- En
este regreso habría que considerar medidas excepcionales, como las
promociones automáticas de curso, el aprobado general en la universidad
-no sería la primera vez que pasaba- o la supresión de las pruebas de
selectividad, dando por buena la nota media del bachillerato.
Escuela en casa
Me acuerdo, de ello
hace ya un par de décadas, que tuve ocasión de hacer un par de reportajes a
fondo sobre esta modalidad educativa, muy minoritaria en nuestro país, pero
bastante extendida en otros lugares como Estados Unidos. La visita suscitó
enormes debates sobre la legalidad de esta iniciativa: sobre si se garantiza el
derecho no a la escolarización, por supuesto, pero si a la educación. Otro
interrogante que se planteaba en el reportaje era el de hasta qué punto estos
niños y niñas compensaban este encierro solitario con otras formas de
socialización en el tiempo extraescolar y de ocio.
Pero no es esto lo
que hoy me viene a la memoria sino quiénes eran estos educadores y cómo
organizaban el proceso de enseñanza. La tipología de estas y otras familias
respondía a un perfil muy definido: personas de clase media, con estudios y un
apreciable nivel cultural, que ya entonces ejercían el teletrabajo o se
dedicaban a tareas relacionadas con el ámbito artístico y artesanal. Vaya, que
la pareja podía combinar perfectamente su trabajo con el acompañamiento
educativo intensivo. Además, disponían de amplios y amables espacios tanto
interiores como exteriores. Me sorprendió el ambiente relajado, cómo estos
niños podían trabajar con autonomía, la cantidad de recursos de que disponían y
cómo se movían por distintos espacios: ahora tomaban un libro de la biblioteca
y se ponían a leer, en otro momento comentaban un documental sobre la
naturaleza, hacían ciencia en la cocina u observaban las temperaturas y los
cambios del tiempo e, incluso, colaboraban en algún trabajo artesanal del padre
o de la madre.
¿Sería posible esta
educación en hogares de cuarenta o cincuenta metros cuadrados, donde apenas
penetran los rayos de luz y sin ningún espacio exterior, y donde a veces
conviven tres generaciones o donde niños o adolescentes están a cargo de un
solo miembro familiar? En viviendas sin conectividad ni con un solo libro. Y
con madres y padres sin apenas estudios, que durante el curso las pasan canutas
para ayudar a sus hijos en los deberes y tareas escolares, sin capacidad ni
recursos, con dificultades insalvables para ejercer el teletrabajo, cuando
disponen de esta posibilidad, o que son despedidos temporalmente con la
ansiedad e incerteza que los vuelvan a contratar cuando termine esta pandemia.
Pienso estos días
en esta amplia diversidad de familias: en cómo las pertenecientes a las clases
medias -donde pesa tanto o más el nivel cultural que la posición económica- se
reinventan creativamente con esta extraordinaria lluvia de ofertas culturales y
escolares tecnológicas virtuales -muchas de gran calidad- a las que ya están
acostumbrados, aunque ahora se disparen exponencialmente y con carácter
gratuito. Y pienso en las familias trabajadoras, sobre todo en las que padecen
la pobreza y la exclusión social o la bordean, para quienes el coronavirus no
hace sino visibilizar e intensificar aún más sus habituales situaciones de
sufrimiento, vulnerabilidad y desigualdad: esta depende con frecuencia del
código postal. Si, la desigualdad va por barrios y se acrecienta en épocas de
crisis, epidemias y otras desgracias colectivas. Llueve sobre mojado.
Un retorno a las aulas lento y distinto
Algunos estudios
muestran que la brecha en el rendimiento educativo crece durante las vacaciones
de verano, debido a que las niñas y niños de clase media y alta participan en
actividades culturales y lúdicas más estimulantes que la infancia de la
pobreza, con la pertinente intervención, acompañamiento y ayuda familiar. Muy
probablemente también esto sucederá cuando el alumnado vuelva a sus centros.
¿Cuándo y cómo será
este regreso? Mi ignorancia y la imprevisibilidad no me autoriza a decir nada
al respecto. Pero sí pienso que es recomendable rebajar la presión sobre lo que
conviene recuperar para compensar el tiempo perdido y sobre las evaluaciones. A
las criaturas y jóvenes, y a sus madres y padres, se les han pedido muchos
sacrificios, con bastante sufrimiento y con medidas excepcionales. También en
este retorno cabría considerar medidas excepcionales, tales como las
promociones automáticas de curso, el aprobado general en la universidad -no
sería la primera vez que ocurre- o la supresión de las pruebas de selectividad,
dando por buena la nota media del bachillerato. La lista de propuestas es larga
y se presta a todo tipo de adaptaciones e interpretaciones. En cualquier caso,
no es el momento de volver a las rutinas convencionales en situaciones
normales, porque la normalidad se ha roto por los cuatro costados.
¿Qué se me antoja
como prioritario? Atender con la máxima ternura y eficiencia tres de las
funciones que, históricamente y en la actualidad, cumplen las mejores escuelas
renovadoras para atender al alumnado tras acontecimientos especialmente
dolorosos: el cuidado, la conversación y la solidaridad. Lo primero es la
acogida del alumnado, un acto de celebración acompañada de abrazos y de
aproximaciones demasiado tiempo reprimidas, mediante un: ¿Cómo os encontráis?
colectivo, y un “¿Cómo estás”, individual, porque las vivencias han sido
distintas. Y, tras la acogida, la conversación, en círculo, abierta, libre y
espontánea, con mucha escucha, respetando los silencios. Dentro del aula, y si
puede ser en el patio o dando un paseo o en pleno bosque, tanto mejor. Es el
momento de expresar y compartir miedos, angustias, estados de ánimo, tensiones,
incertidumbres, sus momentos felices y los más duros. Y un montón de
experiencias vividas. De que cada persona cuente su tiempo subjetivado. De
generar empatía y estrechar vínculos.
Y, claro está, es
el momento de las preguntas, de interrogarse, siempre en función de cada tramo
educativo, qué ha ocurrido, por qué ha ocurrido, si las medidas que se han
tomado eran las más adecuadas, qué consecuencias ha tenido, cómo han actuado
tanto las administraciones como la ciudadanía, cuáles son las necesidades
básicas y cuáles las prescindibles respecto al consumo, cómo se han gestionado
los conflictos, qué hemos aprendido en todos los sentidos, y qué horizontes de
futuro se abren. Especialmente interesante, más allá de las estadísticas del
dolor, es visualizar las iniciativas solidarias y de ayuda mutua que han
surgido durante estos días, poniendo el foco en aquellas nuevas que puedan
promoverse como colectividad, en las que el alumnado puede participar, activando
la colaboración y ayuda mutua.
Los nuevos hábitos
obligados del confinamiento han creado nuevas formas de vida, con
cotidianidades familiares más próximas, saludables, ralentizadas y humanizadas
-no siempre, porque ya he dicho que las situaciones son variopintas y algunas
quizá se han convertido en un infierno-, con una disminución extrema de la
contaminación.
Hay dos libros que, a tenor del confinamiento, he releído parcialmente, porque me parecen extraordinariamente oportunos, ahora más que nunca: Elogio de la lentitud de Carl Honoré, y Elogio de la educación lenta de Joan Domènech. Dos obras hermosas y complementarias que ponen el foco en la tensión entre el cronos -la obsesión por la celeridad, la medición y la urgencia- y el kairós, otro modelo de vida que apuesta por la pausa, la reflexión y la vivencia intensa del presente, que trata de resistir a la presión que ejerce ya desde la primera infancia el consumo veloz y precoz de una oferta sobrecargada de estímulos, contenidos, oportunidades y bienes de todo tipo. Es el movimiento slow que logra liberar el tiempo secuestrado y que nos recuerda, por ejemplo, que en educación, menos es más, que hay que devolver tiempo a la infancia o que tenemos que repensar el tiempo de las relaciones entre las personas adultas y la infancia y adolescencia.
Reforzar el Estado del Bienestar, las redes de solidaridad y la cohesión
del profesorado
Me viene también a
la memoria el espléndido documental de Ken Loach El espíritu del 45,
que cuenta cómo en Gran Bretaña, tras la emergencia generada al término de la
II Guerra Mundial, el Partido Laborista puso todo su empeño para salir de la
pobreza y alumbrar una sociedad más justa y fraternal. Fue el nacimiento del
Estado del Bienestar, con la nacionalización de algunos servicios públicos
básicos. Otros países europeos, sobre todo los nórdicos, bajo la estela de la
socialdemocracia, siguieron por esta senda. Eran años en que el capitalismo
keynesiano de rostro humano priorizaba la acción del Estado y amortiguaba las
embestidas del mercado. En la década de los 80 este sistema empieza a
agrietarse, de modo más brusco o ralentizado, con la irrupción del
neoliberalismo que campa a sus anchas con una consigna inequívoca: más mercado
y menos Estado.
En España, donde
todo llega tarde y con menos energía, también disfrutamos de las mieles del
Estado del Bienestar con una sanidad pública más que digna, pero todo se vino
abajo con la cadena de privatizaciones que empezaron a imponerse en algunas
comunidades autónomas a modo experimental y que fueron permeando el conjunto
del Estado, con procesos de privatización incontrolados y vergonzantes en
sanidad, educación y servicios sociales. La estocada final la dieron los
recortes en estos ámbitos, que aún no se han revertido. Por eso, la sanidad no
puede atender a tantos enfermos y, ya antes del coronavirus, las listas de
espera se eternizaban, por no hablar de una salud mental colapsada: lo estuvo
tras la crisis y a buen seguro que volverá a estarlo tras la pandemia. Por eso
muchos servicios sociales autonómicos y municipales, carentes de personal,
están saturados. Y por eso se acrecientan en la educación los procesos de
segregación y exclusión social, sin recursos para atender la tan cacareada
atención a la diversidad y la educación inclusiva, y con una enseñanza
universitaria encarecida que pone en serias dificultades a los estudiantes más
precarios para proseguir sus estudios. Hace ya tiempo que la movilidad y el
ascensor social se han detenido.
No estamos ni salimos
de una guerra como en el caso de Gran Bretaña, pero sí de una situación de
emergencia en la que esta pandemia nos ha mostrado la fragilidad del actual
sistema capitalista. Sí, claro está, se arbitrarán medidas de choque social,
más o menos adecuadas y de menor o mayor magnitud, pero puede que estas medidas
coyunturales sean, a la larga, del todo insuficientes. Porque son las
estructuras del Estado las que hay que cambiar, con un creciente protagonismo y
mayor intervención sobre el sector privado -incluidas algunas
nacionalizaciones- para que la brecha de la desigualdad no se acreciente, para
no consolidar esta nueva clase social del precariado y, en definitiva, para
poder atender con recursos y solidez, los derechos sociales de toda la
ciudadanía, en tiempos excepcionales o no. Porque el COVID-19 puede ser solo la
chispa de una crisis económica estructural largamente anunciada.
Pero a la necesaria
soberanía democrática del Estado cabe añadir la no menos imprescindible
fortaleza de la sociedad civil y de los movimientos sociales a través de las
redes de fraternidad y solidaridad. Ya existen en muchas ciudades, barrios y
pueblos. Luchan por la emancipación de la mujer, contra el cambio climático,
para enriquecer el capital cultural de toda la población, para atender a los
colectivos más vulnerables, para abrir nuevos espacios de participación y
empoderamiento social y para mejorar las condiciones de vida de cada persona y
de su entorno cotidiano.
Durante estos días
se suceden nuevas muestras de solidaridad, homenajeando al personal sanitario
desde los balcones, convertidos en el espacio más emblemático de comunicación,
fiesta, música y resistencia; creando redes de apoyo para las personas más
aisladas y necesitadas; activando la creatividad para confeccionar mascarillas
o emprender múltiples iniciativas, con pequeños detalles como el de algunas
floristerías que, para evitar que las flores se marchiten hacen ramos de flores
y los dejan a la entrada de las casas. Los pequeños detalles también son
poderosos. Sería bueno que este poso solidario trascendiera tras la pandemia y
generara nuevas redes de solidaridad estables o alimentara a las ya existentes.
¿Y qué decir de la
educación? ¿Qué lecciones estamos aprendiendo estos días? ¿Cómo vivirá el
profesorado el coronavirus y la pospandemia? Puede que también la situación les
ayude a estrechar sus relaciones, a cuidarse y a cohesionarse como colectivo.
Una cohesión necesaria para afrontar nuevos y viejos retos, como el de
garantizar el derecho a la educación -no el de la mera escolarización- a toda
la población, comprometiendo tanto los poderes públicos como a los diversos
agentes educativos y sociales para que las actividades extraescolares, el
acceso al mundo de la cultura y del ocio más creativo y humanizado estén al
alcance de todas las infancias y adolescencias. Para que, en situaciones
cotidianas habituales y excepcionales, todos y todas puedan disfrutar de las
mismas oportunidades.
Un deseo final: que
el árbol del coronavirus, de raíces profundas y ramas que se extienden hasta el
infinito, no nos impida ver el bosque donde habitan tantos seres humanos
ignorados, discriminados y sometidos a todo tipo de privaciones: Inmigrantes y
refugiados, mujeres amenazadas y maltratadas, el creciente precariado, las
personas mayores desatendidas en sus hogares, la infancia excluida de la
pobreza o la juventud sin futuro.
Por
Jaume Carbonell es pedagogo, periodista y sociólogo
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