La educación de las emociones no puede consistir
simplemente en identificarlas, nombrarlas o relacionarlas con una imagen
predeterminada o un color. Para esa empresa no valía la pena tanto estruendo.
Nosotros, los humanos, siempre hemos sabido de nuestras emociones, de
nuestros afectos, sentimientos e intuiciones. Conocemos sus nombres y podemos
identificar sin demasiados problemas sus rasgos más característicos porque las
hemos experimentado en propia piel, porque las hemos sufrido o disfrutado,
porque las hemos usado –consciente o inconscientemente– para tomar decisiones,
tanto las más trascendentes como las más irrelevantes, y porque forman parte
indivisible de nuestras vidas, como los sentidos o el mismo lenguaje. Por ello,
cuando Gardner o Goleman pusieron de relieve la importancia de conocer y dar
nombre a nuestras emociones, no nos extrañamos lo más mínimo de su apuesta por
dar visibilidad y reconocimiento a algo tan presente y cotidiano en nuestro
quehacer diario.
Por las razones que sean, hoy en los centros educativos la educación
emocional se ha convertido en un emblema, en una prioridad; para algunos
incluso en un atributo de identidad, que daría a entender a las familias su
puesta al día y su vocación innovadora. Y para cierto sector del profesorado en
una preocupación curricular primera, que dejaría en un segundo plano tanto los
saberes propiamente dichos como la dimensión ética y estética de la educación y
el resto de habilidades y competencias a adquirir.
Pero, ¿se pueden educar las emociones? ¿O más bien se trataría de
garantizar y promover su expresión libre y contextualizada, su gestión
razonable, su control responsable, atento al impacto que puede causar en el
propio protagonista y respetuoso para con los demás, su experimentación
acompañada y orientada por los adultos, para no dar rienda suelta a ese caballo
desbocado y salvaje en que podría convertirse sin estas salvaguardas? En
cualquier caso, la educación de las emociones no puede consistir simplemente en
identificarlas, nombrarlas o relacionarlas con una imagen predeterminada o un
color. Para esa empresa no valía la pena tanto estruendo.
Hoy sabemos a ciencia cierta que las emociones siempre han estado ahí,
siempre han formado parte de nuestro ser personal y social, que forman una
unidad indisociable con el mundo racional, que nunca han sido dos hemisferios
opuestos y enfrentados por llevarse el gato al agua. Todas nuestras decisiones,
pensamientos y actitudes están impregnadas de intereses, pasiones, intuiciones
y afectos. Nuestra mente no es una máquina fría y calculadora, sino un
artefacto profundamente sensible y, en definitiva, condicionado pero libre. No
hay más que echar una ojeada a nuestras propias vidas para comprobar cómo están
repletas de actuaciones e inhibiciones, algunas exitosas y otras fracasadas,
que buscaban por encima de todo la felicidad, evitar el sufrimiento, el mal
menor cuando todas las opciones conllevaban consecuencias indeseables,
sobrevivir cuando nos hemos sentido abrumados…
Es cierto que venimos de una educación (la nacionalcatólica, pero
también la cientifista) que consideraba que los deseos, las emociones, las
intuiciones, la imaginación… deberían ser debidamente ocultadas y reprimidas,
porque eran vistas como obstáculos que evitar para llegar a ser personas
formadas, inteligentes, plenamente conscientes y moralmente íntegras. Pero la
profunda crisis del proyecto moderno ha puesto al descubierto la falacia de
este supuesto, que no solo dejaba al margen de la escuela las emociones, sino
también los cuerpos. Pero de ahí a entronizar lo emotivo como una alternativa
progresista e innovadora frente a lo racional va un verdadero abismo.
Y es en esta órbita que puede tener sentido relacionar este auge de lo
emocional con la hegemonía teórica y práctica del neoliberalismo que nos
corroe, que pone el acento en lo individual (frente a lo colectivo), en lo
afectivo (frente a lo político o lo emancipatorio), en la convivencia amable
(frente a la conflictividad y la exclusión), en la flexibilidad personal y en
la capacidad de adaptación a los nuevos tiempos y condiciones de vida (frente a
la historia, a la crítica y a la autonomía personal).
No es de extrañar que muchas de las empresas que cotizan en bolsa estén
impulsando directa o indirectamente proyectos de educación o gestión de las
emociones, o que vehiculen sin rubor mensajes propagandísticos destinados a
tocar la fibra de los afectos, mientras con frialdad inhumana toman decisiones
que deterioran gravemente la vida y la salud de miles de personas. Que los
mismos culpables de ese deterioro nos propongan el antídoto adecuado para
sobrellevar las propias penas –lo emocional como paliativo, la gestión de las
propias emociones– raya casi la vileza.
Ante ello se difuminan la lucha contra las desigualdades y contra el
enriquecimiento corrupto e ilícito, se emborronan las causas estructurales y
reales de la situación de angustia o postración que viven las víctimas para
poner el foco justamente en las propias víctimas. Tomadas individualmente, por
supuesto.
Por: Xavier Besalú
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/02/08/las-emociones-la-escuela/
No hay comentarios:
Publicar un comentario