Recientemente el Consejo Federal de Educación
aprobó el protocolo para el regreso a las aulas . Un protocolo en línea con estos
tiempos pandémicos que nos toca atravesar. Una guía de orientaciones guiada por
criterios epidemiológicos que resultan, desde la perspectiva sanitaria,
incuestionables. Lo cuestionable es el lugar de las infancias.
Unas infancias que
hoy forjan su subjetividad en el miedo al otro. ¿Cómo conciliar un protocolo
con la pedagogía del encuentro? ¿Cómo podremos inscribir la prevención
en nuestras convicciones arraigadas en la pedagogía del afecto?
Muches de nosotres
llevamos años construyendo contrahegemonía, desde las aulas. Deconstruyendo los
valores del individualismo y la meritocracia, tan imbricados en el adn de
sociedades capitalistas. Asumimos el desafío de contrarrestar el desamparo de
les niñes, con una pedagogía que cree que el amor, no en términos románticos,
sino políticos, es el mejor camino para reconstruir el tejido social y volver a
afiliar a quienes el sistema dejó fuera de todo.
Una reafiliación
social que sólo es posible desde la escuela. Y no es una mirada nostálgica. Porque somos
conscientes de la persistencia de configuraciones históricas, centradas en
lógicas homogeneizadoras y disciplinadoras. Pero aún en esa configuración, la
pedagogía del afecto había logrado permear las estructuras arcaicas y dar una
disputa.
Hoy, todo eso está en
peligro. Hoy nos piden que
les niñes, les que puedan y vayan a volver, lo hagan a una “nueva escuela.” Una
escuela donde van a tener que mantenerse alejados de sus compañeres y sus
maestres. Donde no habrá espacios “comunes”. ¿Somos conscientes de las
implicancias de suspender lo común en la escuela?
La propuesta segura
que le hacemos a nuestras infancias es que se mantengan lejos del otro. Que no
compartan nada, que no jueguen, que no se abracen, que no saluden con un beso,
que se sienten solos en sus bancos o que entren y salgan a horarios y en días
diferidos.
Que el maestre,
frente a elles, permanezca todo el tiempo con una máscara facial, además del
barbijo, que no les toque, que no se les acerque. ¿Acaso alguien sabe la
potencia de un abrazo cuando un niñe está angustiado? ¿La magia de acariciar la
cabeza de aquél que no puede resolver una actividad? ¿De la riqueza de aprender
en grupo?
Viernes 13 de marzo.
Un patio repleto de pibes responde en coro “Hasta el lunes maestras y maestros”
Hasta el lunes. Un lunes que no llegó. Un lunes que cuando
llegue será otro lunes.
El ASPO suspendió una
de las dimensiones fundacionales de la escuela moderna: el espacio. La “nueva
normalidad” propone suspender otra de sus dimensiones claves: lo común. En el medio,
les niñes construyendo nuevas subjetividades atravesadas por la desconfianza y
el miedo.
Se propone una vuelta
a una escuela que ya no es la nuestra. Porque nuestra escuela, o al menos la
que intentábamos consolidar desde una posición política pedagógica comprometida
con el derecho social a la educación de todes, promovía el encuentro con el
otre. Defendía el valor insoslayable de lo común. Creía a rajatablas en la
potencia del afecto y en la necesidad de demostrarlo. Era una escuela que
construía comunidad. Esa comunidad que se diluye a fuerza de
barbijos y alcohol en gel.
Nos urge construir un
protocolo del reencuentro. En un momento donde nos abruman protocolos de criterios sanitarios, hay
que contraponer otro que proteja las infancias, y también a sus maestres, de la
desolación de ser sólo un individuo. Tenemos el deber ético de armar un
protocolo que garantice que les pibes van a encontrar una escuela afectivamente
disponible para alojarlos. Una escuela que lejos de diluir lo común, ponga
a trabajar su imaginación para reponer comunidad. Que la distancia física no
obture la pedagogía del afecto. Ese es nuestro mayor desafío.
Por Viviana Alonso
Docente, pedagoga,
vicerrectora de la Escuela Normal Superior N° 8.
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