domingo, 9 de junio de 2013

Una manera de entender la trascendencia de enseñar

No es fácil ser docente hoy, y todo parece indicar que la dificultad aumenta. Creo que uno de los “estimulantes” que tenemos a disposición son los escritos de Paulo Freire. Comparto con ustedes algunos  párrafos, dedicados a la docencia.


Primer día de clases
La práctica educativa es algo muy serio. Tratamos con gente, con niños, adolescentes o adultos. Participamos en su formación. Los ayudamos o los perjudicamos en esa búsqueda. Estamos intrínsecamente conectados con ellos en su proceso de conocimiento.

Podemos contribuir a su fracaso con nuestra incompetencia, mala preparación o irresponsabilidad. Pero también podemos contribuir con nuestra responsabilidad, preparación científica y gusto por la enseñanza, con nuestra seriedad y nuestro testimonio de lucha contra las injusticias, a que los educandos se vayan transformando en presencias notables en el mundo.
Paulo Freire


Hace un año, se realizó un pequeño homenaje, con motivo del Día del Maestro, a todos los que dedican su vida a enseñar a las niñas, los niños y jóvenes de México y el mundo. El homenaje consistió en presentar algunas ideas importantes de Paulo Freire sobre las cualidades indispensables que los profesores deberían tener: alegría de vivir, amorosidad, tolerancia, seguridad, capacidad de decidir, justicia y, por supuesto, valentía y humildad que conducen a escuchar al otro y dialogar.

Para Freire, mediante el diálogo, el educador ya no es sólo el que educa sino que también es educado, ambos, profesor y alumno viven el proceso educativo en comunión. La educación se convierte así en una práctica de la libertad que propicia la integración y niega el aislamiento del hombre.

Es importante seguir leyendo, releyendo, revisando y compartiendo el conocimiento de quien recurriendo al diálogo brindó un camino nuevo para la relación entre los profesores y alumnos. Esta vez compartimos “El primer día de clases”, la quinta carta en el libro Cartas a quien pretende enseñar, en donde se abordan con amplitud dos de las cualidades fundamentales para los maestros: la valentía, condición que implica la superación del miedo de enfrentarse a los alumnos, y la humildad, indispensable para entablar un diálogo fructífero con quien se pretende educar. Leamos entonces al conocido como el pedagogo de la esperanza y sigamos reflexionando sobre el acto de educar.


Ahora me gustaría entregarme, no con espontaneísmo pero sí con espontaneidad, a una serie de problemas con los que de vez en cuando se enfrenta la maestra, no sólo la inexperta, sino también la experimentada, y a los que tiene que dar respuesta. No es que al escribir esta carta pase por mi ánimo tener yo la respuesta a los problemas o dificultades que iré señalando, pero tampoco que crea no tener una sugerencia útil para dar, resultado de mi experiencia y de mi conocimiento sistematizado. […]

No posee la verdad; este libro contiene verdades y mi sueño es que ellas, provocando o desafiando las posiciones asumidas por sus lectores, los comprometan en un diálogo crítico que tenga como campo de referencia su práctica, así como su comprensión de la teoría que la fundamenta y los análisis que hago aquí. Jamás he escrito hasta hoy ningún libro con la intención de que su contenido fuese deglutido por sus posibles lectores y lectoras. Por eso es que en una de las cartas he insistido tanto en el indeclinable papel del lector en la producción de la inteligencia del texto.


Comenzaré por presentar la situación de quien, por primera vez, se expone por entero a los alumnos. Difícilmente estará ese primer día libre de inseguridades, de timidez o inhibicio inhibiciones, principalmente si la maestra o el maestro más que pensarse inseguros se encuentran realmente inseguros, y se sienten alcanzados por el miedo de no ser capaces de conducir los trabajos ni de sortear las dificultades. En el fondo, de repente, la situación concreta que ella o él enfrentan en el salón de clase no tiene casi nada que ver con los discursos teóricos que se acostumbraron a escuchar. En ocasiones incluso existe alguna relación entre lo que escucharon y estudiaron, pero los asalta una incertidumbre demasiado grande que los deja aturdidos y confusos. No saben cómo decidir.


De hecho, el miedo es un derecho más al que corresponde el deber de educar, de asumirlo para superarlo. Asumir el miedo es no huir de él, es analizar su razón de ser, es medir la relación entre lo que lo causa y nuestra capacidad de respuesta. Asumir el miedo es no esconderlo, solamente así podremos vencerlo.


A lo largo de mi vida nunca he perdido nada por exponerme a mí mismo y a mis sentimientos, evidentemente dentro de ciertos límites. En una situación como ésta, creo que en lugar de la expresión de una falsa seguridad, en lugar de un discurso que de tan disimulador revela nuestra debilidad, lo mejor es enfrentar nuestro sentimiento. Lo mejor es decirles a los educandos lo que estamos sintiendo en una demostración de que somos humanos y limitados. Es hablarles sobre el propio derecho al miedo, que no puede ser negado a la figura del educador o de la educadora. Así como el educando, ellos tienen derecho de tener miedo. El educador no es un ser invulnerable. Es tan gente, tan sentimiento y emoción como el educando. Frente al miedo, lo que lo contraindica para ser educador es la incapacidad de luchar para sobreponerse al miedo, y no el hecho de sentirlo o no. El miedo de cómo se va a salir adelante en el primer día de clase, muchas veces frente a alumnos ya experimentados que adivinan la inseguridad del maestro novato, es por demás natural.


Hablando de su miedo, de su inseguridad, el educador por un lado va haciendo una especie de catarsis indispensable para el control del miedo, y por el otro se va ganando la confianza de los educandos. En vez de tratar de esconder el miedo con disfraces autoritarios fácilmente reconocibles por los educandos, el maestro lo manifestó con humildad. Hablando de su sentimiento se reveló y se mostró como ser humano. Testificó también su deseo de aprender con los educandos. Es evidente que esta postura necesaria de la educadora frente a los educandos y en función de su miedo requiere de ella la paz que le otorga la humildad. Pero también requiere una profunda confianza –no ingenua sino crítica– en los otros y una opción, vivida coherentemente, por la democracia. Una educadora elitista, autoritaria, de esas para quienes la democracia presenta síntomas de deteriorarse cuando las clases populares comienzan a llenar las calles con sus protestas, jamás entenderá la humildad de asumir el miedo, a no ser como una cobardía. En realidad, el hecho de asumir el miedo es el comienzo del proceso para transformarlo en valentía.

Otro aspecto fundamental relacionado con las primeras experiencias docentes de las jóvenes maestras es que las escuelas de formación, si no lo hacen, deberían estar atentas a la capacitación de las estudiantes normalistas para la “lectura” de la clase como si fuera un texto para ser descifrado, para ser comprendido.

La joven maestra debe estar atenta a todo, a los más inocentes movimientos de los alumnos, a la inquietud de sus cuerpos, a la mirada sorprendida, a la reacción más agresiva o más tímida de este o aquel alumno o alumna.


Cuando la inexperta maestra de clase media asume su trabajo en zonas periféricas de la ciudad, los gustos de la clase, los valores, el lenguaje, la prosodia, la sintaxis, la ortografía, la semántica, todo esto le resulta tan contradictorio que le choca y la asusta. Sin embargo, es preciso que ella sepa que la sintaxis de sus alumnos, su prosodia, sus gustos, su forma de dirigirse a ella y a sus colegas, las reglas con las que juegan o pelean entre sí, todo esto forma parte de su identidad cultural, a la que jamás falta un elemento de clase. Y todo esto debe ser acatado para que el propio educando, reconociéndose democráticamente respetado en su derecho de decir “menas gente”, pueda aprender la razón gramatical dominante por la que debe decir “menos gente”.


Una buena disciplina intelectual para este ejercicio de “lectura” de la clase como si fuese un texto sería la de crear en la maestra el hábito, que se transformase en gusto y no en pura obligación, de hacer fichas diarias con el registro de las reacciones de comportamiento, con anotaciones de las frases y su significado al lado, con gestos que no sean claramente reveladores de cariño o de rechazo. Y por qué no, sugerir también a los educandos una especie de juego en el que ellos, en función de su dominio del lenguaje, hagan sus observaciones sobre los gestos de la maestra, de su modo de hablar, de su humor, sobre el comportamiento de sus colegas, etc. Cada quince días se haría una especie de seminario de evaluación con ciertas conclusiones que deberían ser profundizadas y puestas en práctica. Si cuatro maestras de una misma escuela consiguiesen hacer un trabajo como éste en sus clases, podemos imaginar lo que se obtendría en materia de crecimiento en todos los sentidos entre los alumnos y las maestras.


He aquí una observación importante que debe ser realizada. Si para la lectura de textos necesitamos ciertos instrumentos auxiliares de trabajo, como diccionarios de varios tipos y enciclopedias, también para la “lectura” de las clases, al igual que para los textos, precisamos instrumentos menos fáciles de usar. Precisamos, por ejemplo, observar muy bien, comparar muy bien, intuir muy bien, imaginar muy bien, liberar muy bien nuestra sensibilidad, creer en los otros pero no demasiado en lo que pensamos de los otros. Precisamos ejercitar la capacidad de observar registrando lo que observamos. Pero el registrar no se agota en el puro acto de fijar con pormenores lo observado tal como se nos dio. También significa arriesgarnos a hacer observaciones críticas y evaluadoras a las que no debemos, sin embargo, prestar aires de certeza. Todo este material debe ser siempre estudiado y reestudiado por la maestra que lo produce y por los alumnos de su clase. A cada estudio y a cada reestudio que se haga se les van haciendo ratificaciones y rectificaciones mediante el diálogo con los educandos. Cada vez más, la “clase como texto” va adquiriendo su “comprensión” producida por sí misma y por la educadora. Y la producción de la comprensión actual abarca la reproducción de la comprensión anterior, que puede llevar a la clase hasta un nuevo conocimiento, a través del conocimiento del conocimiento anterior de sí misma.


No temer a los sentimientos, a las emociones, a los deseos, y trabajar con ellos con el mismo respeto con que nos entregamos a una práctica cognoscitiva integrada con ellos. Estar prevenidos y abiertos a la comprensión de las relaciones entre los hechos, los datos y los objetos en la comprensión de la realidad. Nada de eso puede escapar de la tarea docente de la educadora en la “lectura” de su clase, con la que manifiesta a sus alumnos que su práctica docente no se limita sólo a la enseñanza mecánica de los contenidos. Y aún más, que la necesaria enseñanza de esos contenidos no puede prescindir del conocimiento crítico de las condiciones sociales, culturales y económicas del contexto de los educandos. […]


“¿Acostumbras soñar?”, preguntó cierta vez un periodista de televisión a un niño de diez años, trabajador rural, en el interior de San Pablo. “No”, le dijo el niño sorprendido por la pregunta, “yo sólo tengo pesadillas”.


El mundo afectivo de ese sinnúmero de niños es un mundo roto, casi deshecho, vidriería hecha añicos. Por eso mismo esos niños precisan maestras y maestros profesionalmente competentes y amorosos, y no simples tíos y tías.

No hay que tenerle miedo al cariño, no hay que cerrarse a la necesidad afectiva de los seres impedidos de ser. Sólo los mal amados y las mal amadas entienden la actividad docente como un quehacer de insensibles, llenos de racionalismos a un grado tal que se vacían de vida y de sentimientos. […] menos malo, no tenemos por qué distinguir entre acciones modestas o retumbantes. Todo lo que se pueda hacer con competencia, lealtad, claridad, persistencia, en la dirección de sumar energías para debilitar las fuerzas del desamor, del egoísmo, de la maldad, es importante. En este sentido, es tan válida y necesaria la presencia de un líder sindical en una fábrica, explicando la razón de ser de la huelga en marcha en la madrugada y frente a los portones de la empresa, como indispensable es la práctica docente de una maestra que en una escuela de la periferia habla a sus alumnos sobre el derecho a defender su identidad cultural. El líder operario en el portón de la fábrica y la maestra en el salón de clase, ambos tienen mucho que hacer. […]


Es necesario que la maestra o el maestro dejen volar de manera creativa su imaginación, obviamente en una forma disciplinada. Y esto desde el primer día de clase, demostrando a sus alumnos la importancia de la imaginación en nuestras vidas. Ésta ayuda a la curiosidad y a la inventiva del mismo modo que impulsa a la aventura sin la cual no crearíamos. La imaginación naturalmente libre, volando o caminando o corriendo suelta. En el uso de los movimientos del cuerpo, en la danza, en el ritmo, en el dibujo, en la escritura, desde el mismo instante en que la escritura es preescritura, garabato. En la oralidad y en la repetición de los cuentos que se reproducen dentro de su cultura. La imaginación que nos lleva a sueños posibles o imposibles siempre es necesaria. Es preciso estimularla en los educandos, usarla en el “diseño” de la escuela con la que ellos sueñan. ¿Por qué no poner en práctica dentro del salón de clase una parte de la escuela con la que sueñan? ¿Por qué al discutir la imaginación o los proyectos no les subrayamos a los educandos los obstáculos concretos, aunque algunos sean por el momento insuperables, para la realización de su imaginación? ¿Por qué no introducir conocimientos científicos que directa o indirectamente se hayan relacionado con pedazos de su imaginación? ¿Por qué no enfatizar el derecho a imaginar, soñar y luchar por el sueño? Porque la imaginación que se entrega al sueño posible y necesario de la libertad tiene que enfrentarse con las fuerzas reaccionarias que piensan que la libertad les pertenece como un derecho exclusivo.


Al fin y al cabo es preciso dejar bien claro que la imaginación no es ejercicio de gente desconectada de la realidad, que vive en el aire. Por el contrario, al imaginar alguna cosa lo hacemos condicionados precisamente por la falta de lo concreto. Cuando el niño imagina una escuela alegre y libre es porque la suya le niega la libertad y la alegría. […]


La cuestión de la sociabilidad, de la imaginación, de los sentimientos, de los deseos, del miedo, del valor, del amor, del odio, de la pura rabia, de la sexualidad, del conocimiento nos conduce a la necesidad de hacer una "lectura" del cuerpo como si fuese un texto, en las interrelaciones que componen su todo.


Lectura del cuerpo con los educandos, interdisciplinariamente, rompiendo dicotomías, rupturas inviables y deformantes. Mi presencia en el mundo, con el mundo y con los otros implica mi conocimiento entero de mí mismo. Y cuanto mejor me conozca en esta entereza, tanto mayores posibilidades tendré, haciendo historia, de saberme rehecho por ella. Y porque haciendo historia y sien do hecho por ella, como ser en el mundo y con el mundo, la "lectura" de mi cuerpo como la de cualquier otro ser h u mano implica la lectura del espacio. En este sentido, el espacio de la clase, que alberga los miedos, los recelos, las ilusiones, los deseos y los sueños de las maestras y de los educandos, debe constituirse en objeto de “lectura” de aquélla y de éstos, como enfatiza Madalena Freire Weffort.


Un espacio de la clase que se extiende al del recreo, al de las inmediaciones de la escuela, al de toda la escuela. Queda claro el absurdo del autoritarismo cuando concibe y determina que todos esos espacios escolares pertenecen por derecho a las autoridades escolares, a los educadores y educadoras, y no sólo porque son gente adulta, pues también son gente adulta las cocineras, los cuidadores, los agentes de seguridad, que no son más que simples servidores de esos espacios que no les pertenecen, como no les pertenecen a los educandos. Es como si los educan dos estuviesen apenas en ellos y no con ellos.

Es preciso que la escuela progresista, democrática, alegre, capaz, repiense toda esta cuestión de las relaciones entre el cuerpo consciente y el mundo. Que revea la cuestión de la comprensión del mundo, en cuanto es producida históricamente en el mundo mismo, pero también por los cuerpos conscientes en sus interacciones con él. Creo que de esa compresión resultará una nueva manera de entender lo que es enseñar, lo que es aprender, lo que es conocer, de la que Vygotsky no puede estar ausente.





Texto tomado de Freire, Paulo. “El primer día de clases” en Cartas a quien pretende enseñar, México, Siglo XXI Editores.
En
Alas para la equidad. Órgano informativo del Consejo Nacional de Fomento Educativo,
Año 4, No. 38, marzo-abril, 2012


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