miércoles, 30 de diciembre de 2020

El mito de la innovación

 Sin perjuicio de las aplicaciones exitosas de nuevas metodologías que hayan podido demostrar algunos compañeros. yo solo puedo transmitir la tónica general de mi generación. De nuevo soy rotundamente sincero cuando afirmo que nos encantaban los profesores que, lejos de querer entretenernos o motivarnos mediante fatuos fuegos artificiales, se limitaban a deslumbrarnos por sí mismos.

 


Si hablamos de lugares comunes y tópicos de la oleada de “innovación” educativa que promete poner las aulas al servicio de la “sociedad del siglo XXI”, la motivación ocuparía un lugar destacado como herramienta para la alienación del profesorado, tocando nuestra fibra más sensible porque pone de relieve nuestra supuesta incompetencia. Yo, que no llevo tanto años en el oficio (porque sí, la labor docente es un oficio casi artesanal), ya escucho varias veces al día que el principal problema educativo es que lo profesores no motivamos a los alumnos, que no somos capaces de despertar su interés.

 

La cuestión de la motivación es algo ambiental, y copa tesis, blogs, tertulias televisivas, discusiones entre compañeros o titula rentables y masivos cursos de formación y charlas TED… En definitiva, sobre el mantra de la motivación recae una parte no desdeñable de la responsabilidad en la metamorfosis de la enseñanza en una especie de coaching barato o en un conato de parque de ocio pobre en recursos.

 

En este caso, en el de la motivación, me voy a permitir dos licencias habida cuenta que, como ya se podrá imaginar el lector, mi edad (26) todavía no ha oscurecido ni desdibujado en demasía el recuerdo de mi etapa como estudiante y aún puedo hablar con la doble percepción de quien ha pasado de espectador a actor en muy poco tiempo. La primera es articular el discurso al respecto desde una perspectiva casi autobiográfica y la segunda es hablar en plural, porque todas las ideas que voy a compartir están ampliamente respaldadas por las aseveraciones e impresiones de buena parte de mis antiguos compañeros, con los que aún mantengo el contacto. Ventajas de crecer y vivir en un pueblo pequeño, supongo.

 

En nuestra experiencia como estudiantes, en el largo cursus honorum que atraviesa la primaria, secundaria, bachillerato y la universidad, conmigo y mis compañeros se han aplicado, con muy buenas intenciones y bajo diversas nomenclaturas, las versiones beta y alfa de la flipped classroom, el aprendizaje basado en problemas, el ABP, la gamificación, el design thinking (no se agobie quien no lo conozca, pronto se pondrá de moda aunque su origen está en la década de 1970) y no sé cuántas “innovaciones” más. ¿Sabéis cuál es la impresión general tras experimentar con estas metodologías? Os lo revelaré: no nos motivaban, ni siquiera nos entretenían, ya no hablemos de aprender. Mucho yerra el profesor que piense que puede entretener a sus alumnos, pues los medios y recursos a su alcance son un chiste malo comparados con el entretenimiento gratuito y disponible fuera del aula. Absténganse los que quieran convertir la educación en un parque temático o de ocio, esa batalla está perdida y, además, no es la nuestra.

 

Siendo sincero, a la mayoría de nosotros estas metodologías nos despertaban más bien indiferencia, desidia, pesadez, una potente y patente sensación de perder el tiempo. Un amigo cercano, en una de las típicas charlas remember que son el alma en una buena cena de reencuentro en época navideña, resumió con cruel sinceridad lo que todos pensábamos sobre una asignatura concreta en secundaria, textualmente: “Claro que me acuerdo, en la clase de (…) solo tenías que hacer como que hacías”. Por otro lado, el sueño húmedo del alumno poco dado al esfuerzo y al trabajo…

 

Hay más ejemplos, ya en la facultad, pues un profesor muy “moderno” e “innovador”, deseoso de congraciarse con nosotros y de vincularse a lo más mainstream de la nueva (vieja) pedagogía, tuvo la certeza de que aprenderíamos muchísimo de Historia Moderna de España si recurríamos al role-playing y reproducíamos episodios importantes como, por ejemplo, la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. Sabiendo que una ausencia puede ser tan ilustrativa como una larga explicación, me ahorraré exponer cómo fue la evolución de la curva de asistencia a esas clases y también las contundentes valoraciones de los alumnos; entre las más positivas: “Tampoco estuvo tan mal, nos echamos unas risas…”. Tal despliegue de maestría pedagógica tuvo un instrumento de evaluación a la altura: un tipo test. Sí, un tipo test para comprobar si de verdad sabíamos interpretar los interesantes pero complejísimos procesos políticos, económicos, sociales y culturales de la España moderna. Ni qué decir tiene que terminamos el cuatrimestre con una laguna inmensa en cuanto a Historia Moderna se refiere; laguna que solo se pudo vadear mediante la autodidáctica y la autoexigencia. Lamento decir que nuestras competencias interpretativas y sociales tampoco salieron especialmente fortalecidas.

 

Pero volvamos al punto clave, “hacer como que se hace”, eso duele o, al menos, debería dolernos como profesores. No nos dejemos engañar ni nos engañemos nosotros mismos, es una manera simple y llana de advertir sobre el peligro que corre la escuela de, bajo el pretexto de la motivación, convertirse en una performance, en una pura apariencia. Hacer como que se hace y aun así pensar que se ha aprendido algo de valor supone el abandono indisimulado del contenido en favor de un continente llamativo, supone desatender nuestro rigor ético por la trampa estética, una cáscara de huevo que al romperse no deja caer ni la clara ni la yema.

 

Lo he pensado muchas veces y puede que suene fuera de contexto, pero considero que la escuela performance, que gana adeptos cada día, es como un precioso huevo de Fabergé, llamativo, resplandeciente, atrae miradas y elogios por su apariencia, pero a la hora de la verdad, poco más podemos hacer con él que aplacar la egolatría de una altiva zarina rusa, decorar una repisa o fardar de su posesión, pues al abrirlo nos encontramos con el más insondable nihilismo. La escuela que llaman tradicional (concepto difuso a más no poder que ha derivado en cliché despectivo), en cambio, es más bien un corriente huevo de humilde gallina, más sobrio y aburrido, menos llamativo, claramente más espartano y austero, en todo caso, más de este mundo, pero lo cierto es que esa apariencia esconde un contenido muy rico y nutritivo.

 

Por si cabía duda, para esa aventura dinámica y exigente que es la vida, yo optaría por llenar las mochilas de mis alumnos de corrientes huevos de gallina. Se me podrá contestar con la respuesta arquetípica que siempre se da cuando alguien no percibe ni constata las bondades de las nuevas (o ya no tanto) metodologías: “Eso es porque no las aplicaron bien”. En este caso, solo puedo lamentar mi mala suerte y la insospechada alineación de los astros en mi contra. Mi vida educativa, dilatada durante 20 años, en cuanto a disfrutar de las ventajas de las nuevas metodologías que han ido salpicando los distintos niveles, se ha desarrollado en la improbable intersección de los conjuntos “nunca”, “en ningún sitio” y “con ningún profesor”. Al parecer, el titán Prometeo no bajó del Olimpo a ofrecerme el fuego de los dioses de la “nueva” pedagogía, pero tampoco me ha ido tan mal con profesores que me demandaban esfuerzo y disciplina y que, sabiamente, llenaron y ordenaron mi cabeza de contenidos.

 

Por cierto, la adquisición de competencias ha venido rodada desde entonces, como caídas de un guindo. Porque jamás se me ocurriría decir que el trabajo de las competencias es algo ajeno al proceso de enseñanza; muy al contrario, las competencias son fundamentales, pero solo tienen cuerpo, desarrollo y perfeccionamiento sometidas a las lógicas de los contenidos de cada materia. Las competencias siempre han estado en las aulas; pero hacer de ellas un tótem y abstraerlas en cadavéricos eslóganes para articular un discurso vehemente en defensa de lo obvio es lo que me alerta del vaciamiento alevoso que se intenta camuflar tras él.

 

Sin perjuicio de las aplicaciones exitosas de nuevas metodologías que hayan podido demostrar algunos compañeros (demostrar de verdad, con luces y taquígrafos y no esas pantomimas donde legislador, ejecutor, juez y crítico coinciden en la misma persona), yo solo puedo transmitir la tónica general de mi generación. De nuevo soy rotundamente sincero cuando afirmo que nos encantaban los profesores que, lejos de querer entretenernos o motivarnos mediante fatuos fuegos artificiales, se limitaban a deslumbrarnos por sí mismos. ¡Ay! Tan sencillo y tan difícil. Los profesores que más nos marcaron y de los que más aprendimos fueron, simplemente, los que nos demostraron un dominio apabullante y sobrecogedor de su materia e infinita pasión por ella. No pasión por nosotros, insisto, sino por su materia.

 

Ahí, y solo ahí, aparece la verdadera motivación del alumno, porque solo una persona que domina y ama su materia es capaz de transmitir, con el solo movimiento de las manos o la modulación de los tonos de voz, la importancia de estudiarla, y, os lo aseguro, los alumnos la captábamos y entendíamos al momento. En cuanto esa importancia casi solemne se convertía en una verdad compartida, la disciplina y la exigencia, condiciones indispensables para aprender, emergían como por ensalmo. Y lo valorábamos infinitamente, porque incluso hasta el día de hoy, muchos no hemos experimentado nada que satisfaga más que la constatación de haber aprendido algo nuevo, algo sólido, algo de verdad, y del trabajo bien hecho.

 

No necesitando pensar en demasía, todos nosotros guardamos un inmejorable recuerdo de Olga, nuestra profesora de matemáticas durante tres años y a la que no creo que le importe aparecer aquí. Recuerdo que nuestras primeras sesiones fueron casi traumáticas, pero pronto nos dimos cuenta de que nuestro esfuerzo solo era el reflejo del esfuerzo de la propia profesora. Cada fórmula, cada teoría, cada problema resuelto, cada premisa que daba a luz nuestro bolígrafo tenía su origen en la tiza de la profesora. Cierto es que no exagero si afirmo que en más de una clase salíamos con la muñecas crujiendo cual hormigoneras, pero aún hoy seguimos teniendo grabado a fuego el teorema de Pitágoras, el hallazgo de la apotema o las reglas de Sarrus y Ruffini, identificamos al vuelo las identidades notables, apreciamos la diferencia entre una frecuencia relativa y una frecuencia absoluta, nos reencontramos con las ecuaciones de segundo grado como con viejos amigos y alguno que otro aún nos atrevemos con las derivadas.

 

Lo mismo se podría decir de Carmen, nuestra profesora de Historia del Arte en bachillerato. No hemos hecho exámenes más exigentes que los de Carmen, algunos sobrepasaban las cuatro horas. Tampoco nunca hemos tenido tantas ganas de examinarnos y ponernos a prueba. Tras una primera clase que solo podría calificarse de shock (sistemas de aparejo, arquitrabes, elementos sustentantes, la diferencia entre opus quadratum y opus reticulatum…), la Historia del Arte a máximo requerimiento se convirtió en uno de los placeres de ese curso. Ahora, determinamos y contextualizamos estilos artísticos con un simple vistazo, identificamos con gozo los puntos de fuga en un pintura renacentista, sentimos como algo nuestro el patrimonio artístico que nos rodea, captamos el pathos en los rostros de las esculturas helenísticas o la terribilitá que solo sabía plasmar el cincel de Miguel Ángel. Pero, por encima de todo, nos dotamos de las armas necesarias para trazar el hilo de continuidad que, subyacente al arte, vincula las ideas e inquietudes que han asaltado a la Humanidad desde la lejana Sumeria (incluso desde Altamira) hasta la actualidad.

 

Ambas profesoras, solo necesitaron de su vastísimo conocimiento, de su profunda pasión por sus campos del saber, también de una pizarra, una tiza y un proyector de imágenes. Con eso, algo sencillo, austero, espartano y mundano como un huevo de gallina, la motivación de unos millennials era casi inevitable. Para entretenernos, sin duda, preferíamos el horario no lectivo, nuestros smartphones y las redes sociales; y si ese hubiera sido el objetivo de las profesoras, habrían fracasado estrepitosamente. Menos mal que optaron por enseñar de verdad.

 

Y conseguir esto, de nuevo tan sencillo y difícil, es impagable. El saber no ocupa lugar pero sí te eleva hasta lo más alto. Sin profusos contenidos ordenados, jerarquizados, entrelazados, sólidos, lo que es sencillo y difícil pasa a imposible.

 

Aunque me quedaría maravillado si un profesor consiguiera de sus alumnos motivación y reflexión de la nada y sobre la nada, pues sería como conseguir la cuadratura del círculo, albergo serias dudas de que alguien se pueda empezar a interesar por algo que no conoce todavía. Estoy totalmente convencido de que es el conocimiento el que arrastra a la motivación y la emoción y no a la inversa. Estoy convencido de que solo se motiva el que aprende.

 

 

POR: Pascual Gil Gutiérrez

Fuente

https://eldiariodelaeducacion.com/2020/12/01/el-mito-de-la-innovacion/

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