jueves, 11 de agosto de 2011

Informar e implicar a los padres

¿Por qué los alumnos aprenden poco? ¿Por causas aúlicas? ¿De la escuela? ¿De su entorno familiar? ¿O son mandatos sociales? Al docente se lo prepara para trabajar en el aula, pero ¿El resto?
El siguiente texto es de autoría de Philippe Perrenaud y describe una de las nuevas competencias para enseñar, la de implicar e informar a la familia.

En la historia de la escuela del siglo xx, los historiadores quizás retendrán un único acontecimiento remarcable: la irrupción de los padres como colaboradores de la educación escolar. Padres corrientes, añadirá el sociólogo: es seguro que los notables controlan la escuela desde su fundación y nunca se han privado, a través de los parlamentos, los ayuntamientos, las comisiones escolares y otras formas menos honestas de influencia, de hacer que tenga lugar, luego de conservar, una escuela según sus deseos. Desde hace mucho tiempo han coexistido, desde la primera infancia, dos vías de escolarización compartimentada, la escuela primaria para los niños de clases populares y las «pequeñas clases de los institutos» para los niños de la burguesía, las cosas estaban más claras. Los burgueses controlaban directamente su escuela, ya fuera privada o pública y de forma indirecta la escuela popular, a través de los ayuntamientos, el Estado o la Iglesia.

Desde que se unificó el sistema, en general entre finales del xix y principios del xx, todos los niños pasan por la escuela primaria, en principio «la misma para todos», sobre todo si se trata de la enseñanza pública. La escolaridad obligatoria ha constituido una máquina formidable de desposeer a los padres de su poder educativo, para «hacer pasar por el aro» a los buenos creyentes, luego a los buenos ciudadanos, más tarde a los buenos trabajadores y a los buenos consumidores. El niño ha dejado de pertenecer a su familia. La ley obliga a los padres no sólo a atender a la educación de sus hijos, sino a ceder una parte a la escuela. Las leyes más «liberales» no imponen la escolarización, sino la enseñanza; sabemos que esta libertad es una ficción para todos los padres que no disponen de los medios para dar ellos mismos o pagar a sus hijos una enseñanza especial calcada a los programas escolares. Con el transcurso de las modificaciones de las leyes escolares, las cosas se dicen de un modo menos cruel, los textos dan a los padres más derechos: derecho a entrar en la escuela, a estar informados, asociados, a ser consultados; derecho a participar en la gestión de las instituciones. Los textos más hipócritas afirman que la escuela «secunda a la familia en la educación de los hijos». Se guardan mucho de hacer hincapié en que esta «asistencia» no es negociable, nada tiene que ver con una respuesta a una necesidad de ayuda. Desde este punto de vista, la escuela no es un simple servicio, que haría frente a una demanda social, como las guarderías. Los padres tienen interés en esperar de la escuela exactamente lo que ofrece, porque a falta de ello, la escuela se lo impondrá de todos modos. Así pues se adaptan, no sin desarrollar varias artimañas y estrategias de actores cuando no tienen otra opción.

¿Por qué se ha hecho la escuela obligatoria? A nadie se le ocurriría hacer la respiración obligatoria, puesto que cada cual tiene espontáneamente necesidad de respirar. La escuela se ha vuelto obligatoria porque los niños no tenían ganas de ir de forma espontánea, ni los padres necesidad de confiarle a sus hijos. Preferían que se quedaran con ellos, sobre todo para hacerlos trabajar desde la edad más temprana. La escolarización obligatoria ha arrancado a los niños de su familia, desde los seis años, por razones más o menos honestas. Por un lado, se trataba de garantizar su aprendizaje, protegerlos de la explotación, el maltrato y la dependencia. Por otro lado, el propósito era moralizar su educación, mediante la educación cívica, la higiene, la disciplina, pero también normalizarla, empezar por el aprendizaje de una lengua escolar que no era la lengua hablada en la familia en el día a día. En Parler croquant(í\ habla del paleto), Duneton (1978), se muestra la violencia lingüística de la escuela obligatoria en Francia, que combate el dialecto en beneficio de lo que Balibar y Laporte (1974) llaman el «francés nacional», lengua de Francia y las élites.

En la actualidad, si se suspendiera la obligación legal de asistir a la escuela, es probable que la inmensa mayoría de los padres enviaran de todos modos a los hijos. Hoy en día, casi todos los padres han asistido a la escuela durante algunos años y han aprendido como mínimo una cosa: ¡sin enseñanza, ni diploma, ni salud! El 77°/o de los padres de alumnos de la escuela primaria de Ginebra piensan que «la escuela tiene una importancia capital para el futuro de los hijos» (Montandon, 1991, p. 107). Develay (1998) tiene en cuenta su disposición para informarse y formarse para ayudar mejor a sus hijos. Sin embargo, ninguna sociedad desarrollada hasta ahora se ha arriesgado, ni planteado seriamente, devolver a las familias la entera responsabilidad de la educación de sus hijos...

En general, la institución escolar ya no tiene necesidad de ejercer una obligación sin fiorituras, incluso le interesa usar un eufemismo, arreglárselas para que sólo aparezca excepcionalmente a ojos de todo el mundo, de modo que cree la ilusión de que la escolaridad únicamente responde a la demanda de las familias. De modo que el funcionamiento de la escuela, si no se para mucha atención, podría sugerir un «libre consumo». Si la obligación persiste, parece manifestarse en el entorno de los niños, como si todos los adultos implicados estuvieran de acuerdo en la necesidad absoluta de ir a la escuela, por lo tanto llegar a la hora, ser educado y estar atento, trabajar bien, hacer los deberes, tener los instrumentos de trabajo, etc. Una persona poco observadora vería, en la relación entre los padres y los profesores, una figura especial de su relación con todos los que se ocupan de sus hijos: peluquero, médico, dentista, dietista, entrenador deportivo, profesor de música o de baile, etc. Imaginaría que los padres, al no tener las competencias o el tiempo necesario para cuidar o educar ellos mismos a sus hijos, delegan gustosamente esta tarea a profesionales más disponibles y cualificados. El diálogo con estos profesionales, una vez se ha definido la tarea, llevaría a la organización de los horarios, las disciplinas que se deben respetar, la buena voluntad que hay que mantener en el niño.

Por un lado, las relaciones entre padres y profesores funcionan sin duda sobre este modelo: una madre y un profesor de piano pueden debatir sobre la mejor manera de hacer aprender el solfeo a un niño que no tiene ganas, del mismo modo que esta madre puede discutir con una profesora la mejor manera de enseñar a leer al mismo niño. Volvemos a encontrar aquí la cohesión del team de los adultos (Besozz¡, 1976), interesado en hacer el bien a los niños, Incluso a pesar de ellos (Miller,
1984). Pero esto sólo sucede así si hay un acuerdo global entre el programa de la escuela y las intenciones y los valores educativos de los padres. Cuando estos no otorgan la misma importancia que la escuela a los aprendizajes, o no suscriben sus ritmos, sus procesos disciplinarios -castigos, reprimendas, etc.-, sus métodos o la relación pedagógica instaurada, comprenden enseguida que el diálogo no es igualitario (Montandon y Perrenoud, 1994). Entre padres y un profesor de natación o violín, puede haber divergencias sobre los contenidos de la formación, los métodos de trabajo o la relación. Un profesor de arte o de deporte pide en general una cierta autonomía, rehusa que los padres observen o controlen sus mínimos gestos. Sí estos insisten, acaba por decirles: «Buscaros a otro, yo no trabajo en estas condiciones». Los padres distantes pueden decir: «Vuestra forma de hacer no nos conviene». Lo que puede poner fin a una regulación, o a una separación.

Entre profesores y padres, la relación no es tan sencilla. Los padres no son simples usuarios, no tienen el poder de renunciar a la escolaridad. Los más afortunados o los más hábiles pueden pedir y obtener un cambio de clase o escuela. En algunos países, la coexistencia de varias redes compitiendo crea alternativas. La existencia de un sector privado, confesional o comercial, permite elegir su escuela, pero esta libertad a menudo está limitada por el precio de la escolaridad y la implantación geográfica de las escuelas privadas. En la enseñanza pública, únicamente se acepta de forma excepcional un cambio de clase o de institución, por miedo a que los «consumidores de escuela» (Ballion, 1982) no transformen el campo escolar en un mercado abierto.

No podemos entender nada sobre las relaciones entre los padres y la escuela si hacemos caso omiso de la imposibilidad de escapar a lo que Berthelot (1983) ha llamado «la trampa escolar». Que el deber de informar e implicar a los padres de ahora en adelante forme parte del conjunto de condiciones de los profesores, y requiera las competencias correspondientes, no debería hacer olvidar que el derecho a la información y a la consulta no hace desaparecer la obligación escolar, que es en cierto modo una forma moderna de volverla soportable, aceptable, mediante padres ellos mismos escolarizados y que rechazan en lo sucesivo que se instruya y que se eduque a su hijo sin consultarles.

No subestimemos más la diferencia entre los textos que defienden el diálogo, y la relativa cerrazón de una parte de los profesores a los deseos o a las críticas de los padres. Los textos los han propuesto magistrados, pedagogos, o altos funcionarios, a veces los han adoptado parlamentarios. Ahora bien, resulta más sencillo afirmar principios que vivirlos en el día a día: los ministros defienden gustosamente el derecho a la diferencia y llaman a la tolerancia, pero no viven amontonados en viviendas de protección oficial, en contacto con otras cultura, otros modos de vida. Asimismo, el diálogo con los padres es fácil de asumir en lo abstracto, mientras que en el día a día, cuando la confianza no acude en el momento deseado, cuando se choca con prejuicios, sospechas, críticas continuadas o maniobras desleales, la tentación de cerrar el diálogo es muy real.

Son los profesores quienes, en el día a día, encarnan el poder de la escuela, el carácter obligatorio de sus horarios, sus disciplinas, los «deberes» que la escuela asigna, normas de excelencia, de la evaluación y la selección resultantes. Los profesores parecen ser los primeros autores, incluso los responsables, de «lo que la escuela hace a las familias» (Perrenoud, 1994b). En primera línea, son ellos quienes están obligados a enfrentarse a la agresividad, a la crítica de los programas, a las palabras severas o irónicas sobre la inanidad de las reformas, a las protestas frente a las exigencias de la escuelas, a las comparaciones injustas entre instituciones o entre profesores, a las maniobras de personalidades o clanes para ganar el pleito contra toda razón.

Por consiguiente, podemos entender que no todos los profesores vivan con alegría el diálogo con los padres. Algunos lo temen o ya no creen en él, heridos por palabras desafortunadas o procedimientos hipócritas. Nadie es responsable de los padres, de todos los padres, incluso las asociaciones más representativas. Nadie puede evitar que algunos, aquellos que no actúan honradamente, perviertan el conjunto de relaciones, alimentando la desconfianza recíproca. Las relaciones entre grupos pesan sobre los individuos (Doise, 1976, 1979). Los profesores aparecen como portadores, lo quieran, lo sepan o no, de un poder institucional que les sobrepasa, e hipoteca sus iniciativas personales. Por otro lado, los padres llevan el peso, de forma individual, de su número y los abusos de una minoría. Que el diálogo desde entonces sea imposible, en todas partes, y a menudo desigual y frágil, ¿a quién podría sorprenderle?

Estos cuantos recordatorios demuestran que sería absurdo hacer de las relaciones entre las familias y la escuela una simple cuestión de competencias. Sin embargo, por ambas partes, un aumento de competencias podría ayudar a establecer o mantener el diálogo. Ahí donde las cosas van bien, en general se observa una capacidad bastante grande de cada colaborador para tener en cuenta el punto de vista y los deseos del otro.

La mayoría de asociaciones y numerosos padres demuestran una gran inteligencia, al entender, por ejemplo, que algunas reacciones de defensa de los profesores expresan su falta de confianza en lo que hacen, su miedo a encontrarse en dificultades, así como una voluntad de tener a los padres al margen de todo lo que ocurre en clase. Cuando los colaboradores entienden que el diálogo solamente dura si cada uno comprende el punto de vista del otro y no lleva sus deseos más allá de lo razonable, cada uno descubre que la colaboración no sólo es posible, sino productiva, lo cual aumenta la confianza mutua. Por desgracia, al lado de semejantes círculos virtuosos, conocemos demasiados círculos viciosos donde la desconfianza de uno refuerza los mecanismos de defensa de los otros y al revés. Las competencias de los padres y sus asociaciones son muy importantes, pero no sabríamos exigirlas, incluso si podemos esperar asociaciones que transmitan habilidades a sus nuevos miembros, para evitar una eterna vuelta a empezar con los mismos «errores». ¿Por qué sería terrible que los «nuevos padres» manifestaran un máximo de ingenuidad, intransigencia o ineptitud? Los padres más experimentados y la cultura de las asociaciones de padres pueden evitar las desviaciones más clásicas.

Falta que, en la cuestión, los profesores valoren ser los profesionales. Por esta razón, les corresponde hacer la mayor parte del trabajo de desarrollo y mantenimiento del diálogo. Algunos viven esta asimetría como algo injusto y esperan de los padres que hagan tantos esfuerzos como ellos. Este deseo de reciprocidad resulta comprensible, pero no es realista: los padres de hoy en día tienen pocos hijos, a los que consideran como la niña de sus ojos. Ser padres de alumnos es para ellos una condición nueva, para algunos un verdadero «oficio», que descubren sin haber tenido la ocasión de reflexionar o formarse. Cada año su hijo crece, cambia de clase. Deben adaptarse a un nuevo programa, otras exigencias, nuevas formas de enseñar, un estilo de comunicación diferente. Si su nivel de instrucción, su ética, su práctica de la negociación, su experiencia del mundo laboral o su personalidad los predisponen a adaptarse a este calidoscopio de exigencias y actitudes, a entrar fácilmente en diálogo, a hacer preguntas y defender su punto de vista, ¿quién se quejaría? Pero la escuela, sobre todo cuando es obligatoria, debe relacionarse con todos los niños y todos los padres, en su diversidad, incluso desde el punto de vista de sus capacidades de comunicación y su adhesión al proyecto de instruir a sus hijos.

Estos cuantos elementos de reflexión, recordados demasiado deprisa, bastan para indicar que dialogar con los padres, antes de ser un problema de competencias, es una cuestión de identidad, de relación con el oficio, de concepción del diálogo y del reparto de tareas con la familia. ¿De qué serviría tener competencias para un diálogo del que no vemos ni el sentido, ni la legitimidad? Por el contrario, el control de situaciones permite considerarlos de un modo más sereno, sin ponerse en seguida a la defensiva. La capacidad de comunicarse tranquilamente con los padres no puede bastar para convencer a un profesor para que se adhiera al origen de semejante diálogo. Esta capacidad le protege por lo menos de la tentación de rechazar o menospreciar este diálogo por la sola razón de que le tiene miedo...
Informar e implicar a los padres es pues a la vez una consigna y una competencia. El referencial adoptado aquí retiene tres componentes de esta competencia global:
.  Fomentar reuniones informativas y de debate.
.   Conducir reuniones.
.  Implicar a los padres en la construcción de los conocimientos.

No olvidemos que detrás de estas formulaciones muy «razonables» se esconden actitudes y valores, sobre un fondo de relaciones de poder y miedos mutuos. Insistiré pues en las competencias de análisis de la relación y situaciones como mínimo, así como en habilidades en apariencia «más prácticas». Ser a la vez padre y profesor puede resultar una fuente de «decentración» saludable (Maulini, 1997a). Como no se trata de un paso obligado, la formación de los profesores debería garantizar a todos lo que la experiencia de vida sólo da a unos cuantos.

Fomentar reuniones informativas y de debate
Los padres y madres que asisten a una «reunión de padres» saben o descubren que no es el momento ideal para arreglar casos particulares. Sin embargo, cuando la situación de su hijo les preocupa realmente, pueden sentirse tentados a hablar de ello a través de un problema general: demasiados, o no los suficientes, deberes en casa, disciplina demasiado estricta o demasiado laxa, cuadernos escolares demasiado prolijos o demasiado elípticos, evaluación demasiado autoritaria o demasiado generosa, vida en clase demasiado animada o demasiado controlada, actividades demasiado serias o demasiado divertidas... Es una de las dificultades del profesor: descodificar, bajo propósitos de apariencia general, las preocupaciones particulares y tratarlas como tales si no justifican un debate global.

Por esta razón la primera competencia de un profesor es evitar organizar reuniones generales cuando los padres tienen ante todo preocupaciones particulares. Lo cual lleva a prever reuniones:
. Bien al principio del año escolar, cuando se trata de descubrir los deseos y presentar el sistema de trabajo, mientras que la mayoría de padres no tienen todavía razones para preocuparse por su hijo.
. Bien claramente más tarde, cuando el profesor se haya reunido con ellos de forma individual y haya respondido a las preguntas y las preocupaciones que no afectan al conjunto de la clase.

Evidentemente no existe la regla infalible. Formulemos más bien un principio: más vale no organizar una reunión cuando se presiente que será el único lugar donde surjan las angustias y los descontentos particulares y tratarlos primero en un marco más apropiado.

Incluso cuando los padres han podido, si lo deseaban, tener una reunión a solas con el profesor, una reunión de padres a menudo sigue siendo percibida como un campo de minas. Es muy poco habitual que, de una veintena de padres y madres reunidos en la clase de su hijo, todos tengan una relación completamente serena con la escuela. En el seno de las familias, la escolaridad de los hijos a menudo se vive de un modo muy emocional, entre inquietudes y grandes esperanzas. Incluso cuando el fracaso escolar no amenaza en absoluto al niño, los padres pueden temer por su agotamiento, su socialización, sus relaciones, desarrollar fantasmas respecto a lo que vive en un mundo que escapa completamente a su control: la clase, pero también los pasillos, el patio, el camino a la escuela. A menudo no hace falta gran cosa para hacer saltar el polvorín.

En las relaciones con los padres, una de las competencias más importantes de un profesor es distinguir claramente lo que proviene de su autonomía profesional, asumiéndola por completo, y lo que proviene de momentos en los que debe encargarse de adoptar una política de la educación, los programas, las reglas de evaluación o las estructuras escolares que exigen el momento y la severidad de la selección. Dejar de ser completamente solidario con la institución en la que trabaja es tan imprudente como «hacerse cargo» de todos los artículos de la ley, todas las páginas del plan de estudios, todas las reformas, todas las decisiones de la administración. Es importante que el profesor sepa situarse, primero ante sus propios ojos, luego frente a los de los padres. La agresividad aumenta cuando alimenta la confusión u oscila entre dos actitudes contradictorias. Puede asumir globalmente las grandes orientaciones del sistema educativo y hacer comprender que no es responsable de todo.

Puede, por su cuenta y riesgo, distanciarse abiertamente de aspectos definidos de la política educativa, pero los padres no pueden confiar fácilmente en un profesor que critica todo lo que se supone debe hacer, y todavía menos pueden valorar a un profesional que no manifiesta ninguna opinión personal. Así pues, la primera competencia es sentirse «bien consigo mismo», encontrar la distancia justa, el tono conveniente, no andarse con rodeos. En estas cuestiones, es importante puntualizar las cosas, decir explícitamente, cuando está justificado: «Yo no soy el interlocutor adecuado».

A continuación, sin duda es importante que el hecho de preparar y fomentar reuniones no acumule ineptitudes. Por miedo a verse desbordados, algunos profesores marean a los padres con informaciones y explicaciones y no dejan ningún espacio para el debate. Encerrarse así engendra frustración y agresividad. Por lo contrario, tampoco resulta convincente abrir una reunión diciendo: «Sabéis como trabajamos en esta clase, estoy a vuestra disposición para responder a vuestras preguntas, os escucho...». Una reunión no es una clase, pero no funciona sin un mínimo de estructura, ni sin reglas de juego. Parece sensato recordar el objetivo de la reunión, anunciar algunos temas previstos y dejar la puerta abierta a otros, alternar momentos de información y momentos de preguntas y debates.

Una de las principales competencias que construye un profesor experimentado es no sentirse «solo contra todos», percibir que hay, entre los padres, muchas diferencias y divergencias. Sin embargo, hay que resistir a la tentación maquiavélica de poner a los padres unos contra otros, para demostrar in fine que no hay nada que cambiar, puesto que, sobre cada punto, las opiniones contrarias se neutralizan. Si algunos piden más deberes, mientras que otros los encuentran demasiado pesados, resulta tentador concluir con la legitimidad del statu quo. Un profesor menos defensivo simplemente puede confiar en la diversidad para que se produzcan regulaciones espontáneamente. Esto puede ayudar a cada uno a tener en cuenta las contradicciones en las cuales la escuela se debate, sin argüir para rehusar buscar compromisos aceptables, este año, con estos padres. Es importante que un profesor sea especialmente perspicaz y delimite lo que considera negociable. Abrir el debate con la firme intención de no escuchar nada ni cambiar nada es una forma de manipulación que rara vez pasa inadvertida.

Reunir a los padres con el único propósito de explicarles que todo lo que se hace es irreprochable, ¿de qué sirve? Si la comunicación es en sentido único, si los padres comprenden que el profesor no quiere escuchar nada, ni cambiar nada, quizás vendrán a informarse, sabiendo que no participarán ni se les consultará. Algunos se alegran, otros no. Hoy en día todavía, muchos padres protestan interiormente, consideran que no se les escucha, pero no se movilizan para obtener un trato mejor, a veces por miedo de que sus hijos sufran las consecuencias, a menudo porque no merece la pena. El desarrollo de las asociaciones de padres hace esta resignación cada vez menos posible: cada vez resultará más difícil evitar reunir a los padres o reunirlos únicamente para explicarles que todo va bien, sin abrir un debate contradictorio.

Más allá de las habilidades a la hora de conducir una reunión -que podrían apoyarse en varios instrumentos de animación y varios dispositivos, entre los cuales las reuniones con los alumnos-, la competencia básica del profesor proviene de la imaginación sociológica: los padres ocupan otra posición, tienen otras preocupaciones, otro punto de vista sobre la escuela, otra formación, otra experiencia de la vida. Así pues, a priori no pueden entender y compartir todos los valores y representaciones del profesor. Sería ingenuo esperar de la mayoría de los padres el esfuerzo de decentración y la responsabilidad que se puede esperar de un profesional formado y experimentado. Además, son muy diferentes los unos de los otros. Cada uno es el producto de una historia real, una cultura, una condición social, que determinan su relación con la escuela y el conocimiento. ¡La competencia de los profesores consiste en aceptar a los padres tal como son, en su diversidad!


Conducir reuniones
No nos encerremos en los aspectos técnicos. Por supuesto, una reunión se prepara, el ambiente y el resultado dependen en parte de la manera de provocarla, de definir su objetivo, de iniciarla, de hacer que los interlocutores se sientan cómodos. Convocar a los padres de forma autoritaria y tratarlos como acusados en el tribunal no sería instaurar un diálogo de igual a igual. Algunos profesores cultivan una asimetría semejante en la relación, de modo que no debe sorprender el hecho de que los padres se sientan tratados como alumnos. Aquí, sin embargo, como en el marco de las reuniones, las ineptitudes, de ambas partes, ponen de manifiesto más miedos que malas intenciones o menosprecio. De nuevo, la competencia principal es saber situarse claramente.

Si las reuniones con los padres piden competencias, es que normalmente suponen un desafío. Idealmente, los padres y los profesores deberían reunirse de manera regular, preferentemente con el niño, sólo para analizar la situación, por el simple hecho de que comparten una responsabilidad educativa. En algunas clases, las relaciones con los padres funcionan sobre este modelo, el encuentro es pues una rutina, que completa las reuniones, la correspondencia, las clases abiertas. Este modo de hacer pide una gran disponibilidad y una gran convicción. Por falta de tiempo, en la mayoría de clases, hay una reunión con los padres únicamente cuando se plantea un problema.

Algunas reuniones las suscita el profesor, que tiene «necesidad» de reunirse con los padres para informales de su inquietud, movilizarlos, regañarlos o prepararlos para lo peor. Los padres se encuentran entonces en posición de debilidad: imaginan con o sin razón que se les va a responsabilizar de las dificultades o la mala conducta de su hijo y se les dará a entender que le han dado una educación demasiado laxa, que carecen de autoridad o, lo que hiere más todavía, que el niño es su imagen, indisciplinado, perezoso, agresivo, mal educado, sexista o no muy listo... Incluso cuando las inquietudes se formulan con cortesía, vigilando no herir, con la esperanza de una cooperación, ¿cómo no imaginarse que los padres se sentirán incómodos? Algunos adoptarán la actitud humillada, se disculparán, otros reaccionarán con más agresividad o se darán a la fuga. La competencia es pues, por parte del profesor, hacer lo posible para no situar a los padres en una posición de debilidad, aplicando esta vieja máxima: «Tratémoslos por igual con tal que se vuelvan así».

Sin duda resulta difícil creer que los padres no son en absoluto responsables, directa o indirectamente, de las dificultades de sus hijos y todavía más de sus formas de ser. Hace falta un gran conocimiento para darse cuenta de que esta ficción es innovadora, que libera a los padres del hecho de tener que justificarse o disculparse, y por lo tanto los constituye en verdaderos colaboradores, en un juego cooperativo. En resumen, en este caso hipotético, la competencia consiste sobre todo en no abusar de una posición dominante, por lo tanto, controlar la tentación de culpar o juzgar a los padres. El trabajo sobre uno mismo y su relación con los otros resulta pues más útil que la habilidad de conducir una reunión.

También puede darse el caso de que quienes pidan una reunión sean los padres que tienen dudas o quejas que formular. El profesor se halla entonces en la posición de acusado. Si se presenta como un profesional competente, en plena posesión de sus medios, los padres no le reservarán la indulgencia que quizás tendrían para un debutante o un profesor que pasa por un mal momento. Sin embargo, las críticas y preguntas a menudo se verán suavizadas. Únicamente los padres más instruidos, seguros de su derecho, que pertenecen a la clase media o alta, se atreven en general a responsabilizar directamente a los profesores y decirles lo que provoca su desacuerdo o su cólera. Entonces atacan con violencia y no es extraño oír a los profesores quejarse de la agresividad o la arrogancia de algunos padres que «se creen con derecho a todo». La experiencia enseña entonces a darse tono más que intentar metacomunicar para dirigir una regulación concertada de la relación.

Dejar pasar la tormenta es una forma de competencia. Podemos dudar de que ésta contribuya a un diálogo constructivo. Esta competencia más bien destaca estrategias defensivas (Favre y Montandon, 1989, p.139):
Un número nada desdeñable de profesores, más bien una mayoría de ellos, se esfuerzan para delimitar con cuidado su propio territorio y protegerlo de posibles intrusiones por parte de los padres, más que considerar los conflictos de territorios y objetivos como inevitables, incluso deseables, para un mejor ajuste de la acción de cada uno. Todo sucede como si el territorio de unos y otros no fuera ni pudiera ser objeto de ningún litigio, como si hubiera sido definido una vez por todas el día en que se instituyó la escuela obligatoria...

Las competencias necesarias de un verdadero profesional consisten más bien en no poner toda su energía en defenderse, en rechazar al otro; sino, al contrario, en aceptar negociar, escuchar y comprender lo que los padres tienen que decir, sin por ello renunciar a defender sus propias convicciones. Aquí incluso, las competencias no valen nada, si no pueden apoyarse en una identidad, una ética y una forma de valentía...

Implicar a los padres en la construcción de los conocimientos
Aquí trataremos un aspecto un poco diferente. «Implicar a los padres en la construcción de los conocimientos» no se limita a invitarlos a representar su papel en el control del trabajo escolar y fomentar en sus hijos una «motivación» para tomarse en serio la escuela y aprender. ¡Esta orden, transmitida por cada profesor, puede convertirse en ensordecedora y producir la finalidad contraria! Y sobre todo, si enmascara el papel decisivo de los padres en la relación con el saber.
Tampoco se trata, o no únicamente, de implicar a los padres en el trabajo escolar, haciendo una «clase abierta», movilizándolos en talleres para facilitar la comunicación, excursiones, espectáculos, invitándoles a presentar su oficio o una pasión o pidiéndoles una cooperación activa e inteligente en los deberes para hacer en casa.

Todo esto sin duda favorece el diálogo. Sin embargo plantea un problema de fondo: ¿cómo se hace para que los padres no supongan un obstáculo en los aprendizajes escolares? La pregunta puede parecer absurda: ¿la mayoría de los padres no sienten un inmenso deseo de que su hijo tenga éxito en la escuela? ¿Por qué deberían suponer un obstáculo en sus aprendizajes? A esta objeción, se puede responder sugiriendo la existencia de una minoría de padres que no están de acuerdo con la obligación escolar y no cumplen los deseos de la escuela. Hay padres que pretenden convencer a su hijo de que se quede en casa, para que descanse o se cuide, con la misma convicción con que otros lo utilizan para persuadir de que no se puede faltar a la escuela bajo ningún pretexto. Algunos padres minimizan o combaten las opiniones de la escuela, mientras que otros las dramatizan y las exageran. Algunos no ven el interés de estudiar, mientras que otros se ponen enfermos ante la simple idea de que su hijo no pueda acceder a la enseñanza superior. Todos los padres no cooperan en la misma medida en el proyecto de instruir a su hijo, ni piensan con la misma convicción de que es «para su bien» y que esto justifica que pase tantos años de su vida en clase. En cuanto a las actitudes y las estrategias educativas (Kellerhals y Montandon, 1991), los profesores consideran pues, con razón, que tienen a algunos padres como aliados incondicionales, otros como escépticos, incluso como adversarios más o menos declarados.

Resulta más difícil entender cómo los padres, deseosos de que su hijo tenga éxito, podrían suponer directamente un obstáculo en sus aprendizajes. Sin embargo, esto es lo que sucede, generalmente de forma involuntaria, y preocupa a una parte de los profesores. De esta manera, numerosos padres piensan todavía que, para adquirir conocimientos, hace falta sufrir, trabajar duro, aprender de memoria, repetir palabras y apuntes, en resumen, aliar el esfuerzo y la memoria, la atención y la disciplina, la sumisión y la precisión. Los profesores que comparten este modo de ver apenas tienen problemas con estos padres. Pueden alargar los deberes, multiplicar los controles, retener a los niños después de clase, castigar e incluso pegar a los niños que no trabajan, hacer reinar el terror, dramatizar las malas notas: tendrán el apoyo incondicional de aquellos padres que piensan que sólo se aprende bajo la obligación y en el dolor. Por el contrario, los profesores que practican métodos activos y los métodos de proyecto logran la adhesión de los padres partidarios de estos enfoques y la desconfianza de los otros.

No sabríamos oponernos a ninguno de estos dos enfoques. Si deseamos democratizar la enseñanza, sólo podemos abogar por una pedagogía activa y diferenciada. Por lo tanto, en mi opinión, no existe confusión entre profesores innovadores enfrentados a padres conservadores y profesores tradicionales enfrentados a padres que desean pedagogías más abiertas y participativas. Sin embargo, desde la perspectiva de la relación con los padres, se percibe claramente la simetría de los desafíos: sea cual sea su pedagogía, un profesor tiene necesidad de que los padres de los alumnos la entiendan y estén de acuerdo con ella, por lo menos globalmente, a nivel de las intenciones y las concepciones de la enseñanza y el aprendizaje. Sin duda esta necesidad es más fuerte en las nuevas pedagogías, porque, por razones ideológicas, pero también didácticas, incitan más a movilizar e implicar a los padres. Y también porque suscitan más la ansiedad para algunos adultos, en la justa medida en que apuestan por la autonomía y los recursos del alumno.

Incluso el profesor más convencional no puede hacer su trabajo si su procedimiento no se entiende bien y es criticado por numerosos padres. ¿Hacen falta competencias para afrontar este problema? Quizás los profesores se dediquen al principio a evitarlo, eligiendo, si pueden, enseñar en un barrio donde los padres están en general de acuerdo con sus métodos. Conocemos las diferencias entre las clases populares y las burguesas. Existen otras, más sutiles. Así es como las nuevas clases medias trabajadores de profesiones de lo humanoson más favorables a nuevas pedagogías que las clases medias tradicionales, artesanos y pequeños comerciantes (Perrenoud,
1996b; Maulini, 1997). En las clases favorecidas, los intelectuales no tienen en la escuela la misma relación que los dirigentes. Los profesores favorecen una complicidad privilegiada con tal o cual parte de la clase social, en función de sus opciones pedagógicas, éticas, estéticas, de su itinerario o su propio origen social. Sin embargo, cada profesor no tiene el poder de encontrar y guardar un público hecho a medida, invariablemente en armonía con sus opciones didácticas y pedagógicas. Al empezar a trabajar, a menudo se le dan las clases que nadie quiere. A continuación, un profesor no obtiene siempre el puesto deseado, ya que la competencia es feroz. Incluso si lo logra, debe desengañarse: ninguna clase es homogénea, desde el punto de vista de los deseos de los padres así como del nivel de los alumnos. Por lo que el pan de cada día de muchos profesores es contrariar a unos al mismo tiempo que se complace a los otros...

Por consiguiente, la competencia de un profesor consiste en ganarse lo antes posible la aprobación de los padres que a priori le parecen refractarios a su pedagogía... ¡sin olvidarse de los otros! Pretende, en un primer momento, no ser el blanco de críticas permanentes. Espera no hacer la tarea de los niños demasiado difícil. No es favorable para sus aprendizajes el hecho de que un alumno viva cada día un conflicto de lealtad. Si sus padres no entienden o no aceptan lo que hace en clase, minarán, a nivel verbal o no verbal, la confianza de su hijo en sus profesores. O lo que resulta todavía más molesto, intentarán corregir, compensar lo que no les convence, «haciendo la escuela en casa». Muchos alumnos se enfrentan cada día a dos pedagogías y ya no saben a qué santo encomendarse. De esta manera, si el profesor valora actividades de investigación y juegos estratégicos que los padres consideran una pérdida de tiempo, el alumno vive en tensión entre dos concepciones del aprendizaje. Algunos alumnos construyen, desde la más tierna edad, una relación autónoma con el conocimiento, que les ayuda a sobrevivir a toda clase de pedagogías escolares y familiares. A otros no les resulta tan fácil y no tienen medios para pensar por ellos mismos, sobre todo cuando se debaten entre representaciones contradictorias.

El profesor se considera, legítimamente, como un profesional cualificado, informado y formado, que se supone que sabe lo que hace. Por lo tanto, espera de los padres una confianza de base, que no siempre logra. Incluso cuando se la conceden, el profesor sabe que ésta es frágil, que el mínimo revés en los aprendizajes pueden dar vida al escepticismo del principio. Por lo tanto, no basta con reclamar la confianza como un derecho, debe ganársela explicando lo que hace y por qué. Como mínimo, pretende obtener la neutralidad benévola de los padres. Si el profesor quiere implicarles en su proceso, darles un papel activo, necesitará que se adhieran mucho más a su visión pedagógica. Si el profesor desea, por ejemplo, que los padres apoyen un enfoque constructivista, que valora el titubeo experimental, la reflexión sobre los errores, la exploración, la reflexión en voz alta, el debate, la duda, no le bastará con que los padres «no se interpongan». Deseará que intervengan en el mismo sentido que él, sin por ello «situarse en el lugar» de su hijo, sin soplarle las respuestas, sin corregirle sus errores antes incluso de que los haya cometido.

Cuantos más partidarios son los profesores de didácticas muy precisas y nuevas pedagogías, sus concepciones de la enseñanza-aprendizaje parecen más, a los ojos de muchos padres, en las antípodas del sentido común. Por esta razón, algunos padres no pueden entender fácilmente porque no resulta educativo borrar cualquier marca de error del pensamiento o cualquier forma de duda en un trabajo escrito. Su relación con el conocimiento les incita a valorar la respuesta justa, separada del razonamiento, evidente.

Presentimos que nos encontramos aquí en los límites de la influencia que puede ejercer un profesor aislado. Resulta muy difícil convencer a los padres cuyos hijos se acogen un único año, que cambian de sistema en cada vuelta a la escuela. Un diálogo más sustancial puede instaurarse entre un equipo pedagógico y el conjunto de padres implicados, puesto que la misma orientación será defendida en varias clases y durante varios años. La coherencia y la continuidad de las pedagogías tranquilizan a los padres. Si es necesario, igual que sus hijos, pueden adaptarse a procedimientos que cambian cada año. No pueden estar de acuerdo e implicarse profundamente, sobre todo si cada profesor defiende su propia concepción, sin referencia a un proyecto institucional o a una cohesión de equipo, incluso sin saber en qué medida sus compañeros piensan y hacen como él.

Tomar el pelo
Las tres entradas retenidas (fomentar reuniones de información y debate; conducir reuniones e implicar a los padres en la construcción de los conocimientos) sin duda no acaban con las formas de relaciones entre la familia y la escuela. Se podría insistir en todo lo que está en juego a través del niño, considerado como gobetween, intermediario, mensajero y mensaje entre la familia y la escuela, dos universos entre los cuales él viene y va. A este propósito, he intentado mostrar que lo esencial de la relación entre las familias y la escuela no tiene lugar en las reuniones cara a cara, sino más bien en las informaciones, los puntos de vista, los deseos, las órdenes y las quejas que circulan cada día entre los profesores y los padres a través del niño, mensajero y go-between, a merced de lo que presenta y cuenta de una parte y la otra (Perrenoud, 1994a).

Quizás se habrá entendido que la competencia no consiste en controlar toda la gama de formas de contactos -incluso esto quizás resultaría inútil-, sino construir de una forma más global una relación equilibrada con los padres, basada en esta «estima recíproca» que Goumaz (1992) sitúa en la base de la relación profesores-alumnos.
Hace diez años, a modo de burla, para poner en evidencia una de las tentaciones de los profesores, propuse «algunas fórmulas simples y baratas para tomar el pelo a los padres»:
1. Negar los hechos o minimizarlos.
2. Si resulta imposible, proponer otra interpretación, más defendible.
3. Sugerir que el interlocutor desconocía el contexto y juzga sin saber.
4. Insistir en el carácter excepcional de los hechos.
5. Admitir que hay ovejas negras y que se debe sancionar.
6. Sugerir a su interlocutor que no tiene las manos limpias.
7. Remitirlo a sus propias incoherencias o a la ausencia de consenso de su grupo.
8. Distanciarse de los compañeros ausentes.
9. Hacerse el ofendido («Vuestra falta de confianza me ofende...»).
10.  Sugerir que el interlocutor no es representativo.
11.  Insinuar que no se siente bien consigo mismo o que arregla cuentas personales.
12.  Cerrar el pico del otro refiriéndose a la bondad de los niños.
13.  Referirse a los valores fundamentales (libertad, derecho a la diferencia, respeto a la personalidad).
14.  Sugerir las contradicciones o las debilidades de la autoridad.
15.  Esconderse detrás del reglamento o el despotismo de la institución.
16.  Decir que la vida es dura para todo el mundo y pedir un poco de comprensión.
17.  Recurrir al argumento de autoridad («Sabemos lo que tenemos que hacer»).
18.  Recordar el respeto de los territorios («¡Que cada uno se meta en sus asuntos!») y referirse al sacrosanto profesionalismo.
19.  Recordar la dificultad de las condiciones laborales y funcionamiento colectivo.
20.  Dar muestra de buena voluntad y prometer hacer esfuerzos.

En resumen, saber informar e implicar a los padres es ser capaz de utilizar solamente de forma excepcional estas fórmulas, no porque se desconozcan, sino porque se rechazan deliberadamente, todavía con más facilidad porque no tenemos necesidad de ellas.
De forma más constructiva, podemos compartir la opinión de Maulini (1997c)
que afirma que una clarificación definitiva de los papeles de unos y otros es imposible, que la colaboración es una construcción permanente, que funcionará todavía mejor porque los profesores aceptan tomar la iniciativa, sin monopolizar la palabra, dando muestra de serenidad colectiva, encarnándola en algunos espacios permanentes, admitiendo una dosis de incertidumbre y conflicto y aceptando la necesidad de procesos de regulación. Vemos, mejor que nunca, que no existen competencias que no se apoyen en conocimientos, que permiten a Ia vez controlar el desorden del mundo y entender que la diversidad de opiniones y las contradicciones son indispen­ sables en los oficios humanos y, para decirlo todo, en la vida.

Extraído de
Diez nuevas competencias para enseñar
Philippe Perrenaud
Es doctor en sociología y antropología y profesor en la Universidad de Ginebra. Sus trabajos sobre la creación de desigualdades y de fracaso escolar lo han llevado a interesarse por la diferenciación de la enseñanza y, de forma más global, por el currículo, el trabajo escolar y las prácticas pedagógicas, la innovación y la formación de los enseñantes. Junto con Mónica Gather Thurler ha creado el laboratorio de investigación Innovation-Formation-Education (LIFE).
Ha desarrollado una importante producción relacionada con la formación de docentes reflexivos. Se trata de un especialista en educación profusamente leído en nuestras instituciones formadoras, tanto entre los profesores y estudiantes de los institutos de formación docente, como en la comunidad de las universidades nacionales. Sin embargo, su labor académica no se ha limitado a ese campo.
También es ampliamente conocido por su trabajo acerca de la prevención de la violencia escolar y social y del problema de las desigualdades educativas, lo cual lo transforma en un importante referente no solamente del campo de la formación sino de la producción en torno a los desafíos del sistema educativo del futuro.

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