Mito:
Todo tiempo pasado fue mejor
La educación
argentina tuvo un pasado de esplendor que la convirtió en un ejemplo para el
mundo. Todos los habitantes tenían pleno acceso a una educación de excelencia.»
Las creencias, para
cumplir su función, no tienen por qué ser lógicas, racionales o estar fundadas
en evidencias. Pese a que la comparación con el ayer siempre es compleja, se ha
instalado en el imaginario argentino la idea de que en un tiempo pasado la
educación era mucho mejor que hoy: en esa época perfecta, teníamos una sociedad
completamente educada. Algunas visiones ubican ese pasado glorioso entre fines
del siglo XIX y comienzos del XX, en el marco del impulso que le dieron a la
educación pública las primeras leyes y políticas educativas (Ley 1420 de 1884 y
Ley Lainez de 1905). Otras perspectivas identifican el esplendor de la escuela
argentina con las décadas de 1940 y 1950, en pleno desarrollo de la educación
técnica y de un sentido fuertemente nacional del proyecto escolar. Por último,
una tercera línea interpretativa busca en la década de 1960, en coincidencia
con la “época de oro” de la universidad y con los inicios de la masificación de
la educación secundaria, esa utopía ubicada en el pasado. Pero los proyectos
dictatoriales de 1966, y especialmente de 1976, parecen haber clausurado la
posibilidad de concebir algo bueno en la educación argentina desde fines de los
años sesenta.
La percepción de
esta decadencia está bastante extendida entre directivos y docentes, según han
mostrado Cerruti y Binstock en una investigación. Para ellos, los alumnos de
antes estaban más orientados al estudio, tenían metas más claras y contaban con
un mayor apoyo familiar. En cambio, el presente implicaría escasa preparación
académica, menos presencia de la familia y baja disposición al esfuerzo
personal. Así, para un sector importante de la comunidad educativa, la
educación se ha depreciado respecto de un pasado cuya referencia temporal no es
necesariamente precisa.
Como cualquier
mitomanía, esta también puede tener una parte de verdad. ¿Qué parte? La
Argentina inició, antes que la mayoría de los países de la región, el
desarrollo de la educación pública. Por eso, durante décadas, la educación
argentina era más avanzada que la de sus vecinos. Ahora bien, desde hace ya varias
décadas, esta “ventaja” relativa se ha eclipsado. Por una parte, porque durante
el siglo XX la mayoría de los países implementaron fuertes políticas
educativas. Por otra, porque en diferentes momentos la educación argentina fue
golpeada, desfinanciada y perjudicada.
Ahora bien, una
cosa es decir que antes estábamos mejor posicionados. Otra muy distinta es
creer que la sociedad en general tenía más acceso al conocimiento. La Ley 1420
de educación pública, laica y obligatoria se aprobó en 1884. Once años después,
el segundo censo nacional mostró que más de la mitad de la población era
analfabeta. Si se nos permite el anacronismo, algún medio de comunicación
podría haber titulado el balance de la década como: “Estrepitoso fracaso de la
Ley 1420”. Treinta años más tarde de aprobada la norma, en 1914, se realizó el
tercer censo nacional y reveló que más de un tercio de los habitantes era
analfabeto. Esos hechos históricos permiten entender que las políticas y los
cambios educativos son realmente muy lentos, y que evaluarlos con plazos
electorales o periodísticos probablemente no sea muy buena idea. Al menos si se
trata de entender y mejorar la educación.
En 1980 la mitad
de los argentinos entre los 15 y los 19 años alcanzaba el nivel medio, mientras
que en Brasil ese índice apenas superaba el 10%. Hace treinta años, la
escolaridad promedio de la población de 15 años y más en la Argentina era de
6,2 años mientras que en Brasil era de casi la mitad (3,4 años). Hoy las
diferencias en la escolarización ya no son significativas. Y los datos de
rendimiento escolar producidos por las pruebas PISA muestran
que Brasil aventaja a la Argentina.
No obstante, debe
tenerse en cuenta que los países que comenzaron antes la extensión cuantitativa
de sus sistemas educativos, como la Argentina o Chile, han sido los primeros en
alcanzar el techo en materia de alfabetización y cobertura. Aquellos que recorrieron
después ese mismo camino fueron acortando brechas, inevitablemente, en ese tipo
de indicadores. Más allá de la pertinencia política y técnica de los rankings
(tanto de países como de instituciones), la Argentina ya no goza de una
posición de privilegio en la región en materia de indicadores de calidad. Por
otra parte, las comparaciones simplificadas entre América Latina y los llamados
países desarrollados omiten que estos completaron la etapa de universalización
de la cobertura hacia la década de 1960, lo que les ha permitido centrar los
esfuerzos en aspectos más cualitativos, como la calidad de la enseñanza y los
niveles de aprendizaje. En América Latina, recién en la década pasada nos hemos
propuesto que accedan a la escuela todos los niños y adolescentes, por lo que
los desafíos cuantitativos –relacionados con la cobertura– y cualitativos
–vinculados con los niveles de aprendizaje– deben afrontarse de manera
simultánea, con las dificultades que este doble esfuerzo trae aparejadas.
Además, y para no
caer en comparaciones absurdas, hay que recordar que los títulos o años de
escolaridad tienen un valor relacional. Por ejemplo, un título de bachiller de
1930 no es lo mismo que uno de 2010, simplemente porque desde el punto de vista
social no son la misma cosa. En 1910 el bachillerato era atributo de una
minoría, mientras que hoy la mayoría de los jóvenes entre 20 y 25 años poseen
ese título. Su “valor de cambio” en el mercado laboral, el prestigio y
reconocimiento que provee son completamente diferentes. Así, los diplomas
obtenidos en diferentes etapas históricas no son comparables y carece de
sentido preguntarse si los bachilleres de antes eran mejores o peores que los
de hoy, porque estaríamos comparando cosas nominalmente iguales (lo cual
favorece la confusión) pero realmente distintas.
Creer que todo
tiempo pasado fue mejor es la actitud típica de los tradicionalistas y
conservadores del mundo. La idea del paraíso perdido tiene una raíz religiosa.
(El pecado era, justamente, acceder al conocimiento.) Pero, más allá de estos
ilusorios o trasnochados “ideales”, cabe señalar que los problemas de la
escuela contemporánea no tienen una solución predeterminada. No es ni lógica ni
sociológicamente posible (ni tampoco deseable) volver a una supuesta época de oro
de la educación argentina. En todo caso, esta creencia es aliada de todos
aquellos que temen la novedad, la innovación, el cambio social, e incluso
sirven a los intereses de quienes prefieren preservar un determinado estado de
cosas. De no ser por la fuerza de esta creencia en la Argentina actual, no
merecería mayor comentario y menos aún ameritaría el esfuerzo del análisis
crítico. Eppur si muove, decía Galileo. Pese a carecer
de sustento lógico, esta idea ejerce todavía un fuerte efecto conservador en el
escenario cultural argentino. Podríamos decir que se trata de un proyecto
utópico en el peor de los sentidos. La ilusión de volver al pasado no tiene
ninguna posibilidad de hacerse realidad. Por el contrario, es una fuerza
negativa que funciona como un obstáculo a la renovación y la innovación en
materia escolar.
Extraído de:
Mitomanias de la educacion
argentina
A Grimson – E Tenti Fanfani
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