Los siguientes párrafos tratan de explicar las
razones de expresiones muy difundidas en nuestro contexto cuando se refieren a
los éxitos o fracasos de la escuela ¿Institución sagrada o desastre?
¿Usted sabe por qué hay
delitos en la Argentina? Porque la escuela no forma a los jóvenes en la cultura
del trabajo. ¿Usted sabe por qué existe la corrupción? Porque la escuela no
forma con valores contundentes de honestidad a los futuros funcionarios. ¿Cuál
sería la causa de la pobreza? Que la escuela no forma individuos competentes y
emprendedores capaces de competir en el mercado global. ¿Por qué no aumenta la
productividad del país? Porque la escuela no ha formado a las nuevas
generaciones en la cultura del sacrificio. Quizá ya puede adivinar las causas
del desempleo: es que no se forma a los jóvenes con las habilidades que demanda
el mercado. Nada, absolutamente nada de todo lo malo que sucede en este mundo
deja de ser una consecuencia del desastre atribuido a la escuela. Fíjese cómo
conducen los automovilistas y motociclistas, y las picadas de los jóvenes, sus
borracheras, lo mal hablados que son. Antes esto no pasaba: chicos y grandes
conocían los códigos del respeto y el buen trato, y eso porque la educación
funcionaba de verdad. Sin duda, “todo tiempo pasado fue mejor”.
La distancia abismal entre
esta posición –que culpa de todas las desgracias del país a los déficits de la
educación– y su exacto reverso –la visión de la escuela como una institución
sagrada e intocable– da una idea del atolladero en que nos encontramos para
pensar la cuestión.
Todos los lectores de este
libro, y no sólo ellos, están involucrados en cuestiones educativas. En efecto:
en las sociedades actuales la escuela es uno de los sistemas más incluyentes.
Salvo casos excepcionales, todos los adultos argentinos fueron a la escuela:
algunos comenzaron antes, otros después; algunos permanecieron más tiempo y
alcanzaron los diplomas más elevados, otros salieron de ella en forma prematura
y sin obtener un título. La mayoría “ha vuelto” a la escuela como padre o madre
de los alumnos. Por lo tanto, todos se sienten legítimamente autorizados a
“hablar de educación”. Al menos, todos y cada uno tienen una opinión más o
menos formada sobre la cuestión escolar.
Pero las experiencias son muy
diferentes. Los argentinos no somos iguales, aunque lo seamos formalmente ante
la ley; nuestra sociedad presenta desigualdades (a veces muy profundas) y
diferencias sociales, regionales, culturales. Las escuelas tampoco son iguales.
Por lo tanto, las experiencias y las ideas que cada grupo tiene de la educación
también son muy diferentes. Esto no quiere decir que se distribuyan al azar,
sino que individuos que comparten ciertas características sociales (posición de
clase, edad, género, lugar de residencia, religión, grupo étnico) y
frecuentaron escuelas parecidas tenderán a compartir un sentido común en la
materia cuando hablen de las cuestiones escolares. Por otra parte, podríamos
parafrasear un conocido refrán y decir que cada uno habla según como le fue en
la “feria escolar”. No es lo mismo una experiencia exitosa que una fracasada, o
una regular que otra excelente. De cualquier manera, si se lo hace con
prudencia, siempre pueden identificarse visiones dominantes y dominadas, así
como visiones simplemente diversas sobre la educación escolar.
Más allá de esa
heterogeneidad, los argentinos percibimos la educación como un factor clave en
la sociedad. Si bien hay países donde es vista como un medio para llegar lo más
alto posible en la estructura social (según el modelo del emprendedor o self-made man, que se abre camino en
virtud de sus méritos), en la Argentina ha prevalecido la idea de la educación
como un derecho que tiende a igualar y permite la tan ansiada movilidad social
ascendente. Se trata de un derecho que el Estado debe garantizar para que no
existan excluidos y para que la formación de los ciudadanos sea la base de una
sociedad democrática con mejor calidad de vida para todos.
Ahora bien, los argentinos
oscilamos con facilidad entre el orgullo patriotero por las maravillas de
nuestro país y un pesimismo exagerado que insiste en convencernos de que somos
un desastre. Como no podía ser de otro modo, esa facilidad imbatible para
considerarnos los mejores o los peores afecta nuestra visión de la educación,
que, por excesivamente esquemática, rehúye la complejidad y los matices. Entre
otros defectos, esa visión tiende a establecer comparaciones salvajes con el
sistema educativo de otros países, para concluir que somos un “caso único”, del
todo excepcional.
Ante semejante planteo,
respondemos con buenas y malas noticias: la Argentina actual no es ni perfecta
ni desastrosa, y otro tanto ocurre con nuestra educación. Sin embargo, circulan
de boca en boca frases que construyen estereotipos sin matices sobre los
docentes, los alumnos, los padres, la escuela, la nación, la pedagogía. Son
fórmulas que implican profundas simplificaciones y no dejan lugar para los
grises ni las relativizaciones. Las escuchamos en muchos medios de
comunicación, en los salones de clase, en las salas de profesores, en las
reuniones de padres, en la sobremesa del domingo o en la charla de café.
Este libro fue construido
contra esas frases y para deshacerlas. Buscamos arrancar las simplificaciones
de raíz, porque pensar los problemas y enfrentar los desafíos exige reponer la
complejidad propia de un fenómeno que nos interpela cotidianamente y merece ser
analizado en múltiples dimensiones: histórica, política, económica, y hasta
afectiva y simbólica. Nos proponemos cuestionar muchas creencias sociales sobre
la educación argentina. Porque estamos convencidos de que esas creencias, hoy y
aquí, constituyen obstáculos para una mejor comprensión y un debate de calidad
sobre la educación que tenemos y la que necesitamos. Pueden ser creencias de
pocos o de muchos, pero sobre todo son frases que escuchamos con frecuencia y
cumplen una función: cerrar un debate. Todo lo contrario de lo que necesitamos
y de la apuesta que nos compromete: abrir una discusión con argumentos.
Nuestro propósito es aportar
otras miradas, en especial las que ofrece la investigación social. Los
científicos sociales (historiadores, sociólogos, antropólogos, economistas)
miran las cosas de la educación como si fueran un “objeto” que está ahí para
ser analizado, explicado, interpretado e interpelado. Es decir, la relación de
los investigadores con las cuestiones de la educación es distinta de la que
cultivan quienes “hacen la escuela” en forma cotidiana (maestros, directivos,
funcionarios de los ministerios), quienes tienen un conocimiento práctico, útil
y necesario para hacer lo que deben hacer.
Es sabido que el diálogo entre
los que “saben por experiencia” y los que saben como resultado del trabajo
científico nunca es fácil y está plagado de prejuicios y malentendidos. Por eso,
contra la soberbia de los intelectuales que suelen darse como misión criticar a
otros y justificarse a sí mismos, trataremos de evitar los juicios inapelables,
los esquematismos, las condenas injustificadas. Ante las seguridades a prueba
de balas, preferimos promover el debate, generar preguntas, hacer
comparaciones. Se suele decir que los intelectuales tienen el privilegio de la
duda. Podríamos agregar que la duda es como un dispositivo automático, una
especie de fuerza que alimenta la curiosidad y la investigación, una
insatisfacción con lo conocido cuando pretende una validez universal y para
siempre. Nosotros queremos usar y sugerir la duda como un mecanismo protector
contra las verdades absolutas que acechan en todas las mitologías.
Extraído de
Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani
Mitomanías de la educación argentina
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