sábado, 27 de agosto de 2011

Recomendaciones para el uso de las competencias docentes


¿Es importante determinar cuáles son las competencias docentes en nuestro tiempo? ¿Hay que establecer criterios para reconocer al buen docente? ¿Qué uso se le puede dar a esos criterios? El siguiente artículo reflexiona sobre esos temas.


Recomendaciones para el uso de las competencias docentes
Las competencias docentes son útiles para una amplia gama de propósitos, pero alcanzan su máximo potencial cuando cumplen todos los diferentes propósitos en forma simultánea. En otras palabras, la articulación de los elementos que constituyen una buena docencia ayuda al diseño de los programas de formación docente, inducción y tutoría, desarrollo profesional y evaluación docente. Todos estos propósitos son significativos, pero cuando se abordan en forma simultánea, se refuerzan entre sí.

El mecanismo a través del cual las competencias docentes constituyen un aporte a todas estas actividades profesionales diferentes es un lenguaje común. Cada profesión tiene su propio lenguaje: los términos especializados se refieren a conceptos de la profesión y, por lo tanto, ahorran tiempo y explicaciones a los profesionales. Es parte de la mitología de la educación que “cualquiera puede enseñar”, que una persona razonablemente bien educada y con buenas intenciones puede ser eficiente como maestro en el aula. Sin embargo, nunca sostenemos lo mismo con respecto a otras profesiones: por ejemplo, no decimos que cualquiera puede ser abogado o arquitecto o químico. Reconocemos que existe un cuerpo de conocimientos, compartido por los miembros de una profesión, que determina su condición de profesión.

Lo mismo es válido para la docencia. Hay mucho que aprender acerca de la buena docencia. Sin embargo, cuando los miembros de la profesión misma adoptan la posición de que no existe un conocimiento especializado, que la buena docencia es lo que cualquiera dice que es, el prestigio de la profesión se ve socavado. Los estándares de práctica contribuyen, por lo tanto, al reconocimiento por parte de todos de que la docencia es, en efecto, una profesión que, al igual que las demás profesiones, puede definirse a través de lo que sus expertos saben y hacen.

Una vez que se han definido las competencias o estándares de práctica docentes, pueden utilizarse para una serie de propósitos interrelacionados:

•     Formación docente. Es importante que los programas de formación docente inicial destaquen los aspectos importantes de una buena docencia. Estos elementos, fundados en las investigaciones acerca del aprendizaje, constituyen la base de las competencias docentes de una nación.

• Tutoría e inducción. La docencia es un trabajo extremadamente exigente y estresante durante los primeros años. Los maestros deben tomar, literalmente, cientos de decisiones cada día y deben hacerlo con rapidez. Los tutores y orientadores pueden brindar una significativa asesoría a los maestros principiantes en la profesión, tanto ayudándolos a aprender a desempeñarse en las culturas de sus nuevas escuelas como a perfeccionar su práctica. Para alcanzar su máximo potencial, estas tutorías también deben organizarse de acuerdo a las mismas competencias docentes sobre la base de las cuales fueron formados los docentes.

•     Desarrollo profesional. A medida que los docentes avanzan en su carrera profesional y se vuelven plenos miembros de la profesión, son capaces de diseñar su propio curso de aprendizaje continuo. Esta es una responsabilidad de cada profesional, incluyendo cada docente, y refleja la complejidad del trabajo. Siempre que sea posible, este desarrollo profesional debe ser dirigido por el propio profesional. Sin embargo, en ocasiones un supervisor podría sugerir la participación de un maestro en aprendizaje profesional orientado a un resultado específico. Por lo tanto, el desarrollo profesional podría ser una consecuencia directa de un sistema de evaluación docente bien concebido.

•     Evaluación. La principal actividad a la cual contribuyen las competencias docentes es la evaluación. Después de todo, las competencias reflejan el consenso profesional con respecto a los aspectos importantes de la docencia y la manera en que los maestros demuestran sus habilidades en estos aspectos de la práctica. Un sistema de evaluación riguroso, basado en las competencias, hace responsable a todo el sistema de ofrecer las condiciones óptimas para el aprendizaje de los estudiantes. Existen desafíos por superar para garantizar que las competencias docentes puedan utilizarse en forma equitativa y confiable para evaluar el desempeño docente, desde la claridad en su formulación y las decisiones acerca de los niveles de desempeño y las fuentes de evidencia, hasta la capacitación de los evaluadores. Todos estos aspectos son críticos y el sistema no puede funcionar bien a menos que se aborde cada uno de ellos. Cuando esto se haga, el sistema resultante soportará los desafíos y servirá para profesionalizar la docencia



Extraído de:
PREAL
Serie Documentos Nº 51
Competencias docentes: desarrollo, apoyo y evaluación
Charlotte Danielson
2011 Programa de Promoción de la Reforma Educativa en América Latina y el Caribe (PREAL)
Este documento puede ser descargado desde el sitio de PREAL

viernes, 19 de agosto de 2011

SEGÚN UN ESTUDIO, LA DISCRIMINACION Y LOS HOSTIGAMIENTOS SON MAYORES EN ESCUELAS PRIVADAS

El tema del Bullying ¿Afecta sólo a los sectores más humildes? ¿O a todos los sectores? El “acoso escolar” está relegado en la agenda mediática, y como se ve afecta a todos los sectores, por lo que este artículo publicado en un diario argentino, es muy interesante.

 

Los niños ricos que tienen tristeza

Una investigación de Unicef y Flacso desmitifica que los adolescentes de sectores de nivel socioeconómico bajo son más violentos. También entre chicos de niveles más altos hay más vandalismo, robos y hurtos. El estudio relevó los conflictos y la violencia en la escuela.
Por Mariana Carbajal

Cuando los alumnos secundarios sienten que los profesores les enseñan bien, que preparan las clases y que ellos aprenden, las situaciones de conflicto, violencia y maltrato en la escuela son menores. También disminuyen si los estudiantes pueden participar en el armado del régimen de convivencia. Esta es la principal conclusión de una extensa investigación de Unicef y Flacso para evaluar el clima escolar en colegios del área metropolitana. El relevamiento, que abarcó a 1690 chicos y chicas de los tres últimos años de casi un centenar de escuelas medias, públicas y privadas, de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, desmitifica que los adolescentes de sectores de nivel socioeconómico bajo son más violentos. Tampoco se verifica una mayor presencia de armas de fuego entre ellos. El estudio revela que las burlas, el hostigamiento, las actitudes discriminatorias y los tratos crueles entre compañeros son más frecuentes en las escuelas privadas y de nivel económico social (NES) alto, mientras que en las de NES más bajo se dan más situaciones de peleas con agresiones físicas. El vandalismo contra materiales y otros objetos de la escuela, los robos y hurtos, los ataques a adultos en el ámbito escolar y la falta de respeto a los profesores también ocurren con mayor asiduidad en el segmento de mayores ingresos. “Por el contrario, los alumnos de los sectores sociales más vulnerables, a pesar de convivir en un entorno más peligroso y hostil, manifiestan mayor respeto e integración hacia la institución escolar y hacia los propios compañeros que el resto de los alumnos”, se destaca en las conclusiones finales.

Hay una marcada diferencia de género: los varones aparecen involucrados “significativamente” en mayor medida que las chicas en episodios de violencia. El informe muestra también una gran brecha entre la “preocupación por sufrir un robo con violencia o amenazas en el trayecto a la escuela”, una sensación que expresa la mitad del alumnado consultado, y la realidad: sólo uno de cada nueve dijo haber sufrido un hecho de esas características durante 2009, cuando fueron entrevistados.

En cuanto al acceso en la escuela de bebidas alcohólicas y drogas por parte de los alumnos, se encontró una mayor facilidad en los sectores de NES alto, con excepción del “paco”. “Sin embargo, en las inmediaciones del colegio el acceso se torna más fácil para los sectores más vulnerables”, señaló Elena Duro, especialista en Educación de Unicef, al enumerar las conclusiones. Los resultados del estudio fueron compilados en un libro, Clima, conflictos y violencia en la escuela, que se presentó ayer ante un grupo de periodistas. Junto con Duro estuvieron Daniel Fernández y Luis D’Angelo, integrantes del Programa de Antropología Social y Política de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). El relevamiento cuenta con el apoyo del Ministerio de Educación de la Nación y fue prologado por la subsecretaria de Equidad y Calidad Educativa, Mara Brawer. El objetivo de la investigación, explicó Duro, fue “dimensionar el fenómeno”, que “muchas veces aparece en los medios de comunicación como muy frecuente”. “Tanto los docentes como los chicos que entrevistamos para la investigación señalaron que muchas veces la violencia es generada fuera del colegio. La escuela no es ajena a la realidad del país: es una caja de resonancia que absorbe las tensiones y conflictos exteriores a la vida escolar”, apuntó Duro. En ese sentido, aclaró que los especialistas hablan de violencia en la escuela y no de violencia escolar, para diferenciar los casos en los que la violencia se manifiesta en la escuela, pero no responde a situaciones producidas en el marco de los vínculos propios de la comunidad educativa. “Observamos que la escuela funciona como un dique de contención frente a la violencia que se percibe fuera de sus límites, pero no tanto”, sintetizó D’Angelo. Las realidades familiares complejas pueden disparar conflictos en la escuela. Uno de los chicos entrevistados de una escuela pública porteña expresó: “Uno se lleva mal en la casa con los padres y lo descarga en el colegio”. Otro, de un colegio privado, contó: “Tengo un amigo que por todo se caga a piñas. El papá lo cagaba a palos y por eso creo que es agresivo”.

El estudio incluyó encuestas y entrevistas en profundidad a los chicos, a las chicas, a directivos, profesores, docentes y padres de la comunidad educativa. La muestra abarcó 1690 alumnos de 93 colegios, públicos y privados del área metropolitana. Brawer destacó –en el prólogo– que los datos obtenidos son similares a los que surgieron de investigaciones realizadas por el Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas a nivel nacional, una iniciativa del Ministerio de Educación y la Universidad Nacional de San Martín.

Con relación a la percepción de la violencia (en general) en las escuelas, el informe muestra una llamativa contradicción en las respuestas: el 52 por ciento de los entrevistados considera que se trata de un “problema muy grave o grave”. Pero al ser consultado sobre ese fenómeno en su propio establecimiento, el problema tiende a ser percibido como mucho menos grave: se reducen a menos de la mitad los consultados que ven tan mal el panorama y sólo un 19 por ciento lo describe como “muy grave o grave”.

La investigación indagó sobre la presencia de diversas modalidades de violencia: por un lado, maltrato, acuso y hostigamiento entre alumnos; y por otro, agresiones físicas entre alumnos. También pesquisó la presencia de armas blancas y de fuego en las aulas. Y analizó cuáles contextos favorecen para que haya menor conflictividad y episodios de violencia en los colegios. Un 7,4 por ciento de los estudiantes dijo que fue humillado o insultado por un profesor frente a compañeros. Este tipo de hecho se registró con mayor frecuencia entre alumnos de escuelas del Gran Buenos Aires.

El estudio da por tierra con la creencia de que los jóvenes de sectores sociales más vulnerables son más conflictivos y violentos que el resto, subrayó Duro. Los resultados de la encuesta entre el alumnado muestran que ni el hurto ni el robo por la fuerza o amenaza poseen mayor incidencia entre los estudiantes de NES más bajo. Tampoco se verifica una mayor presencia de armas de fuego en esos sectores. “Las escuelas privadas de elite suelen ocultar los problemas de violencia como robos, la puesta por parte de los alumnos de una bomba o la venta dentro de su establecimiento de ravioles de cocaína. Hay que desmitificar que los mayores niveles de violencia en las escuelas se dan en aquellas a las que concurren alumnos de sectores más bajos”, consideró Duro. Por el contrario, las problemáticas vinculadas con conflictos entre adolescentes –como burlas, humillaciones, discriminaciones por diversas causas o padecimientos de actitudes crueles– “resultan más frecuentes entre alumnos de hogares de NES alto”, indicó. Si el corte se hace entre escuelas de gestión privada y pública, ese tipo de situaciones aparecen con mayor asiduidad en las primeras, de acuerdo con la investigación. Les preguntaron a los chicos y chicas si “en 2009 fueron crueles con vos” y respondieron “más de una vez” el 13,2 por ciento de los alumnos de secundarias privadas, contra el 4,3 por ciento de las públicas. En cuanto a las peleas con golpes entre compañeros, son más habituales en el ámbito estatal: contestó que son “muy frecuentes” el 11,6 por ciento del alumnado consultado en esas escuelas, contra el 3,9 por ciento de las privadas. De todas formas, Duro señaló que del total, sin distinción del tipo de colegios, entre los estudiantes un 33 por ciento reconoce que trata mal al compañero y el 29 por ciento que se burla de alguna característica del compañero, lo que habla “de un fuerte proceso de discriminación entre los jóvenes”.

Un 6 por ciento de los alumnos dijo haber visto que alguien llevó un arma de fuego a la escuela en 2009. En este caso, los porcentajes aumentan entre los estudiantes de escuelas públicas y de sectores medios, donde un 8 por ciento afirmó que se enfrentó a esa situación. En cuanto a la presencia de armas blancas, uno de cada cuatro aseguró haber visto a algún compañero con una en el último año, pero en este caso no hay diferencias significativas entre los tipos de gestión escolar estudiados.
 
Duro destacó que identificaron ciertos “contextos” que favorecen a que haya menos violencia en las escuelas: “En la medida en que los alumnos perciben que los profesores preparan bien sus clases y ellos aprenden, plantean que hay menor conflictividad. Este tema es muy importante. También contribuye a mejorar el clima la claridad de las normas de convivencia y un mayor liderazgo de las autoridades de la escuela. Los chicos reclaman límites. Un tercer aspecto tiene que ver con la participación de los chicos en un régimen de convivencia”, detalló la especialista. En la provincia de Buenos Aires, precisó, es obligatorio desde 2009 que todos los establecimientos, tanto públicos como privados, cuenten con sistemas de convivencia. En ese sentido, planteó como un problema significativo el sistema de selección de directores de escuelas secundarias públicas, “donde la antigüedad suele ser el principal requisito”, y consideró que deben estar “más aggiornados para responder a las necesidades escolares actuales” y, fundamentalmente, para “liderar con autoridad”.

jueves, 11 de agosto de 2011

Informar e implicar a los padres

¿Por qué los alumnos aprenden poco? ¿Por causas aúlicas? ¿De la escuela? ¿De su entorno familiar? ¿O son mandatos sociales? Al docente se lo prepara para trabajar en el aula, pero ¿El resto?
El siguiente texto es de autoría de Philippe Perrenaud y describe una de las nuevas competencias para enseñar, la de implicar e informar a la familia.

En la historia de la escuela del siglo xx, los historiadores quizás retendrán un único acontecimiento remarcable: la irrupción de los padres como colaboradores de la educación escolar. Padres corrientes, añadirá el sociólogo: es seguro que los notables controlan la escuela desde su fundación y nunca se han privado, a través de los parlamentos, los ayuntamientos, las comisiones escolares y otras formas menos honestas de influencia, de hacer que tenga lugar, luego de conservar, una escuela según sus deseos. Desde hace mucho tiempo han coexistido, desde la primera infancia, dos vías de escolarización compartimentada, la escuela primaria para los niños de clases populares y las «pequeñas clases de los institutos» para los niños de la burguesía, las cosas estaban más claras. Los burgueses controlaban directamente su escuela, ya fuera privada o pública y de forma indirecta la escuela popular, a través de los ayuntamientos, el Estado o la Iglesia.

Desde que se unificó el sistema, en general entre finales del xix y principios del xx, todos los niños pasan por la escuela primaria, en principio «la misma para todos», sobre todo si se trata de la enseñanza pública. La escolaridad obligatoria ha constituido una máquina formidable de desposeer a los padres de su poder educativo, para «hacer pasar por el aro» a los buenos creyentes, luego a los buenos ciudadanos, más tarde a los buenos trabajadores y a los buenos consumidores. El niño ha dejado de pertenecer a su familia. La ley obliga a los padres no sólo a atender a la educación de sus hijos, sino a ceder una parte a la escuela. Las leyes más «liberales» no imponen la escolarización, sino la enseñanza; sabemos que esta libertad es una ficción para todos los padres que no disponen de los medios para dar ellos mismos o pagar a sus hijos una enseñanza especial calcada a los programas escolares. Con el transcurso de las modificaciones de las leyes escolares, las cosas se dicen de un modo menos cruel, los textos dan a los padres más derechos: derecho a entrar en la escuela, a estar informados, asociados, a ser consultados; derecho a participar en la gestión de las instituciones. Los textos más hipócritas afirman que la escuela «secunda a la familia en la educación de los hijos». Se guardan mucho de hacer hincapié en que esta «asistencia» no es negociable, nada tiene que ver con una respuesta a una necesidad de ayuda. Desde este punto de vista, la escuela no es un simple servicio, que haría frente a una demanda social, como las guarderías. Los padres tienen interés en esperar de la escuela exactamente lo que ofrece, porque a falta de ello, la escuela se lo impondrá de todos modos. Así pues se adaptan, no sin desarrollar varias artimañas y estrategias de actores cuando no tienen otra opción.

¿Por qué se ha hecho la escuela obligatoria? A nadie se le ocurriría hacer la respiración obligatoria, puesto que cada cual tiene espontáneamente necesidad de respirar. La escuela se ha vuelto obligatoria porque los niños no tenían ganas de ir de forma espontánea, ni los padres necesidad de confiarle a sus hijos. Preferían que se quedaran con ellos, sobre todo para hacerlos trabajar desde la edad más temprana. La escolarización obligatoria ha arrancado a los niños de su familia, desde los seis años, por razones más o menos honestas. Por un lado, se trataba de garantizar su aprendizaje, protegerlos de la explotación, el maltrato y la dependencia. Por otro lado, el propósito era moralizar su educación, mediante la educación cívica, la higiene, la disciplina, pero también normalizarla, empezar por el aprendizaje de una lengua escolar que no era la lengua hablada en la familia en el día a día. En Parler croquant(í\ habla del paleto), Duneton (1978), se muestra la violencia lingüística de la escuela obligatoria en Francia, que combate el dialecto en beneficio de lo que Balibar y Laporte (1974) llaman el «francés nacional», lengua de Francia y las élites.

En la actualidad, si se suspendiera la obligación legal de asistir a la escuela, es probable que la inmensa mayoría de los padres enviaran de todos modos a los hijos. Hoy en día, casi todos los padres han asistido a la escuela durante algunos años y han aprendido como mínimo una cosa: ¡sin enseñanza, ni diploma, ni salud! El 77°/o de los padres de alumnos de la escuela primaria de Ginebra piensan que «la escuela tiene una importancia capital para el futuro de los hijos» (Montandon, 1991, p. 107). Develay (1998) tiene en cuenta su disposición para informarse y formarse para ayudar mejor a sus hijos. Sin embargo, ninguna sociedad desarrollada hasta ahora se ha arriesgado, ni planteado seriamente, devolver a las familias la entera responsabilidad de la educación de sus hijos...

En general, la institución escolar ya no tiene necesidad de ejercer una obligación sin fiorituras, incluso le interesa usar un eufemismo, arreglárselas para que sólo aparezca excepcionalmente a ojos de todo el mundo, de modo que cree la ilusión de que la escolaridad únicamente responde a la demanda de las familias. De modo que el funcionamiento de la escuela, si no se para mucha atención, podría sugerir un «libre consumo». Si la obligación persiste, parece manifestarse en el entorno de los niños, como si todos los adultos implicados estuvieran de acuerdo en la necesidad absoluta de ir a la escuela, por lo tanto llegar a la hora, ser educado y estar atento, trabajar bien, hacer los deberes, tener los instrumentos de trabajo, etc. Una persona poco observadora vería, en la relación entre los padres y los profesores, una figura especial de su relación con todos los que se ocupan de sus hijos: peluquero, médico, dentista, dietista, entrenador deportivo, profesor de música o de baile, etc. Imaginaría que los padres, al no tener las competencias o el tiempo necesario para cuidar o educar ellos mismos a sus hijos, delegan gustosamente esta tarea a profesionales más disponibles y cualificados. El diálogo con estos profesionales, una vez se ha definido la tarea, llevaría a la organización de los horarios, las disciplinas que se deben respetar, la buena voluntad que hay que mantener en el niño.

Por un lado, las relaciones entre padres y profesores funcionan sin duda sobre este modelo: una madre y un profesor de piano pueden debatir sobre la mejor manera de hacer aprender el solfeo a un niño que no tiene ganas, del mismo modo que esta madre puede discutir con una profesora la mejor manera de enseñar a leer al mismo niño. Volvemos a encontrar aquí la cohesión del team de los adultos (Besozz¡, 1976), interesado en hacer el bien a los niños, Incluso a pesar de ellos (Miller,
1984). Pero esto sólo sucede así si hay un acuerdo global entre el programa de la escuela y las intenciones y los valores educativos de los padres. Cuando estos no otorgan la misma importancia que la escuela a los aprendizajes, o no suscriben sus ritmos, sus procesos disciplinarios -castigos, reprimendas, etc.-, sus métodos o la relación pedagógica instaurada, comprenden enseguida que el diálogo no es igualitario (Montandon y Perrenoud, 1994). Entre padres y un profesor de natación o violín, puede haber divergencias sobre los contenidos de la formación, los métodos de trabajo o la relación. Un profesor de arte o de deporte pide en general una cierta autonomía, rehusa que los padres observen o controlen sus mínimos gestos. Sí estos insisten, acaba por decirles: «Buscaros a otro, yo no trabajo en estas condiciones». Los padres distantes pueden decir: «Vuestra forma de hacer no nos conviene». Lo que puede poner fin a una regulación, o a una separación.

Entre profesores y padres, la relación no es tan sencilla. Los padres no son simples usuarios, no tienen el poder de renunciar a la escolaridad. Los más afortunados o los más hábiles pueden pedir y obtener un cambio de clase o escuela. En algunos países, la coexistencia de varias redes compitiendo crea alternativas. La existencia de un sector privado, confesional o comercial, permite elegir su escuela, pero esta libertad a menudo está limitada por el precio de la escolaridad y la implantación geográfica de las escuelas privadas. En la enseñanza pública, únicamente se acepta de forma excepcional un cambio de clase o de institución, por miedo a que los «consumidores de escuela» (Ballion, 1982) no transformen el campo escolar en un mercado abierto.

No podemos entender nada sobre las relaciones entre los padres y la escuela si hacemos caso omiso de la imposibilidad de escapar a lo que Berthelot (1983) ha llamado «la trampa escolar». Que el deber de informar e implicar a los padres de ahora en adelante forme parte del conjunto de condiciones de los profesores, y requiera las competencias correspondientes, no debería hacer olvidar que el derecho a la información y a la consulta no hace desaparecer la obligación escolar, que es en cierto modo una forma moderna de volverla soportable, aceptable, mediante padres ellos mismos escolarizados y que rechazan en lo sucesivo que se instruya y que se eduque a su hijo sin consultarles.

No subestimemos más la diferencia entre los textos que defienden el diálogo, y la relativa cerrazón de una parte de los profesores a los deseos o a las críticas de los padres. Los textos los han propuesto magistrados, pedagogos, o altos funcionarios, a veces los han adoptado parlamentarios. Ahora bien, resulta más sencillo afirmar principios que vivirlos en el día a día: los ministros defienden gustosamente el derecho a la diferencia y llaman a la tolerancia, pero no viven amontonados en viviendas de protección oficial, en contacto con otras cultura, otros modos de vida. Asimismo, el diálogo con los padres es fácil de asumir en lo abstracto, mientras que en el día a día, cuando la confianza no acude en el momento deseado, cuando se choca con prejuicios, sospechas, críticas continuadas o maniobras desleales, la tentación de cerrar el diálogo es muy real.

Son los profesores quienes, en el día a día, encarnan el poder de la escuela, el carácter obligatorio de sus horarios, sus disciplinas, los «deberes» que la escuela asigna, normas de excelencia, de la evaluación y la selección resultantes. Los profesores parecen ser los primeros autores, incluso los responsables, de «lo que la escuela hace a las familias» (Perrenoud, 1994b). En primera línea, son ellos quienes están obligados a enfrentarse a la agresividad, a la crítica de los programas, a las palabras severas o irónicas sobre la inanidad de las reformas, a las protestas frente a las exigencias de la escuelas, a las comparaciones injustas entre instituciones o entre profesores, a las maniobras de personalidades o clanes para ganar el pleito contra toda razón.

Por consiguiente, podemos entender que no todos los profesores vivan con alegría el diálogo con los padres. Algunos lo temen o ya no creen en él, heridos por palabras desafortunadas o procedimientos hipócritas. Nadie es responsable de los padres, de todos los padres, incluso las asociaciones más representativas. Nadie puede evitar que algunos, aquellos que no actúan honradamente, perviertan el conjunto de relaciones, alimentando la desconfianza recíproca. Las relaciones entre grupos pesan sobre los individuos (Doise, 1976, 1979). Los profesores aparecen como portadores, lo quieran, lo sepan o no, de un poder institucional que les sobrepasa, e hipoteca sus iniciativas personales. Por otro lado, los padres llevan el peso, de forma individual, de su número y los abusos de una minoría. Que el diálogo desde entonces sea imposible, en todas partes, y a menudo desigual y frágil, ¿a quién podría sorprenderle?

Estos cuantos recordatorios demuestran que sería absurdo hacer de las relaciones entre las familias y la escuela una simple cuestión de competencias. Sin embargo, por ambas partes, un aumento de competencias podría ayudar a establecer o mantener el diálogo. Ahí donde las cosas van bien, en general se observa una capacidad bastante grande de cada colaborador para tener en cuenta el punto de vista y los deseos del otro.

La mayoría de asociaciones y numerosos padres demuestran una gran inteligencia, al entender, por ejemplo, que algunas reacciones de defensa de los profesores expresan su falta de confianza en lo que hacen, su miedo a encontrarse en dificultades, así como una voluntad de tener a los padres al margen de todo lo que ocurre en clase. Cuando los colaboradores entienden que el diálogo solamente dura si cada uno comprende el punto de vista del otro y no lleva sus deseos más allá de lo razonable, cada uno descubre que la colaboración no sólo es posible, sino productiva, lo cual aumenta la confianza mutua. Por desgracia, al lado de semejantes círculos virtuosos, conocemos demasiados círculos viciosos donde la desconfianza de uno refuerza los mecanismos de defensa de los otros y al revés. Las competencias de los padres y sus asociaciones son muy importantes, pero no sabríamos exigirlas, incluso si podemos esperar asociaciones que transmitan habilidades a sus nuevos miembros, para evitar una eterna vuelta a empezar con los mismos «errores». ¿Por qué sería terrible que los «nuevos padres» manifestaran un máximo de ingenuidad, intransigencia o ineptitud? Los padres más experimentados y la cultura de las asociaciones de padres pueden evitar las desviaciones más clásicas.

Falta que, en la cuestión, los profesores valoren ser los profesionales. Por esta razón, les corresponde hacer la mayor parte del trabajo de desarrollo y mantenimiento del diálogo. Algunos viven esta asimetría como algo injusto y esperan de los padres que hagan tantos esfuerzos como ellos. Este deseo de reciprocidad resulta comprensible, pero no es realista: los padres de hoy en día tienen pocos hijos, a los que consideran como la niña de sus ojos. Ser padres de alumnos es para ellos una condición nueva, para algunos un verdadero «oficio», que descubren sin haber tenido la ocasión de reflexionar o formarse. Cada año su hijo crece, cambia de clase. Deben adaptarse a un nuevo programa, otras exigencias, nuevas formas de enseñar, un estilo de comunicación diferente. Si su nivel de instrucción, su ética, su práctica de la negociación, su experiencia del mundo laboral o su personalidad los predisponen a adaptarse a este calidoscopio de exigencias y actitudes, a entrar fácilmente en diálogo, a hacer preguntas y defender su punto de vista, ¿quién se quejaría? Pero la escuela, sobre todo cuando es obligatoria, debe relacionarse con todos los niños y todos los padres, en su diversidad, incluso desde el punto de vista de sus capacidades de comunicación y su adhesión al proyecto de instruir a sus hijos.

Estos cuantos elementos de reflexión, recordados demasiado deprisa, bastan para indicar que dialogar con los padres, antes de ser un problema de competencias, es una cuestión de identidad, de relación con el oficio, de concepción del diálogo y del reparto de tareas con la familia. ¿De qué serviría tener competencias para un diálogo del que no vemos ni el sentido, ni la legitimidad? Por el contrario, el control de situaciones permite considerarlos de un modo más sereno, sin ponerse en seguida a la defensiva. La capacidad de comunicarse tranquilamente con los padres no puede bastar para convencer a un profesor para que se adhiera al origen de semejante diálogo. Esta capacidad le protege por lo menos de la tentación de rechazar o menospreciar este diálogo por la sola razón de que le tiene miedo...
Informar e implicar a los padres es pues a la vez una consigna y una competencia. El referencial adoptado aquí retiene tres componentes de esta competencia global:
.  Fomentar reuniones informativas y de debate.
.   Conducir reuniones.
.  Implicar a los padres en la construcción de los conocimientos.

No olvidemos que detrás de estas formulaciones muy «razonables» se esconden actitudes y valores, sobre un fondo de relaciones de poder y miedos mutuos. Insistiré pues en las competencias de análisis de la relación y situaciones como mínimo, así como en habilidades en apariencia «más prácticas». Ser a la vez padre y profesor puede resultar una fuente de «decentración» saludable (Maulini, 1997a). Como no se trata de un paso obligado, la formación de los profesores debería garantizar a todos lo que la experiencia de vida sólo da a unos cuantos.

Fomentar reuniones informativas y de debate
Los padres y madres que asisten a una «reunión de padres» saben o descubren que no es el momento ideal para arreglar casos particulares. Sin embargo, cuando la situación de su hijo les preocupa realmente, pueden sentirse tentados a hablar de ello a través de un problema general: demasiados, o no los suficientes, deberes en casa, disciplina demasiado estricta o demasiado laxa, cuadernos escolares demasiado prolijos o demasiado elípticos, evaluación demasiado autoritaria o demasiado generosa, vida en clase demasiado animada o demasiado controlada, actividades demasiado serias o demasiado divertidas... Es una de las dificultades del profesor: descodificar, bajo propósitos de apariencia general, las preocupaciones particulares y tratarlas como tales si no justifican un debate global.

Por esta razón la primera competencia de un profesor es evitar organizar reuniones generales cuando los padres tienen ante todo preocupaciones particulares. Lo cual lleva a prever reuniones:
. Bien al principio del año escolar, cuando se trata de descubrir los deseos y presentar el sistema de trabajo, mientras que la mayoría de padres no tienen todavía razones para preocuparse por su hijo.
. Bien claramente más tarde, cuando el profesor se haya reunido con ellos de forma individual y haya respondido a las preguntas y las preocupaciones que no afectan al conjunto de la clase.

Evidentemente no existe la regla infalible. Formulemos más bien un principio: más vale no organizar una reunión cuando se presiente que será el único lugar donde surjan las angustias y los descontentos particulares y tratarlos primero en un marco más apropiado.

Incluso cuando los padres han podido, si lo deseaban, tener una reunión a solas con el profesor, una reunión de padres a menudo sigue siendo percibida como un campo de minas. Es muy poco habitual que, de una veintena de padres y madres reunidos en la clase de su hijo, todos tengan una relación completamente serena con la escuela. En el seno de las familias, la escolaridad de los hijos a menudo se vive de un modo muy emocional, entre inquietudes y grandes esperanzas. Incluso cuando el fracaso escolar no amenaza en absoluto al niño, los padres pueden temer por su agotamiento, su socialización, sus relaciones, desarrollar fantasmas respecto a lo que vive en un mundo que escapa completamente a su control: la clase, pero también los pasillos, el patio, el camino a la escuela. A menudo no hace falta gran cosa para hacer saltar el polvorín.

En las relaciones con los padres, una de las competencias más importantes de un profesor es distinguir claramente lo que proviene de su autonomía profesional, asumiéndola por completo, y lo que proviene de momentos en los que debe encargarse de adoptar una política de la educación, los programas, las reglas de evaluación o las estructuras escolares que exigen el momento y la severidad de la selección. Dejar de ser completamente solidario con la institución en la que trabaja es tan imprudente como «hacerse cargo» de todos los artículos de la ley, todas las páginas del plan de estudios, todas las reformas, todas las decisiones de la administración. Es importante que el profesor sepa situarse, primero ante sus propios ojos, luego frente a los de los padres. La agresividad aumenta cuando alimenta la confusión u oscila entre dos actitudes contradictorias. Puede asumir globalmente las grandes orientaciones del sistema educativo y hacer comprender que no es responsable de todo.

Puede, por su cuenta y riesgo, distanciarse abiertamente de aspectos definidos de la política educativa, pero los padres no pueden confiar fácilmente en un profesor que critica todo lo que se supone debe hacer, y todavía menos pueden valorar a un profesional que no manifiesta ninguna opinión personal. Así pues, la primera competencia es sentirse «bien consigo mismo», encontrar la distancia justa, el tono conveniente, no andarse con rodeos. En estas cuestiones, es importante puntualizar las cosas, decir explícitamente, cuando está justificado: «Yo no soy el interlocutor adecuado».

A continuación, sin duda es importante que el hecho de preparar y fomentar reuniones no acumule ineptitudes. Por miedo a verse desbordados, algunos profesores marean a los padres con informaciones y explicaciones y no dejan ningún espacio para el debate. Encerrarse así engendra frustración y agresividad. Por lo contrario, tampoco resulta convincente abrir una reunión diciendo: «Sabéis como trabajamos en esta clase, estoy a vuestra disposición para responder a vuestras preguntas, os escucho...». Una reunión no es una clase, pero no funciona sin un mínimo de estructura, ni sin reglas de juego. Parece sensato recordar el objetivo de la reunión, anunciar algunos temas previstos y dejar la puerta abierta a otros, alternar momentos de información y momentos de preguntas y debates.

Una de las principales competencias que construye un profesor experimentado es no sentirse «solo contra todos», percibir que hay, entre los padres, muchas diferencias y divergencias. Sin embargo, hay que resistir a la tentación maquiavélica de poner a los padres unos contra otros, para demostrar in fine que no hay nada que cambiar, puesto que, sobre cada punto, las opiniones contrarias se neutralizan. Si algunos piden más deberes, mientras que otros los encuentran demasiado pesados, resulta tentador concluir con la legitimidad del statu quo. Un profesor menos defensivo simplemente puede confiar en la diversidad para que se produzcan regulaciones espontáneamente. Esto puede ayudar a cada uno a tener en cuenta las contradicciones en las cuales la escuela se debate, sin argüir para rehusar buscar compromisos aceptables, este año, con estos padres. Es importante que un profesor sea especialmente perspicaz y delimite lo que considera negociable. Abrir el debate con la firme intención de no escuchar nada ni cambiar nada es una forma de manipulación que rara vez pasa inadvertida.

Reunir a los padres con el único propósito de explicarles que todo lo que se hace es irreprochable, ¿de qué sirve? Si la comunicación es en sentido único, si los padres comprenden que el profesor no quiere escuchar nada, ni cambiar nada, quizás vendrán a informarse, sabiendo que no participarán ni se les consultará. Algunos se alegran, otros no. Hoy en día todavía, muchos padres protestan interiormente, consideran que no se les escucha, pero no se movilizan para obtener un trato mejor, a veces por miedo de que sus hijos sufran las consecuencias, a menudo porque no merece la pena. El desarrollo de las asociaciones de padres hace esta resignación cada vez menos posible: cada vez resultará más difícil evitar reunir a los padres o reunirlos únicamente para explicarles que todo va bien, sin abrir un debate contradictorio.

Más allá de las habilidades a la hora de conducir una reunión -que podrían apoyarse en varios instrumentos de animación y varios dispositivos, entre los cuales las reuniones con los alumnos-, la competencia básica del profesor proviene de la imaginación sociológica: los padres ocupan otra posición, tienen otras preocupaciones, otro punto de vista sobre la escuela, otra formación, otra experiencia de la vida. Así pues, a priori no pueden entender y compartir todos los valores y representaciones del profesor. Sería ingenuo esperar de la mayoría de los padres el esfuerzo de decentración y la responsabilidad que se puede esperar de un profesional formado y experimentado. Además, son muy diferentes los unos de los otros. Cada uno es el producto de una historia real, una cultura, una condición social, que determinan su relación con la escuela y el conocimiento. ¡La competencia de los profesores consiste en aceptar a los padres tal como son, en su diversidad!


Conducir reuniones
No nos encerremos en los aspectos técnicos. Por supuesto, una reunión se prepara, el ambiente y el resultado dependen en parte de la manera de provocarla, de definir su objetivo, de iniciarla, de hacer que los interlocutores se sientan cómodos. Convocar a los padres de forma autoritaria y tratarlos como acusados en el tribunal no sería instaurar un diálogo de igual a igual. Algunos profesores cultivan una asimetría semejante en la relación, de modo que no debe sorprender el hecho de que los padres se sientan tratados como alumnos. Aquí, sin embargo, como en el marco de las reuniones, las ineptitudes, de ambas partes, ponen de manifiesto más miedos que malas intenciones o menosprecio. De nuevo, la competencia principal es saber situarse claramente.

Si las reuniones con los padres piden competencias, es que normalmente suponen un desafío. Idealmente, los padres y los profesores deberían reunirse de manera regular, preferentemente con el niño, sólo para analizar la situación, por el simple hecho de que comparten una responsabilidad educativa. En algunas clases, las relaciones con los padres funcionan sobre este modelo, el encuentro es pues una rutina, que completa las reuniones, la correspondencia, las clases abiertas. Este modo de hacer pide una gran disponibilidad y una gran convicción. Por falta de tiempo, en la mayoría de clases, hay una reunión con los padres únicamente cuando se plantea un problema.

Algunas reuniones las suscita el profesor, que tiene «necesidad» de reunirse con los padres para informales de su inquietud, movilizarlos, regañarlos o prepararlos para lo peor. Los padres se encuentran entonces en posición de debilidad: imaginan con o sin razón que se les va a responsabilizar de las dificultades o la mala conducta de su hijo y se les dará a entender que le han dado una educación demasiado laxa, que carecen de autoridad o, lo que hiere más todavía, que el niño es su imagen, indisciplinado, perezoso, agresivo, mal educado, sexista o no muy listo... Incluso cuando las inquietudes se formulan con cortesía, vigilando no herir, con la esperanza de una cooperación, ¿cómo no imaginarse que los padres se sentirán incómodos? Algunos adoptarán la actitud humillada, se disculparán, otros reaccionarán con más agresividad o se darán a la fuga. La competencia es pues, por parte del profesor, hacer lo posible para no situar a los padres en una posición de debilidad, aplicando esta vieja máxima: «Tratémoslos por igual con tal que se vuelvan así».

Sin duda resulta difícil creer que los padres no son en absoluto responsables, directa o indirectamente, de las dificultades de sus hijos y todavía más de sus formas de ser. Hace falta un gran conocimiento para darse cuenta de que esta ficción es innovadora, que libera a los padres del hecho de tener que justificarse o disculparse, y por lo tanto los constituye en verdaderos colaboradores, en un juego cooperativo. En resumen, en este caso hipotético, la competencia consiste sobre todo en no abusar de una posición dominante, por lo tanto, controlar la tentación de culpar o juzgar a los padres. El trabajo sobre uno mismo y su relación con los otros resulta pues más útil que la habilidad de conducir una reunión.

También puede darse el caso de que quienes pidan una reunión sean los padres que tienen dudas o quejas que formular. El profesor se halla entonces en la posición de acusado. Si se presenta como un profesional competente, en plena posesión de sus medios, los padres no le reservarán la indulgencia que quizás tendrían para un debutante o un profesor que pasa por un mal momento. Sin embargo, las críticas y preguntas a menudo se verán suavizadas. Únicamente los padres más instruidos, seguros de su derecho, que pertenecen a la clase media o alta, se atreven en general a responsabilizar directamente a los profesores y decirles lo que provoca su desacuerdo o su cólera. Entonces atacan con violencia y no es extraño oír a los profesores quejarse de la agresividad o la arrogancia de algunos padres que «se creen con derecho a todo». La experiencia enseña entonces a darse tono más que intentar metacomunicar para dirigir una regulación concertada de la relación.

Dejar pasar la tormenta es una forma de competencia. Podemos dudar de que ésta contribuya a un diálogo constructivo. Esta competencia más bien destaca estrategias defensivas (Favre y Montandon, 1989, p.139):
Un número nada desdeñable de profesores, más bien una mayoría de ellos, se esfuerzan para delimitar con cuidado su propio territorio y protegerlo de posibles intrusiones por parte de los padres, más que considerar los conflictos de territorios y objetivos como inevitables, incluso deseables, para un mejor ajuste de la acción de cada uno. Todo sucede como si el territorio de unos y otros no fuera ni pudiera ser objeto de ningún litigio, como si hubiera sido definido una vez por todas el día en que se instituyó la escuela obligatoria...

Las competencias necesarias de un verdadero profesional consisten más bien en no poner toda su energía en defenderse, en rechazar al otro; sino, al contrario, en aceptar negociar, escuchar y comprender lo que los padres tienen que decir, sin por ello renunciar a defender sus propias convicciones. Aquí incluso, las competencias no valen nada, si no pueden apoyarse en una identidad, una ética y una forma de valentía...

Implicar a los padres en la construcción de los conocimientos
Aquí trataremos un aspecto un poco diferente. «Implicar a los padres en la construcción de los conocimientos» no se limita a invitarlos a representar su papel en el control del trabajo escolar y fomentar en sus hijos una «motivación» para tomarse en serio la escuela y aprender. ¡Esta orden, transmitida por cada profesor, puede convertirse en ensordecedora y producir la finalidad contraria! Y sobre todo, si enmascara el papel decisivo de los padres en la relación con el saber.
Tampoco se trata, o no únicamente, de implicar a los padres en el trabajo escolar, haciendo una «clase abierta», movilizándolos en talleres para facilitar la comunicación, excursiones, espectáculos, invitándoles a presentar su oficio o una pasión o pidiéndoles una cooperación activa e inteligente en los deberes para hacer en casa.

Todo esto sin duda favorece el diálogo. Sin embargo plantea un problema de fondo: ¿cómo se hace para que los padres no supongan un obstáculo en los aprendizajes escolares? La pregunta puede parecer absurda: ¿la mayoría de los padres no sienten un inmenso deseo de que su hijo tenga éxito en la escuela? ¿Por qué deberían suponer un obstáculo en sus aprendizajes? A esta objeción, se puede responder sugiriendo la existencia de una minoría de padres que no están de acuerdo con la obligación escolar y no cumplen los deseos de la escuela. Hay padres que pretenden convencer a su hijo de que se quede en casa, para que descanse o se cuide, con la misma convicción con que otros lo utilizan para persuadir de que no se puede faltar a la escuela bajo ningún pretexto. Algunos padres minimizan o combaten las opiniones de la escuela, mientras que otros las dramatizan y las exageran. Algunos no ven el interés de estudiar, mientras que otros se ponen enfermos ante la simple idea de que su hijo no pueda acceder a la enseñanza superior. Todos los padres no cooperan en la misma medida en el proyecto de instruir a su hijo, ni piensan con la misma convicción de que es «para su bien» y que esto justifica que pase tantos años de su vida en clase. En cuanto a las actitudes y las estrategias educativas (Kellerhals y Montandon, 1991), los profesores consideran pues, con razón, que tienen a algunos padres como aliados incondicionales, otros como escépticos, incluso como adversarios más o menos declarados.

Resulta más difícil entender cómo los padres, deseosos de que su hijo tenga éxito, podrían suponer directamente un obstáculo en sus aprendizajes. Sin embargo, esto es lo que sucede, generalmente de forma involuntaria, y preocupa a una parte de los profesores. De esta manera, numerosos padres piensan todavía que, para adquirir conocimientos, hace falta sufrir, trabajar duro, aprender de memoria, repetir palabras y apuntes, en resumen, aliar el esfuerzo y la memoria, la atención y la disciplina, la sumisión y la precisión. Los profesores que comparten este modo de ver apenas tienen problemas con estos padres. Pueden alargar los deberes, multiplicar los controles, retener a los niños después de clase, castigar e incluso pegar a los niños que no trabajan, hacer reinar el terror, dramatizar las malas notas: tendrán el apoyo incondicional de aquellos padres que piensan que sólo se aprende bajo la obligación y en el dolor. Por el contrario, los profesores que practican métodos activos y los métodos de proyecto logran la adhesión de los padres partidarios de estos enfoques y la desconfianza de los otros.

No sabríamos oponernos a ninguno de estos dos enfoques. Si deseamos democratizar la enseñanza, sólo podemos abogar por una pedagogía activa y diferenciada. Por lo tanto, en mi opinión, no existe confusión entre profesores innovadores enfrentados a padres conservadores y profesores tradicionales enfrentados a padres que desean pedagogías más abiertas y participativas. Sin embargo, desde la perspectiva de la relación con los padres, se percibe claramente la simetría de los desafíos: sea cual sea su pedagogía, un profesor tiene necesidad de que los padres de los alumnos la entiendan y estén de acuerdo con ella, por lo menos globalmente, a nivel de las intenciones y las concepciones de la enseñanza y el aprendizaje. Sin duda esta necesidad es más fuerte en las nuevas pedagogías, porque, por razones ideológicas, pero también didácticas, incitan más a movilizar e implicar a los padres. Y también porque suscitan más la ansiedad para algunos adultos, en la justa medida en que apuestan por la autonomía y los recursos del alumno.

Incluso el profesor más convencional no puede hacer su trabajo si su procedimiento no se entiende bien y es criticado por numerosos padres. ¿Hacen falta competencias para afrontar este problema? Quizás los profesores se dediquen al principio a evitarlo, eligiendo, si pueden, enseñar en un barrio donde los padres están en general de acuerdo con sus métodos. Conocemos las diferencias entre las clases populares y las burguesas. Existen otras, más sutiles. Así es como las nuevas clases medias trabajadores de profesiones de lo humanoson más favorables a nuevas pedagogías que las clases medias tradicionales, artesanos y pequeños comerciantes (Perrenoud,
1996b; Maulini, 1997). En las clases favorecidas, los intelectuales no tienen en la escuela la misma relación que los dirigentes. Los profesores favorecen una complicidad privilegiada con tal o cual parte de la clase social, en función de sus opciones pedagógicas, éticas, estéticas, de su itinerario o su propio origen social. Sin embargo, cada profesor no tiene el poder de encontrar y guardar un público hecho a medida, invariablemente en armonía con sus opciones didácticas y pedagógicas. Al empezar a trabajar, a menudo se le dan las clases que nadie quiere. A continuación, un profesor no obtiene siempre el puesto deseado, ya que la competencia es feroz. Incluso si lo logra, debe desengañarse: ninguna clase es homogénea, desde el punto de vista de los deseos de los padres así como del nivel de los alumnos. Por lo que el pan de cada día de muchos profesores es contrariar a unos al mismo tiempo que se complace a los otros...

Por consiguiente, la competencia de un profesor consiste en ganarse lo antes posible la aprobación de los padres que a priori le parecen refractarios a su pedagogía... ¡sin olvidarse de los otros! Pretende, en un primer momento, no ser el blanco de críticas permanentes. Espera no hacer la tarea de los niños demasiado difícil. No es favorable para sus aprendizajes el hecho de que un alumno viva cada día un conflicto de lealtad. Si sus padres no entienden o no aceptan lo que hace en clase, minarán, a nivel verbal o no verbal, la confianza de su hijo en sus profesores. O lo que resulta todavía más molesto, intentarán corregir, compensar lo que no les convence, «haciendo la escuela en casa». Muchos alumnos se enfrentan cada día a dos pedagogías y ya no saben a qué santo encomendarse. De esta manera, si el profesor valora actividades de investigación y juegos estratégicos que los padres consideran una pérdida de tiempo, el alumno vive en tensión entre dos concepciones del aprendizaje. Algunos alumnos construyen, desde la más tierna edad, una relación autónoma con el conocimiento, que les ayuda a sobrevivir a toda clase de pedagogías escolares y familiares. A otros no les resulta tan fácil y no tienen medios para pensar por ellos mismos, sobre todo cuando se debaten entre representaciones contradictorias.

El profesor se considera, legítimamente, como un profesional cualificado, informado y formado, que se supone que sabe lo que hace. Por lo tanto, espera de los padres una confianza de base, que no siempre logra. Incluso cuando se la conceden, el profesor sabe que ésta es frágil, que el mínimo revés en los aprendizajes pueden dar vida al escepticismo del principio. Por lo tanto, no basta con reclamar la confianza como un derecho, debe ganársela explicando lo que hace y por qué. Como mínimo, pretende obtener la neutralidad benévola de los padres. Si el profesor quiere implicarles en su proceso, darles un papel activo, necesitará que se adhieran mucho más a su visión pedagógica. Si el profesor desea, por ejemplo, que los padres apoyen un enfoque constructivista, que valora el titubeo experimental, la reflexión sobre los errores, la exploración, la reflexión en voz alta, el debate, la duda, no le bastará con que los padres «no se interpongan». Deseará que intervengan en el mismo sentido que él, sin por ello «situarse en el lugar» de su hijo, sin soplarle las respuestas, sin corregirle sus errores antes incluso de que los haya cometido.

Cuantos más partidarios son los profesores de didácticas muy precisas y nuevas pedagogías, sus concepciones de la enseñanza-aprendizaje parecen más, a los ojos de muchos padres, en las antípodas del sentido común. Por esta razón, algunos padres no pueden entender fácilmente porque no resulta educativo borrar cualquier marca de error del pensamiento o cualquier forma de duda en un trabajo escrito. Su relación con el conocimiento les incita a valorar la respuesta justa, separada del razonamiento, evidente.

Presentimos que nos encontramos aquí en los límites de la influencia que puede ejercer un profesor aislado. Resulta muy difícil convencer a los padres cuyos hijos se acogen un único año, que cambian de sistema en cada vuelta a la escuela. Un diálogo más sustancial puede instaurarse entre un equipo pedagógico y el conjunto de padres implicados, puesto que la misma orientación será defendida en varias clases y durante varios años. La coherencia y la continuidad de las pedagogías tranquilizan a los padres. Si es necesario, igual que sus hijos, pueden adaptarse a procedimientos que cambian cada año. No pueden estar de acuerdo e implicarse profundamente, sobre todo si cada profesor defiende su propia concepción, sin referencia a un proyecto institucional o a una cohesión de equipo, incluso sin saber en qué medida sus compañeros piensan y hacen como él.

Tomar el pelo
Las tres entradas retenidas (fomentar reuniones de información y debate; conducir reuniones e implicar a los padres en la construcción de los conocimientos) sin duda no acaban con las formas de relaciones entre la familia y la escuela. Se podría insistir en todo lo que está en juego a través del niño, considerado como gobetween, intermediario, mensajero y mensaje entre la familia y la escuela, dos universos entre los cuales él viene y va. A este propósito, he intentado mostrar que lo esencial de la relación entre las familias y la escuela no tiene lugar en las reuniones cara a cara, sino más bien en las informaciones, los puntos de vista, los deseos, las órdenes y las quejas que circulan cada día entre los profesores y los padres a través del niño, mensajero y go-between, a merced de lo que presenta y cuenta de una parte y la otra (Perrenoud, 1994a).

Quizás se habrá entendido que la competencia no consiste en controlar toda la gama de formas de contactos -incluso esto quizás resultaría inútil-, sino construir de una forma más global una relación equilibrada con los padres, basada en esta «estima recíproca» que Goumaz (1992) sitúa en la base de la relación profesores-alumnos.
Hace diez años, a modo de burla, para poner en evidencia una de las tentaciones de los profesores, propuse «algunas fórmulas simples y baratas para tomar el pelo a los padres»:
1. Negar los hechos o minimizarlos.
2. Si resulta imposible, proponer otra interpretación, más defendible.
3. Sugerir que el interlocutor desconocía el contexto y juzga sin saber.
4. Insistir en el carácter excepcional de los hechos.
5. Admitir que hay ovejas negras y que se debe sancionar.
6. Sugerir a su interlocutor que no tiene las manos limpias.
7. Remitirlo a sus propias incoherencias o a la ausencia de consenso de su grupo.
8. Distanciarse de los compañeros ausentes.
9. Hacerse el ofendido («Vuestra falta de confianza me ofende...»).
10.  Sugerir que el interlocutor no es representativo.
11.  Insinuar que no se siente bien consigo mismo o que arregla cuentas personales.
12.  Cerrar el pico del otro refiriéndose a la bondad de los niños.
13.  Referirse a los valores fundamentales (libertad, derecho a la diferencia, respeto a la personalidad).
14.  Sugerir las contradicciones o las debilidades de la autoridad.
15.  Esconderse detrás del reglamento o el despotismo de la institución.
16.  Decir que la vida es dura para todo el mundo y pedir un poco de comprensión.
17.  Recurrir al argumento de autoridad («Sabemos lo que tenemos que hacer»).
18.  Recordar el respeto de los territorios («¡Que cada uno se meta en sus asuntos!») y referirse al sacrosanto profesionalismo.
19.  Recordar la dificultad de las condiciones laborales y funcionamiento colectivo.
20.  Dar muestra de buena voluntad y prometer hacer esfuerzos.

En resumen, saber informar e implicar a los padres es ser capaz de utilizar solamente de forma excepcional estas fórmulas, no porque se desconozcan, sino porque se rechazan deliberadamente, todavía con más facilidad porque no tenemos necesidad de ellas.
De forma más constructiva, podemos compartir la opinión de Maulini (1997c)
que afirma que una clarificación definitiva de los papeles de unos y otros es imposible, que la colaboración es una construcción permanente, que funcionará todavía mejor porque los profesores aceptan tomar la iniciativa, sin monopolizar la palabra, dando muestra de serenidad colectiva, encarnándola en algunos espacios permanentes, admitiendo una dosis de incertidumbre y conflicto y aceptando la necesidad de procesos de regulación. Vemos, mejor que nunca, que no existen competencias que no se apoyen en conocimientos, que permiten a Ia vez controlar el desorden del mundo y entender que la diversidad de opiniones y las contradicciones son indispen­ sables en los oficios humanos y, para decirlo todo, en la vida.

Extraído de
Diez nuevas competencias para enseñar
Philippe Perrenaud
Es doctor en sociología y antropología y profesor en la Universidad de Ginebra. Sus trabajos sobre la creación de desigualdades y de fracaso escolar lo han llevado a interesarse por la diferenciación de la enseñanza y, de forma más global, por el currículo, el trabajo escolar y las prácticas pedagógicas, la innovación y la formación de los enseñantes. Junto con Mónica Gather Thurler ha creado el laboratorio de investigación Innovation-Formation-Education (LIFE).
Ha desarrollado una importante producción relacionada con la formación de docentes reflexivos. Se trata de un especialista en educación profusamente leído en nuestras instituciones formadoras, tanto entre los profesores y estudiantes de los institutos de formación docente, como en la comunidad de las universidades nacionales. Sin embargo, su labor académica no se ha limitado a ese campo.
También es ampliamente conocido por su trabajo acerca de la prevención de la violencia escolar y social y del problema de las desigualdades educativas, lo cual lo transforma en un importante referente no solamente del campo de la formación sino de la producción en torno a los desafíos del sistema educativo del futuro.

jueves, 4 de agosto de 2011

10 claves para generar una enseñanza eficaz

La enseñanza no necesariamente genera aprendizajes, ni siquiera una "buena enseñanza" lo hace, pero una "enseñanza con éxito" o "enseñanza eficaz" si lo debe hacer. El siguiente artículo brinda unos consejos que nos pueden ayudar a reflexionar sobre cómo conseguir aprendizajes.


"Uno de los más excitantes avances es la demostración de que hay crecimiento, retracción y modificación en la conectividad de las neuronas", dice Friedlander. "También hemos visto que el cerebro maduro puede generar nuevas neuronas, aunque esta investigación es tan novedosa que las implicancias funcionales y su potencial todavía deben determinarse".
La mejor enseñanza es la que identifica y asigna distintos niveles de importancia a los componentes biológicos del aprendizaje. En función de ésto, el artículo ofrece 10 claves para generar una la enseñanza eficaz.
1. Repetición: a través de ella los procesos neuronales se vuelven más eficientes, requieren menos energía y liberan caminos para más procesamiento cognitivo adicional. Favorecen la retención y la profundidad de la comprensión. No obstante, las repeticiones deben ser espaciadas apropiadamente.

2. Recompensas y refuerzo: son componentes esenciales del aprendizaje en cualquier etapa de la vida. "El sistema intrínseco de recompensa del cerebro -la autosatisfacción que trae el éxito- juega un rol fundamental en el refuerzo de los comportamientos aprendidos", dice Friedlander. "Un factor importante es el descubrimiento de que alcanzar un objetivo inmediato, o dar un paso hacia un logro futuro, pueden ser igualmente satisfactorios".

3. Visualización: la visualización y el ensayo mental son procesos biológicos reales asociados con los circuitos sensoriales, motores, ejecutivos y decisorios en el cerebro. La actividad generada internamente en el cerebro a través de pensamientos, visualizaciones, recuerdos y emociones debería contribuir al proceso de aprendizaje.

4. Compromiso activo: hay considerables evidencias neurobiológicas para sostener que los cambios funcionales en el cableado neuronal asociado al aprendizaje ocurren mejor cuando el aprendiz está activamente comprometido.

5. Estrés: aunque las consecuencias del estrés son generalmente indeseables, hay evidencia de que las señales moleculares asociadas con el estrés estimulan la actividad sináptica involucrada en la formación de los recuerdos. No obstante, altos niveles de estrés pueden tener efectos indeseables.

6. Fatiga: La actividad neuronal durante el sueño refuerza los eventos vividos durante el día. Es importante disponer de un buen descanso entre sesiones intensas de aprendizaje, para consolidarlo.

7. Multitarea: usualmente considerada una distracción para el aprendizaje, no lo es si todas las tareas que se encaran simultáneamente son relevantes al material que se quiere enseñar.

8. Estilos individuales de aprendizaje: las respuestas neuronales de diferentes individuos varían, y esto da argumentos a la idea de adoptar diferentes modos de enseñanza para acomodarse a la variedad de aprendices.

9. Involucramiento activo: hacer es aprender, y el éxito en lo que se hace y se aprende construye confianza en uno mismo.

10. Volver sobre la información y los conceptos usando multimedia: atender a la misma información mediante procesos sensoriales diferentes, tales como ver y oír, refuerza el proceso de aprendizaje, involucrando potencialmente a más hardware neuronal en el procesamiento y el almacenamiento de la información.

Si bien el artículo está destinado a estudiantes de Medicina por su enfoque neurobiológico, las conclusiones pueden extenderse a todas las ramas de la enseñanza.


Fuente: Science Daily.
Ref: Michael J. Friedlander et al. What Can Medical Education Learn From the Neurobiology of Learning? Academic Medicine, Vol. 86, No. 4 / April 2011

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