Una primera observación a este respeto es la importancia decisiva
de lo que sucede en el aula, y de lo que hacen profesores y alumnos en el aula
mientras trabajan sobre unos contenidos concretos o llevan a cabo unas
determinadas tareas, para la atribución del sentido. Ciertamente, el hecho de
que los alumnos puedan o no atribuir un sentido a los aprendizajes escolares y
que el sentido que finalmente les atribuyen sea uno u otro depende de muchos
factores, algunos de ellos, alejados del aula (las características del
currículo establecido; el nivel de descentralización del sistema y el
reconocimiento normativo de su capacidad para responder diversificadamente a
las necesidades educativas y de aprendizaje del alumnado; el grado de
articulación del sistema de la educación escolar con otros sistemas educativos
y sociales; y un largo, muy largo, etcétera). Ahora bien, hace falta tener
presente que en último término todos estos factores facilitadores u
obstaculizadores del sentido que los alumnos pueden atribuir a los aprendizajes
escolares acaban tomando cuerpo en el aula. Desde la perspectiva sistémica en
la que nos situamos, no podemos considerar el aula y lo que en ella sucede como
el único elemento determinante del sentido que los alumnos atribuyen finalmente
a los aprendizajes escolares, pero tampoco podemos dejar de considerarla como
el último y definitivo peldaño del proceso de atribución de sentido a los
aprendizajes escolares por parte del alumnado.
En este marco, la primera y más importante consecuencia de la
toma en consideración del fenómeno del desvanecimiento progresivo del sentido
de los aprendizajes escolares es la identificación del espacio físico,
simbólico e interactivo del aula como el lugar donde se manifiestan con más
intensidad sus efectos negativos; y también, al mismo tiempo, como el lugar
donde más directamente se puede actuar para neutralizar o minimizar estos
efectos. Este argumento implica, por un lado, una valoración más bien crítica
de la capacidad de las reformas que proponen cambios puramente gerenciales,
estructurales, de organización y de funcionamiento para afrontar los retos
derivados de la pérdida relativa del sentido de la educación escolar; y por
otro, una revalorización del conocimiento pedagógico, psicopedagógico y
didáctico centrados en la planificación, despliegue y evaluación de las
actividades de enseñanza y aprendizaje que llevan a cabo profesores y alumnos
en los centros y en las aulas.
Tal vez convendría recordar en este punto una de las conclusiones
más claras del análisis de los procesos de reforma educativa desarrollados
durante las dos o tres últimas décadas en diferentes países de la región: su
limitada capacidad para transformar la realidad de las aulas. Estas reformas
han estado centradas en su inmensa mayoría en cambios estructurales y de
ordenación (ampliación de la educación obligatoria; reorganización de centros y
de especialidades; cambios de organización y de contenidos curriculares;
cambios en la organización y funcionamiento de los centros educativos; cambios
en las estructuras de formación del profesorado; implementación de
procedimientos de evaluación externa y de rendición de cuentas, etc.); y en no
pocos casos han supuesto avances importantes y significativos en algunos o
muchos de estos aspectos, sin duda cruciales para un funcionamiento más eficaz
de los sistemas educativos y para una mejora de la calidad de la educación. Todos
los análisis, sin embargo, coinciden en señalar que su incidencia sobre las
prácticas docentes ha sido más bien pequeña.
No es del todo infundado, en mi opinión, relacionar el impacto
limitado de estas reformas sobre el trabajo en el aula con el papel más bien
secundario que han acabado teniendo en la mayoría de ellas los planteamientos
pedagógicos, psicopedagógicos y didácticos. En la mayoría de los casos, estas
reformas, cuando han incorporado elementos pedagógicos, lo han hecho
fundamentalmente al nivel del discurso, pero no de utilización de los recursos
disponibles, que se han dedicado en porcentajes muy elevados a la realización
de los cambios estructurales y, si se me permite la expresión, relativamente
“periféricos” con relación a las aulas y los procesos de enseñanza y
aprendizaje que tienen lugar en las aulas. En la mayoría de estas reformas, los
conocimientos pedagógicos, psicopedagógicos y didácticos han funcionado de
hecho, sobre todo en un primer momento, como legitimadores de los cambios, y
después a menudo como “chivos expiatorios” de las dificultades y problemas
aparecidos en el proceso de implementación.
Es necesario acabar con la paradoja que supone el hecho de que
reformas y propuestas educativas que se llaman orientadas a la mejora de la
calidad de la educación no contemplen como uno de los ámbitos prioritarios de
cambio y transformación las actividades de enseñanza, aprendizaje y evaluación
en las que se implican conjuntamente profesores y alumnos. Esta afirmación,
válida en mi opinión en términos generales, lo es todavía más, si cabe, cuando
de lo que se trata es de ayudar al alumnado a atribuir sentido a los
aprendizajes escolares. En este caso, las actuaciones dirigidas a revisar la
manera de trabajar en el aula devienen claramente prioritarias. Pero otorgar
prioridad a este ámbito comporta, como decía antes, una revalorización del
conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico.
Y en este punto hace falta subrayar la necesidad acuciante que
tenemos en este momento, en mi opinión, de reivindicar con firmeza y convicción
la especificidad y la validez del conocimiento de los profesionales de la educación. Hace
falta dejar de ver este conocimiento como un saber basado fundamentalmente en
el “sentido común”. El saber específico de los profesionales de la educación
–es decir, su conocimiento sobre cómo ayudar a otras personas a aprender, su
conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico– es un saber experto,
especializado, basado en la investigación, la experiencia y la reflexión
crítica, y, por lo tanto, totalmente equiparable a otros conocimientos
profesionales en lo que concierne a la solidez de sus fundamentos y a la
validez de sus planteamientos. Todos los ciudadanos pueden y deben opinar y
discutir de temas educativos, igual que pueden y deben discutir de temas
económicos, sanitarios, tecnológicos, urbanísticos, etc. En el marco de unas
sociedades democráticas estas opiniones y discusiones son esenciales para
establecer objetivos, marcar orientaciones y definir políticas en los
diferentes ámbitos. Sin embargo, no deberían a mi juicio sustituir al
conocimiento experto en la concreción e implementación de objetivos,
orientaciones y políticas. Ayudar a los alumnos a construir tramas de
significados interconectados y funcionales sobre los contenidos escolares y a
atribuir sentido al aprendizaje de estos contenidos es una tarea experta, propia
de los profesionales de la educación, que no puede abordarse simplemente desde
el sentido común, sino que requiere la adquisición de un conocimiento
especializado; al igual exactamente que sucede en el caso de los profesionales de
la medicina, de la economía o de la arquitectura, por citar solo algunos
ejemplos en los que la exigencia de un conocimiento experto no se pone en duda.
Lo que correspondería hacer ahora, para completar la
argumentación precedente, es una relación de los factores y procesos que sabemos
que intervienen en el hecho de que los alumnos puedan acabar atribuyendo o no
un sentido a los aprendizajes escolares. Hacerlo de manera sistemática y más o
menos exhaustiva, sin embargo, está también fuera de las posibilidades, por lo
que, me limitaré a señalar únicamente algunos puntos que ilustran el tipo de
reflexiones y actuaciones referidas a la planificación y desarrollo de las
actividades de enseñanza y aprendizaje en el aula que pueden ser útiles para
ayudar al alumnado a atribuir sentido a sus aprendizajes. Organizaré estos
puntos alrededor de las tres dimensiones relativas al para qué (para qué se
aprende lo que se aprende), al qué (qué saberes y competencias son
efectivamente objeto de enseñanza y aprendizaje) y al cómo (el contexto del aprendizaje,
la naturaleza de las actividades y las metodologías de enseñanza en un sentido
amplio).
En relación con el para qué, querría destacar:
• La
importancia de hacer explícitos de manera sistemática las finalidades y los
objetivos de las actividades de enseñanza y aprendizaje y de evaluación, los
criterios de selección de los contenidos y los criterios de evaluación y
valoración de los resultados de aprendizaje esperados.
• El
esfuerzo por situar continuamente los aprendizajes escolares en el marco más
amplio del proyecto de vida personal y profesional del alumnado.
• La
conveniencia de subrayar la dimensión individual y social del aprendizaje, así
como la dimensión de derecho, de deber y de compromiso, en todas las
actividades que se desarrollan en los centros y en las aulas.
En relación con el qué, querría destacar:
El exceso
de contenidos como un obstáculo casi insuperable para que los alumnos puedan
atribuir sentido a los aprendizajes escolares.
La
recomendación de dar prioridad a los aprendizajes básicos y, dentro de estos, a
los aprendizajes básicos imprescindibles (Coll).
La
recomendación de dar prioridad a la comprensión sobre la amplitud en el
aprendizaje de los contenidos escolares.
Y finalmente, con respecto al cómo, querría destacar:
La
utilización de un amplio abanico de metodologías didácticas que permitan
multiplicar y diversificar las fuentes, los tipos y los grados de ayuda al
aprendizaje.
El diseño
de actividades de enseñanza y aprendizaje “auténticas”, que hagan hincapié en
la relevancia y la funcionalidad de los contenidos y que tengan un anclaje, o
al menos un referente, en la vida cotidiana del alumnado.
La
introducción de momentos y elementos de planificación, autorregulación y
autoevaluación en las actividades de enseñanza y aprendizaje.
Extraído de
Enseñar y aprender en el siglo XXI: el sentido de los
aprendizajes escolaresCésar Coll
En
Calidad, equidad y reformas en la enseñanza
Álvaro Marchesi
Juan Carlos Tedesco
César Coll
Coordinadores
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