solvencia en busca de ideas que
incorporar al aula. “En Twitter hay muchas más propuestas -cierto que sin
desarrollar y sin mucho fundamento- que en revistas o plataformas científicas.
Y allí, claro, encuentras píldoras, no una visión de conjunto sobre un asunto
particular”, remata.
Autor
Rodrigo Santodomingo
Fuente
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