sábado, 27 de abril de 2013

Escuelas de ayer, escuelas de hoy

La escuela, como institución, está fuertemente cuestionada. Ella mantiene su formato tradicional, pero se ve afectada por todos los cambios que se suceden, a nivel sociedad, familia, etc. ¿En qué aspectos podemos percibir las diferencias más importantes entre la escuela de ayer y la de hoy? ¿Cuáles son los problemas nuevos que debe afrontar?




Un hecho que consideramos de fácil constatación es que en la escuela la interacción lleva una nueva impronta fruto del incremento de la complejidad social por el que están atravesados los distintos procesos sociales, y en particular los escolares. Hasta hace algunas décadas las instituciones proporcionaban modelos probados, a los que recurrían las personas para orientar su conducta, tal como lo muestran Berger y Luckmann. En la actualidad, esta influencia ha sido horadada por las profundas crisis que se producen en nuestra sociedad, fruto de las cuales el mundo, la sociedad, la vida, la identidad, el trabajo y la autoridad son cada vez más problematizados y son objeto de interpretaciones. Ninguna interpretación, ninguna acción puede ya ser aceptada como única, verdadera o incuestionablemente adecuada. Como lo expone Carlos Thiebaut, esta complejidad es la nota distintiva de nuestro tiempo.



A nivel escolar, esta complejidad suele traducirse en insatisfacción, desconcierto, desmotivación, indisciplina. Los medios de comunicación masiva se han hecho eco con reiterada frecuencia de noticias y opiniones, en las que predominan situaciones teñidas por la violencia en sus diversas manifestaciones, como conflictos, amenazas, insultos, discusiones y agresiones, mostrando una escuela que aborda la convivencia de manera paliativa antes que constructivamente. Sin embargo, muchas de estas situaciones suelen sustentarse en lo inusual, en un carácter excepcional, lo que hace conveniente dimensionar la problemática, para no magnificar de forma unidimensional la conflictividad en la escuela. En función de esta situación, muchos reclaman medidas más duras y represivas para su tratamiento. Pero otros, en cambio, intentan instrumentar otras maneras, que privilegian la prevención, el diálogo y la participación de toda la comunidad educativa. Son docentes y escuelas que están convencidos de que mejorar es posible y necesario, y apuestan por el aprendizaje de sus alumnos, por la colaboración y el trabajo conjunto.



Distintos autores indican que el afuera que cambia no puede no afectar lo que la escuela hace y produce. Tenti Fanfani lo comenta, diciendo que todo lo que sucede en la sociedad, se siente en la escuela. Cambian la familia, la estructura social, la cultura, el mercado de trabajo, la ciencia y la tecnología, y, aunque la institución escuela parezca conservar su formato tradicional, se produce un cambio en algo que ya no tiene el sentido que tenía en el momento fundacional. En otras palabras: todos los cambios estructurales que se registran en las principales dimensiones de nuestras sociedades, tienen su manifestación en las instituciones y prácticas escolares. En la escuela entran la pobreza y la exclusión social, las culturas juveniles y adolescentes, la violencia, la enfermedad, el miedo, la inseguridad, la droga, el sexo, el compañerismo, el altruismo, la amistad. Tenti Fanfani destaca que esta invasión de la sociedad es una de las novedades de la agenda actual, novedad que pone en tela de juicio muchos dispositivos y modos de hacer las cosas en las instituciones escolares: el currículo, los métodos, los tiempos pedagógicos, las relaciones de autoridad, los interlocutores... La creciente complejidad de nuestras sociedades va complicando enormemente las demandas.



Paul Grice explica que, para que la comunicación tenga lugar, los actores deben contemplar lo que se denomina “principios de cooperación”, como la relevancia, la cantidad de información y el modo de lograr mantener una relación dialógica o un contexto semántico compartido. Solo respetando estos principios, los enunciados pueden transformarse en comunicación. De no ser así, se convierten en ruidos ininteligibles. La escuela y la familia hoy están llenas de estos ruidos. Compartir un espacio de interacción no resulta fácil: basta pensar en las culturas juveniles en relación con las cuales los docentes y los alumnos parecieran hablar lenguajes distintos; así, a los maestros les cuesta comprender el código de sus alumnos y a los alumnos les parece “fuera de onda” lo que dice el profesor. El lenguaje y uso de las nuevas tecnologías puede brindarnos otro ejemplo: denostados por uno, aliados del otro.



Esta invasión de la sociedad como novedad de la agenda actual marca una diferencia acentuada con respecto al momento fundacional de la escuela, en que esta era pensada como un mundo separado, que reivindicaba para sí un carácter sagrado. Este lugar aséptico, desproblematizado, se refleja en el modelo de institución que Lidia Fernández ha denominado “cenobio”, que se caracteriza por una clara distinción entre el adentro escolar y el afuera social. Esta delimitación de un “afuera” contaminado y un “adentro” puro, en el que se hallaba el legítimo saber, era la base para que la escuela trasmitiera valores que estaban por fuera de toda discusión; la sociedad era un terreno de conquista, donde predominaba “la barbarie”, mientras que en la escuela estaba “la avanzada de la civilización”. Eran los alumnos los que debían adaptarse a la cultura y a las reglas de la institución. El papel de las familias se reducía a brindar apoyo a las orientaciones emanadas de la escuela, sobre la base de una autoridad incuestionable del docente.



Mucho de esta situación ha cambiado. Más bien nos encontramos con que el monoteísmo de los valores va dando lugar al politeísmo de las creencias.



Pero, además, hoy la misma institución escuela se encuentra cuestionada y está lejos de quedar fuera de toda sospecha. Por el contrario, se la puede incluir entre las instituciones que generan desconfianza en los ciudadanos, para habilitar nuevas posibilidades y compensar las diferencias que produce el desigual acceso a la riqueza y la exclusión, que en grado creciente enfrentan nuestra sociedad. Más aún, se la acusa de no poder garantizar aspectos que le son propios, como la calidad de la educación. No son pocos los estudios que muestran el círculo vicioso de “a mayor pobreza, menor educación”, con lo cual se evidencia que la oferta escolar más allá de su igualdad formal, no es homogénea y que, en muchos casos, la misma escuela es quien refuerza las desigualdades existentes.





Extraído de
El desafío de la convivencia escolar: apostar por la escuela
Alicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

domingo, 21 de abril de 2013

La construcción de autoridad en la escuela: fisuras y dificultades a superar

Muchos son los problemas que surgen de la convivencia en la escuela, se cayó la disciplina tradicional ¿Se la reemplazó adecuadamente? ¿Hay peligro de anomia? ¿Qué significa "autoridad"? ¿Hay crisis de autoridad? ¿Cómo pensar el tema?



En la actualidad, muchos sectores de la sociedad consideran que la escuela no está cumpliendo satisfactoriamente la función de formar a las futuras generaciones en las capacidades que requiere el desempeño ciudadano. Al mismo tiempo, existe una significativa falta de consenso acerca de cuáles son o deben ser dichas capacidades. La consecuencia más evidente es que no solo la escuela parece lograr poca adhesión a las normas sociales vigentes, sino que su propio sistema interno de normas está cuestionado, tanto en su legalidad como en su eficacia; la adscripción subjetiva a esa legalidad parece cada día un hecho más difícil de lograr.



Esta circunstancia produce en los docentes un intenso desgaste, ya que se sienten desbordados por las situaciones, en particular en lo que a la normativa se refiere. Muchos autores están de acuerdo en que el desmoronamiento de la disciplina tradicional no encontró en la escuela la posibilidad de recrear mayores grados de libertad, sino que, por el contrario, dio lugar en muchos casos a la anomia, al desdibujamiento de las fronteras entre lo permitido y lo prohibido, y del riesgo de la escuela represora pasamos hoy al riesgo de construir “una escuela de la impunidad”.



Del mismo modo, Dussel destaca que es difícil hoy colocarse en el lugar de fijar la norma, de “decir la ley”, por la crisis de autoridad que afecta a las instituciones, a los adultos y la sociedad contemporánea en general. Las normas, para ser cumplidas, exigen autoridad, tanto de la persona encargada de velar por su ejercicio como del reconocimiento de ese rol por parte de quienes deben cumplirla. La crisis de autoridad alcanza hoy a estos dos aspectos, pues muchas veces la persona que ocupa un cargo de autoridad, con ingerencia para hacer aplicar la norma, no se asume como tal, porque no puede sostener el desgaste que suele acarrear esta responsabilidad frente a la ruptura de las redes simbólicas que la sostenían y la hacían posible. A veces es más fácil obviar la responsabilidad -a pesar del malestar que pueda producir-, que asumirla en forma individual. Tanto un caso como el otro nos muestran que el vínculo con la ley está dañado y que resulta particularmente difícil hoy construir lazos de sujeción, como es el hecho de la interiorización de las normas, cuando su significación y sentido fueron diluidos en la liquidez de la cultura individualista actual.



Nos parece importante aquí insistir en la particular situación del docente en lo relativo a las posiciones frente a la autoridad. Las condiciones históricas actuales hacen particularmente difícil situarse en el punto justo, equidistante tanto del autoritarismo como de la ausencia de autoridad. Kojève planteaba que esta debe comprenderse como el proceso mediante el cual quien la representa, logra cambiar la conducta del otro. Resaltaba, además, que solo se tiene autoridad sobre quien puede reaccionar, sobre quien puede negarse a cambiar. De igual forma, sostenía que la autoridad es un fenómeno social, no individual.



La autoridad es, pues, necesariamente una relación entre agente y paciente: es, entonces, un fenómeno esencialmente social (y no individual); es preciso que existan dos, por lo menos para que haya autoridad.



Y esto es lo que sucedía en las “escuelas de ayer”. En cambio, en las “escuelas de hoy”, sobre todo en las de nivel medio, muchas de las situaciones cotidianas ponen de manifiesto que cambió el consenso social que otorgaba al docente esta autoridad de manera incuestionable. Por el contrario, nos encontramos a menudo con que su lugar como autoridad con legitimidad se ve sometido a un constante ejercicio de legitimación. El desafío de establecer un vínculo asimétrico, que pueda dar lugar a la instalación de la relación pedagógica al mismo tiempo que a la libertad del otro, no es una cuestión de fácil resolución.



Retomando la lectura realizada por Dussel de los reglamentos de convivencia en Argentina, uno de los aspectos que resalta es que estos se ocupan de las responsabilidades que tienen los estudiantes y muy pocos utilizan el lenguaje de los derechos más vinculados con los discursos de la ciudadanía. Señala, además, que muy pocos mencionan algún tipo de responsabilidad por parte de los adultos, pues se supone que los estatutos disciplinarios tienen la función de controlar el comportamiento de los estudiantes. Dussel asocia esta falta de inclusión del adulto con algunas características propias de las culturas políticas latinoamericanas, notablemente la argentina, para la cual la ley es asunto de débiles, de no poderosos, porque quienes pueden y tienen poder, la sortean mediante conexiones o sobornos. Trae a colación la frase de Getúlio Vargas: “Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley”, que Guillermo O’Donnell presenta en su estudio sobre la debilidad de la ley en la región. La frase refuerza la idea de que solo los débiles son objeto de regulación normativa. Trasladada la situación al ámbito escolar, se la puede asociar con que las normas son solo para los alumnos, con el descuido para explicitar un marco político legal y con la imposibilidad de recrear un debate para generar acuerdos, entre otros muchos aspectos. A pesar de ello, sin duda alguna, en este tema la escuela tiene mucho por hacer: se podría pensar casi como una cuestión contracultural de instalación de una cultura, en la que la ley sea respetada por todos, por los adultos y por los jóvenes; una escuela que haga posible vivenciar en el día a día escolar que las normas rigen tanto para unos como para otros.



La autora destaca que, en general, los reglamentos combinan viejos y nuevos temas con estrategias que producen formas híbridas. Por un lado, están formulados en términos de responsabilidades y consenso, y enfatizan la flexibilidad, el diálogo y la resolución de problemas como estrategias necesarias para aprender a vivir juntos; por otro, los reglamentos consideran a los adolescentes como menores incapaces de autogobierno y ponen el acento en la idea de responsabilidad, que se parece demasiado a la vieja idea de obediencia de antiguos reglamentos. A la par, considera la dificultad de las escuelas en generar formas de organización más democráticas, que contengan el conflicto, el disenso y la discusión como elementos centrales; resalta también la poca participación que ofrece la institución a los estudiantes en la elaboración de las normas, reglamentos y disposiciones que la ordenan. Esto tiene mucho que ver con la relación que se pueda establecer en su interior, para constituir una auténtica comunidad académica que escape de un discurso basado en posiciones normativas y acordar criterios democráticos y participativos para constituirse en un lugar donde sea posible aprender a convivir con el diferente.









Extraído de
El desafío de la convivencia escolar: apostar por la escuela
Alicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

 

domingo, 14 de abril de 2013

El pluralismo como valor fundamental en sociedades democráticas y globalizadas

¿En qué consiste, para la Educación, tomar al pluralismo como valor fundamental? ¿Cómo actuar frente a las nuevas generaciones? Debe ofrecerle recursos para que sepa exigir sus derechos, sin conformarse con los silencios de los deben responder, reconocer sus deberes, participar activamente en la comunidad, reconocer al otro como interlocutor válido para buscar justicia y construir su vida buscando la felicidad en su comunidad. Los siguientes párrafos amplían el tema.



Educar es en buena parte una tarea logística y que educar en valores consiste esencialmente en crear condiciones. Estas condiciones deben contribuir al hecho de que en nuestro proceso de construcción personal -que no es solamente individual, sino que se da en la interacción con los otros- aprendamos a apreciar valores, a denunciar su ausencia y a configurar nuestra propia matriz personal al respecto. La tarea de educar en valores consiste, en primer lugar, en crear condiciones que fomenten la sensibilidad moral en aquellos que aprenden, a fin de constatar y vivir los conflictos morales de nuestro entorno tanto físico como mediático. En segundo lugar y a partir de la vivencia y análisis de experiencias que como agentes, pacientes u observadores puedan generar en nosotros los conflictos morales en nuestro contexto, educar en valores y para la ciudadanía ha de permitir superar el nivel subjetivo de los sentimientos y, mediante el diálogo, construir de forma compartida principios morales con pretensión de universalidad. Y en tercer lugar, debe propiciar condiciones que ayuden a reconocer aquellas diferencias, valores y tradiciones de la cultura de cada comunidad, que favorezcan la construcción de consensos en torno a los principios básicos mínimos de una ética civil o ciudadanía activa, fundamento de la convivencia en sociedades plurales. Estos principios básicos se refieren a la justicia y son identificados por Rawls como igualdad de libertades y de oportunidades, y distribución equitativa de los bienes primarios.



La persona, en tanto que ciudadana, es sujeto de derechos, deberes y sentimientos. La educación debe ofrecerle recursos para que sepa exigir sus derechos, no conformarse con los silencios de quienes deben responder, asumir sus deberes, sentir moralmente, participar activamente en la comunidad de la que forma parte, reconocer al otro como interlocutor válido para buscar lo justo y construir su vida buscando la felicidad en su comunidad. Educar para la ciudadanía es formar personas con el objetivo de que desarrollen el sentido de pertenencia a su comunidad y sean capaces de priorizar sus acciones en función de criterios de justicia. Tal y como señala Adela Cortina, cada comunidad tiene tradiciones de vida buena, que los ciudadanos tienen que asumir; pero además, un buen ciudadano debe saberse con otros en un proyecto compartido de justicia y ser capaz de deliberar conjuntamente con los otros sobre lo justo y lo injusto.



Por ello, en sociedades democráticas, el valor fundamental que conviene promover es el pluralismo. Este concepto implica algo más que respeto, tolerancia y que, incluso, tolerancia activa. El pluralismo es el valor que nos permitirá profundizar en estilos de vida democráticos -a nivel familiar, social, laboral y comunitario- y el que más puede contribuir a la construcción de nuestra comunidad iberoamericana, así como, a través de ella, a la construcción de una comunidad global más justa y equitativa. Apostar por el pluralismo como valor fundamental y fundamento de la democracia significa apostar por un modelo de construcción de ciudadanía, así como de educación ciudadana, basado en criterios de justicia; aunque también en el reconocimiento del otro y en el valor del cuidado, en reconocer la memoria como una fuente buena y válida en la construcción de nuestra identidad, y en la defensa y profundización de estilos de convivencia intercultural y de construcción de ciudadanía inclusivos. Una sociedad que entienda el pluralismo como valor y que reconozca en igualdad de condiciones a todas las personas que la conforman, es una sociedad que, además de reconocer los derechos de ciudadanía a todos sus miembros, entiende que la ciudadanía es algo abierto y en construcción.



Probablemente debamos comprender así a la comunidad iberoamericana de la que formamos parte. No tanto como una madre o una patria, sino como una cultura en construcción que reconoce las distintas memorias de cada pueblo y nación, que lucha por la igualdad de derechos de todos sus miembros, y que asimismo avanza hacia un modelo de convivencia intercultural inclusivo y construido colaborativamente. Es la nuestra una comunidad que no debería practicar un modelo de convivencia intercultural de corte diferencialista, sino de carácter inclusivo. Que no debe preocuparse solamente por una ciudadanía que garantice derechos y exija deberes a cada uno en su lugar, sino que también debe preocuparse por formar una ciudadanía entrenada para construir juntos sentido de pertenencia, nueva ciudadanía. Para ello, conviene avanzar pedagógicamente en el marco de una perspectiva que integre la construcción de modelos de vida basados en la libertad, la justicia y la dignidad, con prácticas de aprendizaje y convivencia que permitan apreciar el valor de la memoria, el de la empatía y la compasión -sentir con el otro y hacerme cargo de él-, y el de la responsabilidad ética como fuentes de convivencia y factores de transformación social y de construcción de ciudadanía. Supone apostar por un modelo de ciudadanía activa y de sociedad democrática basado en la colaboración, el apoyo mutuo, la compasión y la participación.





Extraído de
Educación y ciudadanía en sociedades democráticas: hacia una ciudadanía colaborativa
Miquel Martínez Martín
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

domingo, 7 de abril de 2013

Hacia un modelo de ciudadanía colaborativa

La convivencia humana va desarrollándose hacia formas cada vez más interdependientes, de la misma manera, las teorías sobre el aprendizaje humano van en el mismo sentido, por lo que surge como espontáneo pensar en un modelo de ciudadanía colaborativa ¿Cuál es la importancia de lo grupal en el aprendizaje? ¿Competencia o colaboración?



Un modelo de ciudadanía y de sociedad democrática basado en la colaboración, el apoyo mutuo, la compasión y la participación precisa situaciones de socialización y aprendizaje colaborativos y participativos. Nos referiremos a continuación a aquellas condiciones que, desde un enfoque pedagógico, permiten avanzar mejor en esta dirección. En concreto, lo haremos en relación a la construcción colaborativa de ciudadanía y a la participación como medio y factor de ciudadanía activa.



Si, de acuerdo con Begoña Gros, la construcción colaborativa del conocimiento supone entenderlo como una continuidad entre lo individual y lo grupal en el aprendizaje, la construcción colaborativa de ciudadanía supone entender los procesos de aprendizaje de esta como una continuidad entre el aprendizaje individual -a través de la internalización-, el aprendizaje en colaboración y el aprendizaje humano de carácter fundamentalmente social, cuyo significado es intersubjetivo y se sitúa en una tradición o cultura.
 

La historia de las teorías sobre el aprendizaje humano muestra un recorrido que, analizado desde una perspectiva pedagógica, evidencia un desplazamiento del interés por cómo adquirir el conocimiento entendido como algo externo, que está fuera del que aprende, hacia un interés cada vez más elaborado por cómo construir el conocimiento entendido como algo que no está fuera ni es ajeno al aprendiz. Los desarrollos teóricos actuales sobre el aprendizaje humano, y en especial los de la última década, muestran que el conocimiento no solo es construido en interacción -entre sujeto que aprende y medio, o entre sujetos que aprenden-, sino que lo es gracias a la participación social del que aprende, mediante acciones y prácticas en el contexto de aprendizaje.



Para sintetizar estas dos posturas, seguiremos el análisis de Begoña Gros, al referirse a la distinción entre la metáfora de la adquisición y la metáfora de la participación en relación con el aprendizaje humano o, en otras palabras, al debate entre los partidarios de las teorías cognitivas y los de la teoría situada del aprendizaje. Los teóricos del aprendizaje situado sostienen que el conocimiento es parte y producto de la actividad, el contenido y la cultura en la que este se desarrolla y se utiliza. Así pues, la actividad y el contexto son factores esenciales en el aprendizaje de manera que, en el caso del aprendizaje de competencias éticas y ciudadanas, podemos afirmar que el buen aprendizaje de tales competencias puede entenderse como un proceso de enculturación, que dependerá de la comunidad o cultura de prácticas sociales en las que la persona está inmersa. De este modo, en el caso de la educación para la ciudadanía, el aprendizaje que fijaremos no será tanto el relativo a la adquisición del conocimiento que explican las teorías de corte cognitivo, sino el derivado de la participación en los contextos y prácticas de convivencia, vida y aprendizaje, ya sea en la escuela, en la familia o fuera de ellas.



Son las acciones y las prácticas que envuelven nuestra actividad cotidiana -la participación social al nivel que sea-, y no los conocimientos adquiridos, las que permiten aprehender y fijar lo aprendido. Aprender ciudadanía es participar en el proceso social de construcción de conocimiento sobre la ciudadanía. Se trata de un aprendizaje que se construye en la relación, como proceso interactivo que tiene lugar en las actividades compartidas de la comunidad.


Por todo ello, las propuestas de educación orientadas al aprendizaje de competencias éticas y ciudadanas deben prestar más atención a las condiciones que conforman la práctica y su estructura. Más incluso que a la estrategia, la técnica o la metodología a emplear. Por esta razón

-y de acuerdo no solo con los partidarios de la perspectiva del aprendizaje situado, sino también, y como muy bien señala Begoña Gros, con los planteamientos sobre el aprendizaje de John Dewey-, nuestra propuesta sobre educación y aprendizaje entiende aprender y hacer como acciones inseparables, y la pertinencia del contexto como factor clave del aprendizaje eficaz. Por ello, los contextos que promueven construcción colaborativa del conocimiento, al margen del conocimiento del que se trate -escolar, académico, social, o del tipo que sea-, son buenos espacios para la construcción de una ciudadanía basada en el apoyo mutuo, la confianza activa y la convivencia. Este tipo de contextos suponen un buen espacio para construir ciudadanía colaborativa, que probablemente es la que más necesitamos actualmente en estas sociedades nuestras que procuran profundizar en los valores de la democracia y la participación activa.





Extraído de
Educación y ciudadanía en sociedades democráticas: hacia una ciudadanía colaborativa
Miquel Martínez Martín
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

 


lunes, 1 de abril de 2013

La atribución del sentido en el aula: algunos ejes de reflexión y actuación

Resulta obvio afirmar que lo que se pretende es que el alumno otorgue sentido a los aprendizajes adquiridos en el aula, ante esto ¿Están únicamente en el aula, los factores que facilitan u obstaculizan la adquisición de ese sentido? ¿Qué sucede en las aulas? ¿Las reformas educativas modifican la realidad en ellas? ¿Qué efectos produjeron? ¿Tienen validez los conocimientos profesionales docentes? ¿Cómo actuar en clase, para eliminar obstáculos?




Una primera observación a este respeto es la importancia decisiva de lo que sucede en el aula, y de lo que hacen profesores y alumnos en el aula mientras trabajan sobre unos contenidos concretos o llevan a cabo unas determinadas tareas, para la atribución del sentido. Ciertamente, el hecho de que los alumnos puedan o no atribuir un sentido a los aprendizajes escolares y que el sentido que finalmente les atribuyen sea uno u otro depende de muchos factores, algunos de ellos, alejados del aula (las características del currículo establecido; el nivel de descentralización del sistema y el reconocimiento normativo de su capacidad para responder diversificadamente a las necesidades educativas y de aprendizaje del alumnado; el grado de articulación del sistema de la educación escolar con otros sistemas educativos y sociales; y un largo, muy largo, etcétera). Ahora bien, hace falta tener presente que en último término todos estos factores facilitadores u obstaculizadores del sentido que los alumnos pueden atribuir a los aprendizajes escolares acaban tomando cuerpo en el aula. Desde la perspectiva sistémica en la que nos situamos, no podemos considerar el aula y lo que en ella sucede como el único elemento determinante del sentido que los alumnos atribuyen finalmente a los aprendizajes escolares, pero tampoco podemos dejar de considerarla como el último y definitivo peldaño del proceso de atribución de sentido a los aprendizajes escolares por parte del alumnado.



En este marco, la primera y más importante consecuencia de la toma en consideración del fenómeno del desvanecimiento progresivo del sentido de los aprendizajes escolares es la identificación del espacio físico, simbólico e interactivo del aula como el lugar donde se manifiestan con más intensidad sus efectos negativos; y también, al mismo tiempo, como el lugar donde más directamente se puede actuar para neutralizar o minimizar estos efectos. Este argumento implica, por un lado, una valoración más bien crítica de la capacidad de las reformas que proponen cambios puramente gerenciales, estructurales, de organización y de funcionamiento para afrontar los retos derivados de la pérdida relativa del sentido de la educación escolar; y por otro, una revalorización del conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico centrados en la planificación, despliegue y evaluación de las actividades de enseñanza y aprendizaje que llevan a cabo profesores y alumnos en los centros y en las aulas.



Tal vez convendría recordar en este punto una de las conclusiones más claras del análisis de los procesos de reforma educativa desarrollados durante las dos o tres últimas décadas en diferentes países de la región: su limitada capacidad para transformar la realidad de las aulas. Estas reformas han estado centradas en su inmensa mayoría en cambios estructurales y de ordenación (ampliación de la educación obligatoria; reorganización de centros y de especialidades; cambios de organización y de contenidos curriculares; cambios en la organización y funcionamiento de los centros educativos; cambios en las estructuras de formación del profesorado; implementación de procedimientos de evaluación externa y de rendición de cuentas, etc.); y en no pocos casos han supuesto avances importantes y significativos en algunos o muchos de estos aspectos, sin duda cruciales para un funcionamiento más eficaz de los sistemas educativos y para una mejora de la calidad de la educación. Todos los análisis, sin embargo, coinciden en señalar que su incidencia sobre las prácticas docentes ha sido más bien pequeña.



No es del todo infundado, en mi opinión, relacionar el impacto limitado de estas reformas sobre el trabajo en el aula con el papel más bien secundario que han acabado teniendo en la mayoría de ellas los planteamientos pedagógicos, psicopedagógicos y didácticos. En la mayoría de los casos, estas reformas, cuando han incorporado elementos pedagógicos, lo han hecho fundamentalmente al nivel del discurso, pero no de utilización de los recursos disponibles, que se han dedicado en porcentajes muy elevados a la realización de los cambios estructurales y, si se me permite la expresión, relativamente “periféricos” con relación a las aulas y los procesos de enseñanza y aprendizaje que tienen lugar en las aulas. En la mayoría de estas reformas, los conocimientos pedagógicos, psicopedagógicos y didácticos han funcionado de hecho, sobre todo en un primer momento, como legitimadores de los cambios, y después a menudo como “chivos expiatorios” de las dificultades y problemas aparecidos en el proceso de implementación.



Es necesario acabar con la paradoja que supone el hecho de que reformas y propuestas educativas que se llaman orientadas a la mejora de la calidad de la educación no contemplen como uno de los ámbitos prioritarios de cambio y transformación las actividades de enseñanza, aprendizaje y evaluación en las que se implican conjuntamente profesores y alumnos. Esta afirmación, válida en mi opinión en términos generales, lo es todavía más, si cabe, cuando de lo que se trata es de ayudar al alumnado a atribuir sentido a los aprendizajes escolares. En este caso, las actuaciones dirigidas a revisar la manera de trabajar en el aula devienen claramente prioritarias. Pero otorgar prioridad a este ámbito comporta, como decía antes, una revalorización del conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico.



Y en este punto hace falta subrayar la necesidad acuciante que tenemos en este momento, en mi opinión, de reivindicar con firmeza y convicción la especificidad y la validez del conocimiento de los profesionales de la educación. Hace falta dejar de ver este conocimiento como un saber basado fundamentalmente en el “sentido común”. El saber específico de los profesionales de la educación –es decir, su conocimiento sobre cómo ayudar a otras personas a aprender, su conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico– es un saber experto, especializado, basado en la investigación, la experiencia y la reflexión crítica, y, por lo tanto, totalmente equiparable a otros conocimientos profesionales en lo que concierne a la solidez de sus fundamentos y a la validez de sus planteamientos. Todos los ciudadanos pueden y deben opinar y discutir de temas educativos, igual que pueden y deben discutir de temas económicos, sanitarios, tecnológicos, urbanísticos, etc. En el marco de unas sociedades democráticas estas opiniones y discusiones son esenciales para establecer objetivos, marcar orientaciones y definir políticas en los diferentes ámbitos. Sin embargo, no deberían a mi juicio sustituir al conocimiento experto en la concreción e implementación de objetivos, orientaciones y políticas. Ayudar a los alumnos a construir tramas de significados interconectados y funcionales sobre los contenidos escolares y a atribuir sentido al aprendizaje de estos contenidos es una tarea experta, propia de los profesionales de la educación, que no puede abordarse simplemente desde el sentido común, sino que requiere la adquisición de un conocimiento especializado; al igual exactamente que sucede en el caso de los profesionales de la medicina, de la economía o de la arquitectura, por citar solo algunos ejemplos en los que la exigencia de un conocimiento experto no se pone en duda.



Lo que correspondería hacer ahora, para completar la argumentación precedente, es una relación de los factores y procesos que sabemos que intervienen en el hecho de que los alumnos puedan acabar atribuyendo o no un sentido a los aprendizajes escolares. Hacerlo de manera sistemática y más o menos exhaustiva, sin embargo, está también fuera de las posibilidades, por lo que, me limitaré a señalar únicamente algunos puntos que ilustran el tipo de reflexiones y actuaciones referidas a la planificación y desarrollo de las actividades de enseñanza y aprendizaje en el aula que pueden ser útiles para ayudar al alumnado a atribuir sentido a sus aprendizajes. Organizaré estos puntos alrededor de las tres dimensiones relativas al para qué (para qué se aprende lo que se aprende), al qué (qué saberes y competencias son efectivamente objeto de enseñanza y aprendizaje) y al cómo (el contexto del aprendizaje, la naturaleza de las actividades y las metodologías de enseñanza en un sentido amplio).



En relación con el para qué, querría destacar:

La importancia de hacer explícitos de manera sistemática las finalidades y los objetivos de las actividades de enseñanza y aprendizaje y de evaluación, los criterios de selección de los contenidos y los criterios de evaluación y valoración de los resultados de aprendizaje esperados.

• El esfuerzo por situar continuamente los aprendizajes escolares en el marco más amplio del proyecto de vida personal y profesional del alumnado.

• La conveniencia de subrayar la dimensión individual y social del aprendizaje, así como la dimensión de derecho, de deber y de compromiso, en todas las actividades que se desarrollan en los centros y en las aulas.



En relación con el qué, querría destacar:

  El exceso de contenidos como un obstáculo casi insuperable para que los alumnos puedan atribuir sentido a los aprendizajes escolares.



 La recomendación de dar prioridad a los aprendizajes básicos y, dentro de estos, a los aprendizajes básicos imprescindibles (Coll).



  La recomendación de dar prioridad a la comprensión sobre la amplitud en el aprendizaje de los contenidos escolares.



Y finalmente, con respecto al cómo, querría destacar:

  La utilización de un amplio abanico de metodologías didácticas que permitan multiplicar y diversificar las fuentes, los tipos y los grados de ayuda al aprendizaje.



  El diseño de actividades de enseñanza y aprendizaje “auténticas”, que hagan hincapié en la relevancia y la funcionalidad de los contenidos y que tengan un anclaje, o al menos un referente, en la vida cotidiana del alumnado.



  La introducción de momentos y elementos de planificación, autorregulación y autoevaluación en las actividades de enseñanza y aprendizaje.







Extraído de
Enseñar y aprender en el siglo XXI: el sentido de los aprendizajes escolares
César Coll
En
Calidad, equidad y reformas en la enseñanza
Álvaro Marchesi
Juan Carlos Tedesco
César Coll
Coordinadores
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