jueves, 15 de octubre de 2020

DEMOCRACIA Para Paulo Freire

Me encontré con Paulo por primera vez al inicio de la década de 1980, después de que John Silber, rector de la Universidad de Boston, había negado mi permanencia. Paulo estaba dando una charla en la Universidad de Masachusetts, y vino a cenar en mi casa en Boston. Su humildad desentonaba completamente con su reputación, y recuerdo haber sido saludado con tanta simpatía y sinceridad que me sentí totalmente a gusto con él. En aquella noche conversamos largamente sobre su exilio, mi dimisión, lo que significaba ser un intelectual de la clase trabajadora, el riesgo que se debía correr para marcar una diferencia. Y cuando acabó la noche, se había forjado una amistad que duró hasta su muerte, 15 años después. Yo estaba en una situación muy mala después de que había sido negada mi permanencia y no tenía idea de lo que me reservaba el futuro.



Estoy convencido de que, si no hubiera sido por Paulo y Donaldo Macedo, también amigo de Paulo, no habría permanecido en el área de la educación. A diferencia de tantos intelectuales que encontré en la academia, Paulo fue siempre muy generoso, ávido por publicar la obra de intelectuales más jóvenes, escribir cartas de apoyo y dar lo máximo posible de sí al servicio de otras personas. Los años iniciales de la década de 1980 fueron años estimulantes en la educación en los Estados Unidos de América, y Paulo estaba en el centro de eso. Juntos, comenzamos una serie en la editora Bergin & Garvey y publicamos a más de cien autores jóvenes, muchos de los cuales pasaron a tener una significativa influencia en la Universidad. Jim Bergin se convirtió en jefe de Paulo en su calidad de su editor americano, Donaldo se convirtió en traductor y coautor, y todos hicimos lo que nos fue posible para traducir, publicar y distribuir la obra de Paulo, siempre esperando invitarle a regresar a los Estados Unidos, para que pudiéramos encontrarnos, conversar, tomar un buen vino y renovar las luchas que de diferentes formas nos marcaron a todos. Claramente, es difícil escribir simplemente sobre Paulo como persona, pues lo que era él y cómo entraba en nuestro espacio y en nuestro mundo, no podían jamás ser separados de su política. Por ello, quiero intentar ofrecer un contexto más amplio para mi propia comprensión sobre él, así como para aquellas ideas que moldearon consistentemente nuestro relacionamiento y su relacionamiento con otras personas.

Ocupando el espacio entre lo político y lo posible, Paulo Freire pasó la mayor parte de su vida trabajando basado en la creencia de que vale la pena luchar por los elementos radicales de la democracia, que la educación crítica es un elemento básico del cambio social y que la forma como pensamos sobre la política es inseparable de cómo comprendemos el mundo, el poder y la vida moral que aspiramos llevar. De muchas maneras, Paulo incorporaba el relacionamiento delicado y muchas veces problemático entre lo personal y lo político. Su propia vida fue un testimonio no sólo de su creencia en la democracia, sino también de la noción de que nuestra vida debía acercarse lo más posible a ejemplificar las relaciones y experiencias sociales que legitimarían un futuro más humano y democrático. Al mismo tiempo, Paulo jamás moralizó sobre la política, jamás empleó el discurso de la vergüenza o redujo lo político a lo personal cuando hablaba sobre cuestiones sociales. Para él, los problemas privados tenían que ser comprendidos con relación a las cuestiones públicas mayores. Todo con respecto a él, sugería que la mayor cualidad de la política era la humildad, la compasión, y la voluntad de luchar contra las injusticias humanas.

La creencia de Freire en la democracia así como su profunda y permanente fe en la capacidad de las personas de resistirse al peso de instituciones e ideologías opresoras, fueron forjadas en un espíritu de lucha, condimentado tanto por las sombrías realidades de su propia prisión y exilio, mediadas por un ardiente sentimiento de indignación, como por la creencia de que la educación y la esperanza son las condiciones del actuar y de la política. Profundamente consciente de que muchas versiones contemporáneas de la esperanza ocupaban su propio rincón en Disneylandia,

Freire luchó contra tales apropiaciones y deseaba vehementemente recuperar y re-articular la esperanza mediante, según sus palabras, una “comprensión de la historia como posibilidad y no como determinismo”. Para Freire la esperanza era una práctica de testimonio, un acto de imaginación moral que posibilitaba que educadores/as progresistas y otras personas pensaran de manera diferente para actuar de manera diferente. La esperanza necesitaba estar anclada a prácticas transformadoras, y una de las tareas del/a educador/a progresista era “mostrar posibilidades para la esperanza, sin importar cuáles fueran los obstáculos”. Subyacente a la política de la esperanza de Freire, está una concepción de pedagogía radical que se sitúa en las líneas divisorias donde las relaciones entre dominación y opresión, poder e impotencia continúan siendo producidas y reproducidas. Para Freire, la esperanza como un elemento definidor de la política y de la pedagogía, siempre significaba oír y trabajar con los pobres y otros grupos subalternos de modo que pudieran hablar y actuar para alterar las relaciones de poder dominantes. Siempre que hablábamos, él jamás se permitió volverse cínico. Él estaba siempre lleno de vida, apreciaba lo que significaba comer una buena comida, oír música, abrirse a nuevas experiencias y trabar un diálogo con una pasión que incorporaba su propia política y también respetaba la presencia vivida de otras personas.

Comprometido con lo específico, el juego del contexto y la posibilidad inherente a lo que él llamaba naturaleza inconclusa de los seres humanos, Freire no ofrecía recetas para quien buscaba soluciones teóricas y políticas instantáneas. Para él, la pedagogía era estratégica y de aplicación práctica: considerada como parte de una práctica política más amplia en pro de un cambio democrático, la pedagogía crítica nunca fue vista como un discurso a priori, a ser reafirmado o una metodología a ser implementada. Por el contrario, para Freire, la pedagogía era un acto político y de desempeño práctico organizado alrededor de la “ambivalencia intrusiva de límites rotos”, una práctica de desconcierto, interrupción, comprensión e intervención que es el resultado de continuas luchas históricas, económicas y sociales. Muchas veces me sorprendí con la paciencia que él tenía siempre para tratar con personas que querían que les diese respuestas preelaboradas a los problemas que levantaban sobre la educación, sin comprender que estaban solapando la propia insistencia de él, de que la pedagogía no podía jamás ser reducida a un método. Su paciencia fue siempre instructiva para mí. Estoy convencido de que fue sólo más tarde en mi vida que conseguí comenzar a emularla en mis propias interacciones con el público.

Paulo era un intelectual cosmopolita que nunca abandonaba los detalles del día a día y las conexiones que éste tenía con el mundo mucho más amplio y global. Él nos recordaba de forma consistente, que las luchas políticas son vencidas y perdidas en estos espacios específicos pero a la vez híbridos, que vinculan las narrativas de la experiencia cotidiana con la importancia social y la fuerza material del poder institucional. Cualquier pedagogía radical que se denominara freiriana tenía que reconocer la centralidad de lo particular y contingente en la configuración de contextos históricos y proyectos políticos. A pesar de que Freire fuera un teórico del contextualismo radical, él también reconocía la importancia de comprender lo particular y lo local con relación a fuerzas mayores, globales y transnacionales. Para Freire, la alfabetización como  una manera de leer y cambiar el mundo, tenía que ser repensada dentro de una concepción más amplia de ciudadanía, democracia y justicia que tendría que ser global y transnacional. Volver lo pedagógico más político, en este caso, significaba  ir más allá de la celebración de mentalidades tribales y desarrollar una praxis que colocara en primer plano al “poder, la historia, la memoria, el análisis relacional, la justicia (no sólo la representación) y la ética como cuestiones centrales para las luchas democráticas transnacionales”.

Pero la insistencia de Freire en que la educación radical implicaba crear y cambiar contextos, hacía más que aprovechar las potencialidades políticas y pedagógicas que se encontraban en todo un espectro de lugares y prácticas sociales en la sociedad, lo que naturalmente incluía la escuela, pero no se limitaba a ella. Él también criticó la separación entre cultura y política, llamando la atención hacia la forma cómo las diversas tecnologías del poder operan de forma pedagógica dentro de las instituciones, para producir, regular y legitimar formas particulares de conocer, pertenecer, sentir y desear. Pero Freire no cometió el error de muchos de sus contemporáneos, mezclando la cultura con la política del reconocimiento. La política era más que un gesto de traducción, representación y diálogo; también implicaba la movilización de movimientos sociales contra las prácticas económicas, raciales y sexistas opresoras, instituidas por la colonización, por el capitalismo global y por otras estructuras déspotas de poder.

Paulo Freire legó una obra que emergió de toda una vida de lucha y compromiso. Rechazando el confort de narrativas magistrales, la obra de Freire siempre fue inquieta e inquietante, agitada, pero envolvente. A diferencia de tanta prosa académica y pública, políticamente árida y moralmente vacía, que caracteriza al discurso intelectual contemporáneo, la obra de Freire era constantemente alimentada por una ira saludable contra la opresión y el sufrimiento desnecesario que él testimonió a lo largo de su vida cuando viajaba por el mundo. De forma similar, su obra exhibía una cualidad vibrante y dinámica que le permitía crecer, rechazar fórmulas fáciles y abrirse a nuevas realidades y proyectos políticos. El genio de Freire fue elaborar una teoría del cambio y del compromiso social que no era ni vanguardista ni populista. A pesar de que tuviera agentes críticos en la configuración de sus propios destinos, él se negaba a romantizar la cultura y las experiencias que producían condiciones sociales opresoras. Combinando el rigor teórico, la relevancia social y la compasión moral, Freire dio un nuevo significado a la política de lo cotidiano al mismo tiempo en que afirmaba la importancia de la teoría para abrir espacio a la crítica, la posibilidad, la política y la práctica. La teoría y el lenguaje eran un lugar de lucha y posibilidad que daba sentido a la experiencia y una dirección política a la acción, y cualquier intento de reproducir la dicotomía entre teoría versus política fue repetidamente condenada por Freire. Freire amaba la teoría, pero jamás la cosificó. Cuando hablaba de Freud, Marx o Erich Fromm, era posible sentir su pasión intensa por las ideas. Pero él jamás trató la teoría como un fin en sí mismo; ella era siempre un recurso a ser usado para comprender, comprometerse críticamente y transformar el mundo.

Yo tuve una estrecha relación personal con Paulo durante más de 17 años, y siempre me conmovió la manera como su coraje político y su alcance intelectual eran acompañados por un amor a la vida y una gran generosidad de espíritu. En cierta ocasión él me dijo que no podía imaginar un revolucionario a quien no le gustara la buena comida y la buena música. No estoy seguro si fue el amor a la comida o a la música, o tal vez a ambas, que permitieron que su poesía se deslizara hacia la política. Como mencioné anteriormente, lo político y lo personal determinaron mutuamente la vida y la obra de Freire. Él siempre fue un estudiante curioso, incluso cuando asumía el papel de profesor crítico. Al moverse entre lo privado y lo público, revelaba un don sorprendente de hacer que toda persona con la que él se encontrara, se sintiera valorizada. Su propia presencia incorporaba lo que significaba combinar lucha política con el coraje moral, dar sentido a la esperanza y obtener persuasión de la desesperanza. A Paulo le gustaba citar al Che Guevara: “Déjeme decirle, corriendo el riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario genuino es movido por sentimientos de amor. Es imposible imaginar a un revolucionario auténtico sin esa cualidad”. A pesar de que haya pasado una década desde su prematura muerte, no encontré a nadie que incorporara más este sentimiento que Paulo Freire.

Autor
Henry A. Giroux

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