De acuerdo con cifras de la UNESCO, se estima que, a lo largo de 185 países, aproximadamente 1,500 millones de estudiantes no están asistiendo a sus escuelas debido a la pandemia por coronavirus. A casi un año del primer brote en Wuhan, China, se ha avanzado en el conocimiento del virus y la enfermedad que provoca, pero, desde el ámbito educativo, aún quedan muchas preguntas que no han podido responderse con suficiente claridad. ¿Cómo afecta el virus a los estudiantes? ¿Cómo se transmite entre la comunidad educativa? ¿Es efectivo el cierre de planteles educativos? ¿Es posible hacer de las escuelas lugares seguros ante el desafío sanitario?
El COVID-19 no ha sido tan agresivo con la población en edad típica para
cursar la educación obligatoria de la mayoría de los países. Según datos de la
OMS (2020a, p.9), los casos notificados de menores de 18 años apenas
representan el 8.5% del total de contagiados, presentando además pocas muertes
en contraste con otros grupos de edad. Sin embargo, tales cifras no deberían
motivar a las escuelas a echar las campanas al vuelo; sería un error suponer
que la población infantil es menos susceptible a infectarse y a infectar, en
cambio, se debería tener en cuenta que “los niños son frecuentemente menos
sintomáticos o tienen menos síntomas severos y por eso son probados con menor
frecuencia, provocando una subestimación de los números reales de infectados”
(Zimmerman, 2020, p. 363). Debe valorarse entonces que la “evidencia sugiere
que la infección asintomática podrá ser más predominante en niños que en
adultos” (ECDC, 2020, p. 16), por lo que en el edificio escolar se pudieran
gestar brotes “silenciosos”.
La baja incidencia de casos de COVID-19 en la población infantil podría
ser explicada por varias razones: pareciera incidir el hecho de que los
infantes posean más anticuerpos que los adultos debido a que son proclives a
las infecciones respiratorias durante invierno o, incluso, a la inmadurez de
una de las enzimas receptoras del SARS-CoV-2. Adicionalmente, no debe perderse de
vista que durante los periodos de transmisión moderada e intensa del virus “los
niños generalmente fueron bien cuidados en casa y podrían haber tenido
relativamente menores oportunidades de exponerse a los patógenos” (Dong, 2020,
p. 8). Así pues, parecería lógico un riesgo de aumento en la frecuencia y la
intensidad de los casos una vez que los menores retomen las actividades
escolares presenciales.
Además de que “ha habido pocos brotes en los que el foco haya sido una
institución educativa” (OMS, 2020a, p.1), existen estudios, sobre todo acerca
de países europeos, que señalan la imposibilidad de valorar el cierre de
centros educativos como medida sanitaria o incluso otros que sugieren la
nulidad de sus efectos, Sin embargo, el máximo organismo sanitario mundial
sigue, a casi un año del primer brote, preocupada por la “protección contra la
posibilidad de que las escuelas actúen como amplificadores para la transmisión
del SARS-COV-2 dentro de las comunidades” (OMS, 2020b, p.1). Llama
la atención que se aluda a la amplificación, y no a la generación de los
riesgos, a través de las escuelas. Pareciera que se da por hecho que la escuela
reproduciría lo que pasa en la comunidad y no a la inversa. En ese
sentido, “hay evidencia limitada que las escuelas estén conduciendo a
transmisiones de COVID-19 en la comunidad, pero hay indicios de que las
transmisiones en la comunidad son importadas o reflejadas en las instalaciones
escolares” (ECDC, 2020, p. 13).
El cierre de escuelas, que, de acuerdo a cifras de la UNESCO ha
comprendido al 89% del alumnado mundial, se ha fincado en el supuesto de que
“la propagación silenciosa por parte de niño que no alertan a nadie sobre su
infección, supondría una vía importante de transmisión comunitaria” (Munro, p.
618). Aunque el SARS-CoV-2 y la influenza parecen tener dinámicas de
transmisión diferentes, la implementación de educación remota en lugar de
presencial se ha basado en las medidas tomadas en otros años para prevenir la
propagación de la influenza: “el cierre de escuelas redujo el pico de los
brotes relacionados por una proporción de 29.7% y retrasó el punto máximo un
promedio de 11 días [además de propiciar] una mayor reducción del pico del
brote” (Viner, et al, p. 397). Dado que, en el caso del COVID-19 esta medida se
toma de las utilizadas para otros padecimientos, es aún incierto el grado de
efectividad por lo que aún “se requiere urgentemente más investigación sobre la
efectividad de los cierres escolares y otras prácticas de distanciamiento
social en las escuelas” (Viner, et al, p. 397).
Si bien se afirma que “no es probable que el cierre de estancias
infantiles e instituciones educativas sea una medida de control efectiva, por
sí misma, para la transmisión del COVID-19 en la comunidad” (ECDC, 2020, p.
17), no debe perderse de vista que los efectos de esta acción difícilmente
pueden ser separados de los de otras que se han implementado para frenar la
pandemia.
No necesariamente, entonces, significa que el cierre de escuelas sea
inefectivo, sino que, tal vez, como medida única, tendría poco impacto en la
reducción de los contagios. La escasez de brotes escolares en comparación con
los brotes en otros espacios pudiera deberse a que los centros escolares
albergan, sobre todo, población que tiende a no desarrollar síntomas de la
enfermedad.
El gobierno sueco, que durante la pandemia decidió conservar abiertas
las escuelas para la población menor de 16 años, señaló en mayo no haber
identificado un incremento en el riesgo de contagio de los maestros y el
personal de las instituciones educativas, en relación con otras ocupaciones,
así también que las escuelas no se habían manifestado como focos de transmisión
comunitaria (ECDC, 2020, p. 14). ¿Pueden trasladarse las conclusiones del
gobierno sueco a cualquier contexto? Probablemente deberían ser considerados
factores como la intensidad de los contagios, las condiciones sociales y
económicas de la población y la infraestructura escolar disponible. Si la
escuela es un espejo de lo que sucede en la comunidad, habrá que estar atentos
a la reacción del país escandinavo ante el inusitado aumento de casos que, a
finales de octubre, ha provocado un registro seis o siete veces mayor en
comparación con sus estadísticas de abril y mayo.
De acuerdo con la OMS (2020a), en los brotes escolares de COVID-19 que
se han estudiado, “la introducción del virus generalmente comenzó con adultos
infectados” (p. 9). En ese sentido, al interior de las escuelas, la transmisión
trabajador-trabajador fue más común que el contagio trabajador-estudiante y estudiante-estudiante,
siendo este último tipo de contagio el más raro de los tres. Es
necesario advertir que “la importancia de los niños en la transmisión del virus
permanece incierta” (Zimmerman y Curtis 2020, p. 363), por lo que sería un error
magnificar la responsabilidad de la población adulta en los brotes que se han
generado o que se podrían suscitar.
Asimismo, es necesario que “el riesgo relativamente bajo de
hospitalizaciones y muertes entre los niños debe contextualizarse al riesgo que
representa para los maestros, las autoridades de las escuelas y otros miembros
del personal en el entorno escolar” (CDC, 2020).
La OMS (2020b, p. 9) advierte además que las transmisiones
intraescolares han sido difíciles de estudiar dado que las escuelas estaban cerradas
en muchos países cuando se presentaron los periodos más intensos de transmisión
comunitaria. No obstante, la revisión de los datos del sistema nacional de
vigilancia de Alemania demostró que “la mayoría de los brotes escolares tuvo
pocos casos, con más de ellos en los grupos de edad mayores que podrían haber
pertenecido al personal o a otras personas con vínculos epidemiológicos con los
brotes escolares” (Otte, et al, 2020, p. 3).
A pesar de que la literatura médica manifiesta dudas sobre temas como la
transmisión entre la comunidad educativa o incluso discrepancias en torno a la
efectividad de los cierres escolares, parece haber consenso acerca de la
relevancia de las condiciones físicas y organizativas de los planteles para
impedir los contagios: “si son aplicados el distanciamiento social apropiado,
higiene y otras medidas, es poco probable que las escuelas sean un entorno
propagador más efectivo que instalaciones ocupacionales o de ocio con
densidades de población similares” (ECDC, 2020, p. 17). Un brote
escolar en Israel, que “coincidió con una ola de calor que pudo haber impactado
negativamente en conformidad con el uso de mascarillas o de las medidas
preventivas” (Otte, et al, 2020, p. 5) demostró la importancia del equipamiento
y la organización para evitar riesgos sanitarios en la escuela. Así pues, la
reanudación de actividades presenciales debería decidirse, entre otros
factores, en función de la capacidad de los planteles para brindar condiciones
de seguridad sanitaria.
Para procurar la seguridad sanitaria ante el COVID-19 al interior de las
escuelas, la OMS (2020b) ha distinguido factores de riesgo que, desde la
experiencia japonesa, se conoce como las “tres Cs” (por sus siglas en inglés):
(1) espacios cerrados con mala ventilación, (2) espacios concurridos con muchas
personas y (3) contacto cercano. Sobre la primera, recomienda considerar el uso
de la ventilación natural y, en lo posible, aumentar el flujo de aire total a
los espacios ocupados. En referencia a la segunda y la tercera condición,
mantener al menos un metro de distancia entre quienes asistan al edificio
escolar, modificar las dinámicas de asistencia y tránsito interior y disminuir
la proporción de alumnos por aula. Asimismo, se insiste en la higiene de manos
frecuente y la limpieza y desinfección de superficies que más son
tocadas.
En resumen, expresiones como “aún es desconocido”, “se requieren más
investigación” o “habrá que esperar”, frecuentes en la literatura médica sobre
el tema, denotan que el panorama todavía no es del todo claro. La misma OMS
(2020a) ha reconocido, por ejemplo, que “la medida en que los niños y niñas
contribuyen a la transmisión del SARS-CoV-2 sigue sin comprenderse totalmente”
(p. 9). La imposibilidad de aislar los efectos de los cierres escolares de los
relativos al resto de medidas para frenar la expansión del coronavirus, así
como la aparente frecuencia de casos asintomáticos en la población infantil que
no han sido estudiados, contribuyen a limitar la valoración las dinámicas de
transmisión en las escuelas y la efectividad de acciones como la enseñanza remota.
Las certezas del tema
La nocividad de los efectos económicos, de salud y de aprendizaje que ha
traído consigo el confinamiento no deberían suponer una presión que conlleve a
una decisión apresurada para la reapertura de las escuelas. Si bien algunos
estudios de diferentes países han llegado a conclusiones de que las
instalaciones educativas pueden ser lugares relativamente seguros ante la
pandemia, vale la pena reflexionar, antes de adoptar tales ideas, sobre su
viabilidad en el contexto propio. Es evidente que aún falta mucho por aprender
sobre el COVID-19. Por lo tanto, el paso cauteloso y bien pensado, parece
necesario ante un escenario inexplorado que aún conserva muchas áreas de
oscuridad. Hoy, más que nunca, cobra vigencia la máxima que, hace más de dos
mil años, expresó con humildad el gran filósofo Sócrates: “sólo sé que no sé
nada”.
Por: Rogelio Javier Alonso Ruiz
*Rogelio Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación
primaria (Esc. Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior
(Instituto Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en
Educación Primaria y Maestro en Pedagogía.
Twitter: @proferoger85
Fuente
https://insurgenciamagisterial.com/escuela-y-coronavirus-solo-se-que-no-se-nada/
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