Mito:
Si recuperamos la escuela de
hace cien años, la Argentina será una potencia. Antes se enseñaba y se aprendía
en serio. Debemos recuperar ese pasado para conquistar nuestro futuro.
Este mito soslaya una cuestión fundamental. Los objetivos de la
escuela han cambiado a lo largo del tiempo porque ha cambiado lo que la
sociedad y el Estado demandan del sistema educativo. Los sistemas escolares
tienen la edad de los Estados modernos y su racionalidad se explica por su
función eminentemente política de construcción de ciudadanía. La escuela
moderna, como ha mostrado Juan Carlos Tedesco, fue fundada para construir al
ciudadano moderno y dotarlo de una identidad nacional. En la Argentina, durante
la segunda mitad del siglo XIX y en especial con la Ley 1420, de 1884, el
diseño del sistema educativo se propuso convertir a los habitantes originarios,
mestizos y a los inmigrantes en miembros de esa nueva configuración política
que se estaba gestando. El mismo proceso ocurrió en Francia, Italia y la
mayoría de los países de América Latina. En sus orígenes, la educación primaria
no era tanto un derecho como una obligación, un imperativo que las elites
gobernantes impusieron para conformar al ciudadano de la nación en
construcción.
Este modelo no carecía de tensiones. Y si bien Sarmiento fue
su principal difusor, su visión no era la única y ni siquiera la dominante: la
propuesta de Alberdi, por ejemplo, era invertir en obras públicas e
infraestructura antes que en educación, porque entendía que el progreso social
tenía efectos educativos. En aquella época esto se denominaba “educación de las
cosas”, espontánea. Por otra parte, Bartolomé Mitre consideraba más necesaria
la educación de una elite para construir y reproducir una clase política, antes
que la educación de la población en su conjunto. La propuesta escolar que
defendía Sarmiento terminó imponiéndose, no sólo en la Argentina, sino en casi
toda América Latina. Y como por lo general los vencedores escriben la historia,
tienden a olvidar las otras opciones que tuvieron peso e injerencia en su
momento. Lo que finalmente sucedió se presenta como inevitable o “natural”.
La universalización de la educación primaria, sin embargo,
tomó su tiempo: la tasa de asistencia escolar se duplicó entre 1869 y 1914, al
pasar del 26 al 56%, pero recién en 1980 comenzó a superar el 93%, y en 1991
alcanzó el 97% (de acuerdo con Juan Carlos Tedesco y Alejandra Cardini). El
modelo sarmientino era de matriz francesa en su visión curricular de
construcción de homogeneidad cultural, y anglosajón desde el punto de vista
administrativo, dado que el gobierno de las escuelas quedaba en manos de los
poderes locales. Con los procesos de modernización, ese modelo perdió capacidad
de responder a las nuevas demandas sociales. Entre múltiples aspectos, la
percepción “libresca” que algunos sectores populares tenían de la cultura fue
un resultado de la incapacidad del proyecto “culto” para incorporarlos.
Posteriormente, las clases dominantes comenzaron a privilegiar “las funciones
económicas” del sistema escolar. La inversión en educación pública se
justificaba en la medida en que producía los recursos humanos necesarios para
sostener la productividad y el crecimiento de la economía. La educación dejó de
pensarse como un gasto y pasó a ser considerada una inversión planificada en
función de la demanda de mano de obra dictada por los planes de desarrollo
económico.
En línea con la dictadura de 1976, el neoliberalismo de los
años noventa resultó fatal para cualquier proyecto de educación pública. La
descentralización vertiginosa de la educación primaria y secundaria hacia las
provincias, basada más en cuestiones económicas que educativas, el achicamiento
del salario docente y sus desigualdades regionales, los cambios no consensuados
en la estructura del sistema escolar (entre ellos, la división entre educación
general básica y polimodal) y las concepciones de la evaluación de la calidad
educativa culminaron con el despliegue de conflictividades nunca antes vistas;
por ejemplo, que no hubiera clases durante un año en algunas provincias (como
sucedió en Corrientes en 1999).
La pregunta de si la escuela de hoy es mejor, igual o peor
que la escuela de antes presenta varios problemas. Ni la Argentina de hoy es la
Argentina de ayer, ni la escuela de ayer puede valorarse según los criterios de
hoy. En la actualidad, la sociedad espera de ella cosas que no esperaba hace
cien años. Mientras la escuela de las primeras etapas del desarrollo del
Estado-nación argentino buscaba reducir las diversidades étnicas, culturales y
lingüísticas inculcando en la población un denominador común, es decir, una lengua
(el castellano), una “historia” y una “geografía” oficiales que consideraba
necesarias para construir una identidad nacional que trascendiera las
pertenencias de origen, hoy predominan otras expectativas. Se espera que la
escuela contribuya a la formación de “recursos humanos”, a la inserción social
y a difundir los valores necesarios para la convivencia democrática. Más aún,
en las sociedades que tienen vocación de reducir las desigualdades, la
educación pública se plantea un objetivo crucial: impedir que los hijos de los
más pobres queden condenados a lo más bajo de la pirámide social. Así, una
educación de calidad para todos aparece como una meta decisiva si lo que se
desea es quebrar el determinismo social.
Extraído de:
Mitomanias de la
educacion argentina
A Grimson – E Tenti Fanfani
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