miércoles, 24 de junio de 2015

Centros, redes y proyectos: A la búsqueda de una sinergía

Los cambios sociales dejaron de ser “suprageneracionales” para convertirse en “intergeneracional” y luego “intrageneracional”¿Qué significado tienen estos conceptos? ¿Cómo afecta a la enseñanza y a los aprendizajes? ¿Cómo exige modificar las instituciones de enseñanza?


Como en otros ámbitos de la sociedad, en el mundo de la educación se miran cada vez con más interés la idea del trabajo en red y la puesta en marcha de prácticas y proyectos capaces de movilizar la cooperación entre los centros de enseñanza y otros agentes presentes en su entorno. No es sólo una moda (aunque también lo sea) sino, ante todo, el resultado de la atracción por las experiencias desarrolladas en otros campos, tal vez particularmente los de la actividad empresarial, la movilización ciudadana y la práctica investigadora, así como de la creciente conciencia de las posibilidades y potencialidades de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Ha llegado, creo, el momento de la escuela-red y los proyectos educativos, momento en el que el centro de enseñanza como tal pasaría a ser nada más y nada menos que eso, el centro, el nodo central, el centro movilizador, en vez del perímetro o el recinto exclusivo, de proyectos más ambiciosos articulados en redes más amplias, más laxas, más horizontales y menos jerárquicas, de geometría variable en vez de rígida predeterminada.

La educación en la sociedad transformacional
Entiendo por sociedad transformacional una fase en la evolución de la sociedad en la que el cambio pasa a ser parte constitutiva de la misma y omnipresente en ella, así como en la vida de las personas, los grupos y las instituciones. He explicado esto, en otro lugar, distinguiendo las sucesivas fases del cambio supra, inter e intrageneracional. El llamado antiguo régimen y, por supuesto, todo lo que lo precedió, fue la sociedad del cambio suprageneracional. Había cambio social, pero apenas era perceptible de una generación a otra, aparecía —cuando lo hacía— de modo imprevisto y con carácter catastrófico, no presentaba un curso definido y no alteraba el hecho de que, para la inmensa mayoría de la humanidad, crecer era integrarse en el mundo ya conocido de los adultos. La modernización (la industrialización, la urbanización, la democratización, la alfabetización, la racionalización…), la transición a la modernidad, fue la sociedad del cambio intergeneracional. El cambio se aceleró, resultando claramente perceptible de una generación a otra, arrastrando o anunciando que arrastraría antes o después a todos, requiriendo y creando mecanismos específicos de conducción (cambios de mentalidad en los adultos, educación institucionalizada y profesionalizada para los niños) y pareciendo descifrable y manejable en su dirección y en su ritmo (percepción o teorización del cambio como progreso). La post-modernidad, dejando a un lado el folklore literario y mediático en torno al término, no es sino el paso al cambio intrageneracional, perceptible dentro de una misma generación, que abarca a todos (y ¡ay de quien quede al margen!), que siega la hierba bajo los pies de los intentos de controlarlo y dirigirlo y que reemplaza las ilusiones interpretativas por la conciencia (o el estupor) de la incertidumbre.

Esta aceleración del cambio social rompe las viejas coordenadas espacio-temporales de la enseñanza y el aprendizaje. Al hacerse más rápido, pone en cuestión las secuencias establecidas de los procesos sociales de enseñanza y los procesos individuales de aprendizaje; en términos más amplios, subvierte el mismísimo ciclo vital. En el plano individual, o micro, se rompe la vieja secuencia aprendizaje-vida profesional, dejando paso a la educación recurrente y el aprendizaje a lo largo de toda la vida. En el plano social, o macro, ya no hay tiempo para que un grupo de personas innove, un segundo grupo asimile y domine estas innovaciones y luego las enseñe a un tercer grupo que simplemente las aprende o las acepta. Un educador ya no puede pensar en formarse al inicio de su carrera profesional y enseñar lo entonces aprendido durante el resto de ésta. Ello es cierto, en distintas formas, para todos los ámbitos profesionales y laborales, pero no debe escapársenos su particular pertinencia para el ámbito de la educación: primero, porque un educador obsoleto ni siquiera proporcionará a sus alumnos el breve periodo de gracia (de aprendizaje de algo nuevo) del cual él disfrutó; segundo, porque, al ser la educación una relación institucional de poder y el educando una persona por definición sometida, no podrá zafarse del educador como sin duda lo harían, en circunstancias similares, un cliente de su proveedor o un votante de su partido.

En consonancia con esa ruptura temporal se produce también una ruptura espacial, o mejor decir funcional. Ya no hay una clara división entre los que crean conocimiento y los que lo transmiten, sea en términos individuales, profesionales o institucionales. La mala noticia es que la escuela y el profesorado no pueden estar por sí solas a la altura de las demandas y posibilidades planteadas por el desarrollo del conocimiento; la buena es que, al mismo tiempo, las instancias en las que ese conocimiento se crea están disponibles para afrontar su difusión o para colaborar con otros en ella. En el escenario de la educación esto significa que, junto a los centros escolares, que ya no pueden albergar el caudal de conocimiento disponible ni siquiera seleccionar y activar por sí solos la parte más pertinente y relevante del mismo, se encuentran, no obstante, familias, grupos, empresas, asociaciones e instituciones que sí disponen conjuntamente de ese caudal y que pueden cooperar en esa selección y activación. Padres, madres e incluso ciudadanos no directamente vinculados a los centros poseen el bagaje de su formación, sus cualificaciones, sus aficiones, sus experiencias; junto a ellos, una amplia gama de colectivos informales, núcleos activistas, asociaciones y grupos de intereses pueden y, generalmente, quieren intervenir o cooperar en los asuntos y cara a los objetivos que las definen; algo más allá, un conjunto de instituciones públicas y semipúblicas ligadas a temas de interés común cuentan con sus propios mecanismos e instrumentos de difusión y están casi naturalmente interesadas en cooperar con los centros de enseñanza; en fin, las empresas, que tienen en común el objetivo formal y distintivo de ganar dinero, es decir, de proporcionar salarios y beneficios a sus integrantes, tienen también objetivos sustantivos (la producción de ciertos bienes y servicios) que conectan con las necesidades de grupos importantes de individuos, incluidos los alumnos, lo que puede servir de base a relaciones especiales de colaboración con los centros, atentas por igual a los propósitos de ambas partes.

Todo el cambio social que la escuela no puede seguir o reproducir por sí sola está ahí, en esos entes sociales del entorno con los cuales han de aprender a trabajar en redes de cooperación de estructura y duración variables, en las que cada uno pueda realizar sus propios fines sin merma de los del otro, y en las que los proyectos educativos deben ser capaces de materializar, al menos, una parte de su contenido.

En la sociedad tradicional (del cambio suprageneracional), las propias instituciones de vida, primarias o “naturales”, eran por sí mismas las instituciones educativas. La familia y la pequeña comunidad local se bastaban para formar a cada nueva generación, y eran las que mejor podían hacerlo, salvo para algunos pequeños grupos que poseían algún saber excluyente y basaban en ello su existencia y sus privilegios, tales como escribas, sacerdotes, mandarines, etc. En la sociedad moderna (del cambio intergeneracional) se hicieron necesarios tanto una institución como un cuerpo profesional específicamente dedicados a la educación (la escuela —secundaria incluida— y el profesorado —magisterio incluido—), que se abrieron paso arrumbando a una posición secundaria y subordinada tanto a la familia como a la comunidad (a pesar de que ahora, cuando su tarea se ha vuelto más difícil, reclamen su concurso o protesten de su presunta abstención). En la sociedad posmoderna, transformacional (del cambio intrageneracional), pasa a desempeñar un papel educador de primer plano la ciudad, entendiendo por tal el conjunto de recursos materiales e informacionales, de bienes físicos y lógicos que acumulan otros individuos, grupos y organizaciones que la escuela, ajenos e independientes pero visibles y accesibles, y de los que ésta adolece. Pero tales individuos, grupos y organizaciones no necesitan (ni pueden) implicarse al completo en la educación, ni hacerlo de forma continuada, ni su listado se limita ya a los físicamente próximos al recinto escolar… y ésas son precisamente las características de la cooperación en red.


Extraído de
Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca

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