En una lectura rápida
de cualquier revista o periódico es fácil hallar el término eficiencia:
hablamos de hacer más eficiente una empresa o el gasto público. Inclusive
aparece como verbo: “Debemos eficientar los recursos del país en aras de la
producción”.
Un automóvil puede
evaluarse tecnológicamente recurriendo a su medida de eficiencia; esto es: la
distancia medida en kilómetros por cantidad de litros. En otras palabras: entre
más unidades de distancia recorra con menos unidades de combustible, mayor será
su eficiencia. El concepto de ésta también puede verse como una resta: es el
resultado de la diferencia entre los beneficios que recibo y los insumos que le
suministro a un sistema.
En forma análoga, en
el sistema social en el cual nos hallamos, el salario de una persona también es
resultado de la cantidad de trabajo que realiza respecto a los recursos que
utiliza para su actividad: una persona es más productiva cuando trabaja más,
mientras demande menos recursos a la organización. La
eficiencia, sin duda, la encontramos en muchos ámbitos de nuestra vida social y
puede interpretarse en términos de los beneficios que nos aporte. El concepto
es producto de la
Revolución Industrial que se gestó en la Inglaterra del siglo
XVIII, deudora del mecanicismo de Newton; pero trascendiéndolo, se desplaza
hacia el evolucionismo de procesos físicos más complejos relacionados con las
máquinas de vapor y de combustión. Fruto de este cambio cultural, también la
transformación ocurrida en la política y la economía.
En el ámbito
económico, se trata de un valor cultural que exige más con menos. En el sistema
histórico que conocimos como socialismo de corte soviético, el más representó la
productividad industrial a escala mayúscula en beneficio de una comunidad
abstracta; y, el menos, fue la intención de eliminar jerarquías y privilegios,
con las consecuencias, positivas y negativas, que se conocen.
En el sistema
histórico que triunfó después de la Guerra Fría -y que culminó con el curioso capítulo
de la historia occidental conocido como la caída del muro de Berlín- la
diferencia entre el más y el menos no es en sentido estricto el paraíso que
muchos han querido ver, sobre todo después de las varias crisis que hemos
vivido hasta ahora. En efecto, el capitalismo adoptó la eficiencia como una de
sus mayores consignas políticas, al grado del desgate social: una persona ineficiente
(se entiende que para una empresa) no tiene derechos: le amenaza el desempleo
de por vida. En apariencia, en este sistema no existe el contraste del que
hablamos antes para el socialismo; sin embargo, la falta de beneficios que
cubran las necesidades básicas contrasta con su abundancia para cubrir las
preferencias estéticas.
¿De dónde viene la eficiencia
de la que hablamos? La eficiencia nació de imaginar una máquina a la que le
pudiéramos exigir más por menos, en el entendido de que es una máquina y no un
ser humano. Así que moralmente no tendríamos mayor problema con una exigencia
absoluta, y así sacar el mayor provecho posible con los mínimos recursos
disponibles. En el extremo, exigiríamos el todo por nada. Y nadie se opondría a
crear máquinas con 100% de eficiencia. Toda la ingeniería está volcada a
conferir mayor eficiencia a los sistemas u objetos con los que trabaja.
El ingenio humano
puede pensarlo en términos de la tecnología que crea para su propio beneficio;
pero, ¿qué pasa cuando esa exigencia se orienta hacia las comunidades humanas?
Surge la esclavitud porque se trata de un trabajo máximo que no se recompensa de
ninguna manera. ¿Será que los sistemas políticoeconómicos llegan a un punto de
ceguera en el que confunden las máquinas con seres humanos? Un sistema social
resulta tan difícil de concebirse, aun con los mejores recursos de la ciencia,
que en la práctica es más fácil tratarlo como un sistema físico al más puro
estilo de Newton: conociendo todas las condiciones iniciales del movimiento
conocemos todos los resultados en el tiempo con certeza casi absoluta. A nadie
le gusta que la situación se le escape de las manos; pero en un sistema social
se vuelve dominador, totalitario, insensible.
Lo que se pensó en un
principio como una máquina que ayudara en algunas actividades humanas,
claramente pesadas, desgastantes o imposibles, se transformó en una consigna
política para que los miembros de sociedades enteras la asumieran suya, como
parte de un proyecto de vida.
Sería hermoso que a
los problemas humanos, a los cuales somos más sensibles, les pudiéramos hallar
una solución como cuando resolvemos una ecuación matemática, pero la realidad
nos exige pensar científicamente a la sociedad en términos más complejos,
porque no somos máquinas y algo muy dentro de nuestra naturaleza humana nos
dice que tenemos libre arbitrio; nos dice, ciertamente, que no podemos concebirnos
como máquinas, aparatos o artefactos, sino como humanos…, así nada más: como
humanos.
Autor
Enrique Téllez
FabianiProfesor universitario en la Ciudad de México.
En
Revista Alas para
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