Sin perjuicio de las aplicaciones exitosas de nuevas metodologías que hayan podido demostrar algunos compañeros. yo solo puedo transmitir la tónica general de mi generación. De nuevo soy rotundamente sincero cuando afirmo que nos encantaban los profesores que, lejos de querer entretenernos o motivarnos mediante fatuos fuegos artificiales, se limitaban a deslumbrarnos por sí mismos.
Si hablamos de lugares comunes y tópicos de la oleada de “innovación”
educativa que promete poner las aulas al servicio de la “sociedad del siglo XXI”,
la motivación ocuparía un lugar destacado como herramienta para la alienación
del profesorado, tocando nuestra fibra más sensible porque pone de relieve
nuestra supuesta incompetencia. Yo, que no llevo tanto años en el oficio
(porque sí, la labor docente es un oficio casi artesanal), ya escucho varias
veces al día que el principal problema educativo es que lo profesores no
motivamos a los alumnos, que no somos capaces de despertar su interés.
La cuestión de la motivación es algo ambiental, y copa tesis, blogs,
tertulias televisivas, discusiones entre compañeros o titula rentables y
masivos cursos de formación y charlas TED… En definitiva, sobre el mantra de la
motivación recae una parte no desdeñable de la responsabilidad en la
metamorfosis de la enseñanza en una especie de coaching barato
o en un conato de parque de ocio pobre en recursos.
En este caso, en el de la motivación, me voy a permitir dos licencias
habida cuenta que, como ya se podrá imaginar el lector, mi edad (26) todavía no
ha oscurecido ni desdibujado en demasía el recuerdo de mi etapa como estudiante
y aún puedo hablar con la doble percepción de quien ha pasado de espectador a
actor en muy poco tiempo. La primera es articular el discurso al respecto desde
una perspectiva casi autobiográfica y la segunda es hablar en plural, porque
todas las ideas que voy a compartir están ampliamente respaldadas por las
aseveraciones e impresiones de buena parte de mis antiguos compañeros, con los
que aún mantengo el contacto. Ventajas de crecer y vivir en un pueblo pequeño,
supongo.
En nuestra experiencia como estudiantes, en el largo cursus
honorum que atraviesa la primaria, secundaria, bachillerato y la
universidad, conmigo y mis compañeros se han aplicado, con muy buenas
intenciones y bajo diversas nomenclaturas, las versiones beta y alfa de
la flipped classroom, el aprendizaje basado en problemas, el ABP,
la gamificación, el design thinking (no se agobie quien no lo
conozca, pronto se pondrá de moda aunque su origen está en la década de 1970) y
no sé cuántas “innovaciones” más. ¿Sabéis cuál es la impresión general tras
experimentar con estas metodologías? Os lo revelaré: no nos motivaban, ni
siquiera nos entretenían, ya no hablemos de aprender. Mucho yerra el profesor
que piense que puede entretener a sus alumnos, pues los medios y recursos a su
alcance son un chiste malo comparados con el entretenimiento gratuito y
disponible fuera del aula. Absténganse los que quieran convertir la educación
en un parque temático o de ocio, esa batalla está perdida y, además, no es la
nuestra.
Siendo sincero, a la mayoría de nosotros estas metodologías nos
despertaban más bien indiferencia, desidia, pesadez, una potente y patente
sensación de perder el tiempo. Un amigo cercano, en una de las típicas
charlas remember que son el alma en una buena cena de
reencuentro en época navideña, resumió con cruel sinceridad lo que todos
pensábamos sobre una asignatura concreta en secundaria, textualmente: “Claro
que me acuerdo, en la clase de (…) solo tenías que hacer como que hacías”. Por
otro lado, el sueño húmedo del alumno poco dado al esfuerzo y al trabajo…
Hay más ejemplos, ya en la facultad, pues un profesor muy “moderno” e
“innovador”, deseoso de congraciarse con nosotros y de vincularse a lo
más mainstream de la nueva (vieja) pedagogía, tuvo la certeza
de que aprenderíamos muchísimo de Historia Moderna de España si recurríamos
al role-playing y reproducíamos episodios importantes como,
por ejemplo, la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. Sabiendo que una
ausencia puede ser tan ilustrativa como una larga explicación, me ahorraré
exponer cómo fue la evolución de la curva de asistencia a esas clases y también
las contundentes valoraciones de los alumnos; entre las más positivas: “Tampoco
estuvo tan mal, nos echamos unas risas…”. Tal despliegue de maestría pedagógica
tuvo un instrumento de evaluación a la altura: un tipo test. Sí, un tipo test
para comprobar si de verdad sabíamos interpretar los interesantes pero
complejísimos procesos políticos, económicos, sociales y culturales de la
España moderna. Ni qué decir tiene que terminamos el cuatrimestre con una
laguna inmensa en cuanto a Historia Moderna se refiere; laguna que solo se pudo
vadear mediante la autodidáctica y la autoexigencia. Lamento decir que nuestras
competencias interpretativas y sociales tampoco salieron especialmente
fortalecidas.
Pero volvamos al punto clave, “hacer como que se hace”, eso duele o, al
menos, debería dolernos como profesores. No nos dejemos engañar ni nos
engañemos nosotros mismos, es una manera simple y llana de advertir sobre el
peligro que corre la escuela de, bajo el pretexto de la motivación, convertirse
en una performance, en una pura apariencia. Hacer como que se hace
y aun así pensar que se ha aprendido algo de valor supone el abandono indisimulado
del contenido en favor de un continente llamativo, supone desatender nuestro
rigor ético por la trampa estética, una cáscara de huevo que al romperse no
deja caer ni la clara ni la yema.
Lo he pensado muchas veces y puede que suene fuera de contexto, pero
considero que la escuela performance, que gana adeptos cada día, es
como un precioso huevo de Fabergé, llamativo, resplandeciente, atrae miradas y
elogios por su apariencia, pero a la hora de la verdad, poco más podemos hacer
con él que aplacar la egolatría de una altiva zarina rusa, decorar una repisa o
fardar de su posesión, pues al abrirlo nos encontramos con el más insondable
nihilismo. La escuela que llaman tradicional (concepto difuso a más no poder
que ha derivado en cliché despectivo), en cambio, es más bien un corriente
huevo de humilde gallina, más sobrio y aburrido, menos llamativo, claramente
más espartano y austero, en todo caso, más de este mundo, pero lo cierto es que
esa apariencia esconde un contenido muy rico y nutritivo.
Por si cabía duda, para esa aventura dinámica y exigente que es la vida,
yo optaría por llenar las mochilas de mis alumnos de corrientes huevos de
gallina. Se me podrá contestar con la respuesta arquetípica que siempre se da
cuando alguien no percibe ni constata las bondades de las nuevas (o ya no
tanto) metodologías: “Eso es porque no las aplicaron bien”. En este caso, solo
puedo lamentar mi mala suerte y la insospechada alineación de los astros en mi
contra. Mi vida educativa, dilatada durante 20 años, en cuanto a disfrutar de
las ventajas de las nuevas metodologías que han ido salpicando los distintos
niveles, se ha desarrollado en la improbable intersección de los conjuntos
“nunca”, “en ningún sitio” y “con ningún profesor”. Al parecer, el titán
Prometeo no bajó del Olimpo a ofrecerme el fuego de los dioses de la “nueva”
pedagogía, pero tampoco me ha ido tan mal con profesores que me demandaban
esfuerzo y disciplina y que, sabiamente, llenaron y ordenaron mi cabeza de
contenidos.
Por cierto, la adquisición de competencias ha venido rodada desde
entonces, como caídas de un guindo. Porque jamás se me ocurriría decir que el
trabajo de las competencias es algo ajeno al proceso de enseñanza; muy al
contrario, las competencias son fundamentales, pero solo tienen cuerpo, desarrollo
y perfeccionamiento sometidas a las lógicas de los contenidos de cada materia.
Las competencias siempre han estado en las aulas; pero hacer de ellas un tótem
y abstraerlas en cadavéricos eslóganes para articular un discurso vehemente en
defensa de lo obvio es lo que me alerta del vaciamiento alevoso que se intenta
camuflar tras él.
Sin perjuicio de las aplicaciones exitosas de nuevas metodologías que
hayan podido demostrar algunos compañeros (demostrar de verdad, con luces y
taquígrafos y no esas pantomimas donde legislador, ejecutor, juez y crítico
coinciden en la misma persona), yo solo puedo transmitir la tónica general de
mi generación. De nuevo soy rotundamente sincero cuando afirmo que nos
encantaban los profesores que, lejos de querer entretenernos o motivarnos
mediante fatuos fuegos artificiales, se limitaban a deslumbrarnos por sí
mismos. ¡Ay! Tan sencillo y tan difícil. Los profesores que más nos marcaron y
de los que más aprendimos fueron, simplemente, los que nos demostraron un
dominio apabullante y sobrecogedor de su materia e infinita pasión por ella. No
pasión por nosotros, insisto, sino por su materia.
Ahí, y solo ahí, aparece la verdadera motivación del alumno, porque solo
una persona que domina y ama su materia es capaz de transmitir, con el solo
movimiento de las manos o la modulación de los tonos de voz, la importancia de
estudiarla, y, os lo aseguro, los alumnos la captábamos y entendíamos al
momento. En cuanto esa importancia casi solemne se convertía en una verdad
compartida, la disciplina y la exigencia, condiciones indispensables para
aprender, emergían como por ensalmo. Y lo valorábamos infinitamente, porque
incluso hasta el día de hoy, muchos no hemos experimentado nada que satisfaga
más que la constatación de haber aprendido algo nuevo, algo sólido, algo de
verdad, y del trabajo bien hecho.
No necesitando pensar en demasía, todos nosotros guardamos un
inmejorable recuerdo de Olga, nuestra profesora de matemáticas durante tres
años y a la que no creo que le importe aparecer aquí. Recuerdo que nuestras
primeras sesiones fueron casi traumáticas, pero pronto nos dimos cuenta de que
nuestro esfuerzo solo era el reflejo del esfuerzo de la propia profesora. Cada
fórmula, cada teoría, cada problema resuelto, cada premisa que daba a luz
nuestro bolígrafo tenía su origen en la tiza de la profesora. Cierto es que no
exagero si afirmo que en más de una clase salíamos con la muñecas crujiendo
cual hormigoneras, pero aún hoy seguimos teniendo grabado a fuego el teorema de
Pitágoras, el hallazgo de la apotema o las reglas de Sarrus y Ruffini,
identificamos al vuelo las identidades notables, apreciamos la diferencia entre
una frecuencia relativa y una frecuencia absoluta, nos reencontramos con las
ecuaciones de segundo grado como con viejos amigos y alguno que otro aún nos
atrevemos con las derivadas.
Lo mismo se podría decir de Carmen, nuestra profesora de Historia del
Arte en bachillerato. No hemos hecho exámenes más exigentes que los de Carmen,
algunos sobrepasaban las cuatro horas. Tampoco nunca hemos tenido tantas ganas
de examinarnos y ponernos a prueba. Tras una primera clase que solo podría
calificarse de shock (sistemas de aparejo, arquitrabes,
elementos sustentantes, la diferencia entre opus quadratum y opus
reticulatum…), la Historia del Arte a máximo requerimiento se convirtió en
uno de los placeres de ese curso. Ahora, determinamos y contextualizamos
estilos artísticos con un simple vistazo, identificamos con gozo los puntos de
fuga en un pintura renacentista, sentimos como algo nuestro el patrimonio
artístico que nos rodea, captamos el pathos en los rostros de
las esculturas helenísticas o la terribilitá que solo sabía
plasmar el cincel de Miguel Ángel. Pero, por encima de todo, nos dotamos de las
armas necesarias para trazar el hilo de continuidad que, subyacente al arte,
vincula las ideas e inquietudes que han asaltado a la Humanidad desde la lejana
Sumeria (incluso desde Altamira) hasta la actualidad.
Ambas profesoras, solo necesitaron de su vastísimo conocimiento, de su
profunda pasión por sus campos del saber, también de una pizarra, una tiza y un
proyector de imágenes. Con eso, algo sencillo, austero, espartano y mundano
como un huevo de gallina, la motivación de unos millennials era
casi inevitable. Para entretenernos, sin duda, preferíamos el horario no
lectivo, nuestros smartphones y las redes sociales; y si ese
hubiera sido el objetivo de las profesoras, habrían fracasado estrepitosamente.
Menos mal que optaron por enseñar de verdad.
Y conseguir esto, de nuevo tan sencillo y difícil, es impagable. El
saber no ocupa lugar pero sí te eleva hasta lo más alto. Sin profusos
contenidos ordenados, jerarquizados, entrelazados, sólidos, lo que es sencillo
y difícil pasa a imposible.
Aunque me quedaría maravillado si un profesor consiguiera de sus alumnos
motivación y reflexión de la nada y sobre la nada, pues sería como conseguir la
cuadratura del círculo, albergo serias dudas de que alguien se pueda empezar a
interesar por algo que no conoce todavía. Estoy totalmente convencido de que es
el conocimiento el que arrastra a la motivación y la emoción y no a la inversa.
Estoy convencido de que solo se motiva el que aprende.
POR: Pascual
Gil Gutiérrez
Fuente
https://eldiariodelaeducacion.com/2020/12/01/el-mito-de-la-innovacion/