Este
mes me he tardado un poco en presentar estas letras. No ha sido por falta de
asuntos a discutir. Más bien me siento abrumada de asuntos que me agobian y, a
la vez, me llenan de esperanzas.
¿Qué
decir entonces? Cuando me agobia el dolor, el sufrimiento de tantas comunidades
empobrecidas, me llena de esperanzas la llegada de una alumna universitaria,
que sale de las cenizas de su barrio devastado a aportar su sabiduría; a reírse
de sus malabares para llegar a la universidad desde Yabucoa, un pueblo sin energía
eléctrica. La universidad se convierte en su oasis: ahí pasa el día entre
compañeros y profesores que se educan entre sí, investigan y analizan más allá
de la precariedad del día a día que nos dejó el huracán María. Reacciona
decidida y optimista para enfrentar con lucidez a las malas decisiones que
tomamos, o a las buenas decisiones que aún no tomamos. Una se angustia por el
país y los jóvenes que te llegan, muchas veces cargando a sus familias
completas en los hombros, te dejan pegada de deseos de hacer y trabajar por una
democracia que asegure su presente.
En
35 años trabajando con estudiantes y comunidades en toda la isla, nunca había
sentido tal urgencia de educar, activar y movilizar una democracia más
participativa, más justa, equitativa, solidaria y sensible.
Las
universidades somos responsables de mover estos principios y estas prácticas.
Si no ¿para qué existimos? Me pregunto qué seguimos haciendo mal o qué no
acabamos de hacer para que la ciudadanía se forme y trabaje desde y para ser
más democráticos. La desigualdad social y económica que sufren dos terceras
partes de nuestra población; la corrupción que atraviesa tanto al sector
público como al privado; la anomía y desdén con la que vivimos y tratamos a
nuestros semejantes y sobre todo la ignorancia: esa incapacidad de reconocer lo
verdadero, los justo, lo correcto y poder actuar según estos principios,
muestran la adolescencia de nuestro sistema educativo formal, informal, privado
y público. Sin estos pilares, no hay reforma educativa, gubernamental o las que
se sigan inventando, que logre sacarnos de este permanente huracán.
Cuando
llegan estudiantes de un barrio abatido, con sus ojos abiertos, su escucha
activa para aprender, para ser y luchar por su educación; sensibles con sus
comunidades, investigando las necesidades y documentando soluciones que nacen
de la solidaridad, me llena el hambre por la democracia. Veo entonces cómo este
estudiantado nos ofrece la ruta para que salgamos del abismo. Pienso que aún la
vida no los corrompe. Nos empuja a no rendirnos y someternos al cinismo.
Nuestro
posible mayor valor, nuestro posible mayor activo es nuestra democracia, pero
hay que cultivarla. Ser democráticos y hacerla parte de la vida diaria es algo
que se aprende. Se aprende en relaciones familiares, en la convivencia del
barrio, en la celebración de la diversidad, en las organizaciones civiles y
comunitarias, en escuelas cooperativas, en la universidad, en el espacio
laboral. No es un discurso griego, ni asunto de partidos políticos o sindicatos;
es una forma de vida. Cuanto más lo aprendamos y practiquemos, más
posibilidades tendremos de vivir seguros en comunidad, con ingresos justos
ahora y cuando nos retiremos. Protegeremos una educación que garantice
ciudadanos, trabajadores y empresarios que protejan nuestros recursos
naturales, una salud integral y calidad humana y relacional.
Hagamos
de la educación para la democracia participativa el principio rector de la
transformación de Puerto Rico. Los niños y jóvenes se lo merecen y nosotros se
lo debemos. ¡UBUNTU!
Fuente
del Artículo:
https://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/laeducaciondemocratica-columna-2397555/
Por
Directora ejecutiva
de la Fundación Agenda Ciudadana.
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