“No somos los
docentes subversivos quienes metemos a Maldonado con fórceps en el aula, sino
el mismo Estado el que nos pide que busquemos las formas de trabajar esos
contenidos”, escribe Manuel Becerra, maestro de Historia. La desaparición de
Santiago Maldonado se discutió en muchas escuelas argentinas, incluso a pedido
de los mismos estudiantes. Los docentes fueron acusados de “adoctrinar”. El
peor pecado, escribe el autor, es subestimar a los pibes: creer que son
frasquitos de cristal que se pueden rellenar con emulsiones de malicia.
El miércoles 30 de agosto empecé la clase de Historia en 4° año con
menos tiempo del habitual. La profe de Literatura me había pedido una de mis
dos horas porque quería terminar de ver una película, de modo que solo me quedaban
40 minutos. En ese tiempo una tenía que hacer un repaso velocísimo –imposible,
banal– de las políticas sociales del peronismo.
—Saquen la fotocopia, vamos a mirar rápido las páginas 67 y 68.
Los alumnos manipulaban constituciones nacionales, las apartaban, las
guardaban.
—¿Tienen prueba de Derecho hoy?
—Sí —contestaron.
Así que un par de minutos después de encarar el trabajo para un lado, y
con pocos minutos por delante, decidí darles una mano y mirar algunas cosas
que, pensé, les podrían resultar útiles para la prueba.
—Esperen hagamos una cosa: agarren sus constituciones y busquen el
artículo 14 bis. Guadalupe, léelo en voz alta.
—“El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las
leyes…” —empezó a leer Guadalupe. La iba frenando para hacer algunas
puntualizaciones—. “…participación en las ganancias de las empresas…”.
—Quedémonos ahí.
Empezamos un debate acerca del significado de este fragmento, del
contexto político de la sanción de la reforma constitucional de 1949 y del de
su anulación en 1957, de su soslayo a pesar de ser un derecho constitucional.
La charla fue derivando hacia la inconsistencia entre la letra de la ley y su
cumplimiento efectivo.
—Profe, ¿vio el video que salió sobre lo de Santiago Maldonado?
—preguntó María V.
—No. A ver, busquen el artículo 75, inciso 17. Sabrina, léelo. Y Sabrina
arrancó.
—“Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas
argentinos. Garantizar… la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que
tradicionalmente ocupan”.
—Frená ahí.
Quienes no son docentes ni alumnos desconocen la cotidianidad de los
vínculos que construimos todos los días en las aulas. Esto impide reconocer
algunas de sus lógicas de funcionamiento: un docente puede planificar hasta el
más imperceptible de los detalles de una clase, seleccionar cuidadosamente los
contenidos, materiales y consignas a desarrollar. Puede haber tomado todas las
precauciones que nos enseñaron en el profesorado para reducir al mínimo el
vacío o la falta de tiempo. Pero la clase, como toda aplicación real de un
diseño imaginado, se topa con variables de incertidumbre.
En el aula, esos elementos disruptivos, muchas veces, tienen que ver con
un tejido social desgarrado y sus efectos –pibes llorando, golpeados,
violentos, pibas embarazadas a los 13–, con la falta de infraestructura –faltó
el único profe que tiene llave del armario donde está el proyector– y otros
aspectos macro. Pero por fuera de las guadañas de la alienación que acechan al
trabajo docente, hay una variable de incertidumbre que, por el contrario, es la
más virtuosa de todas: la pregunta de los pibes.
Más aún: no cualquier pregunta sino la que funciona de punta del
iceberg, de Aleph borgeano de inquietudes solapadas que se han ido configurando
lentamente en la subjetividad de los pibes. Y por alguna razón, la desaparición
de Santiago Maldonado funcionó así.
El acto educativo es una obra que no trata sobre los docentes. Los
protagonistas del cuento son los chicos y las chicas que van adquiriendo esa
rutina repetitiva de asistir a clase a un horario determinado para esperar
todos los días más o menos lo mismo. En ese hábito que se extiende por 14 años
de forma diaria y obligatoria es que está el más brutal de los
adoctrinamientos, en todo caso, y no en lo que diga un docente.
Pero decíamos: los protagonistas son ellos. La desaparición de Santiago
Maldonado, y su rebote social y mediático, permiten trabajar desde ese caso
cuestiones relacionadas a los Derechos Humanos, la propiedad de la tierra, los
latifundios, los derechos de los pueblos originarios, el concepto de
desaparición forzada, la vigencia de la ley, las relaciones de fuerzas entre el
Estado y los empresarios, entre una infinidad de etcéteras que figuran no en
una sino en varias materias de cualquier Diseño Curricular –esto es, la
definición concreta de contenidos– de las escuelas argentinas. Por su parte,
los marcos pedagógicos de toda la normativa educativa vigente impulsan la
formación de sujetos críticos, solidarios, comprometidos con el sistema
democrático, con herramientas para analizar su comunidad, su país y su mundo.
Dicho de otro modo: no somos docentes subversivos –por usar una
categoría que parece haber recobrado vigencia– quienes metemos a Maldonado con
fórceps en el aula, sino el mismo Estado el que nos pide que busquemos las
formas de trabajar esos contenidos. Y este caso logró la materia prima, la
piedra filosofal del acto educativo: alumnas y alumnos preguntando: ¿Dónde está
Santiago Maldonado?
¿Cómo desaprovechar la oportunidad de tener a los pibes inquietos por un
tema para trabajar los mismos contenidos que nos indica la ley?
En escenarios de intenso debate político puede ser normal pasar, en el
aula, de lo planificado al emergente en apenas 15 minutos. Políticas sociales
del peronismo, reforma constitucional de 1949, Santiago Maldonado. Sin escalas.
Porque así, con espasmos e intensidad, es como se marca la agenda en la
coyuntura política argentina del siglo XXI.
Ante eso, CTERA –la confederación de sindicatos docentes más importante
del país– elaboró un cuadernillo de materiales para abordar la desaparición de
Santiago Maldonado en las aulas. Algunos docentes decidieron tomar esas
sugerencias, se detectaron esas actividades áulicas y sobrevino el escándalo:
“Adoctrinamiento”. Hordas de indignados virtuales –y no tanto– compartiendo
modelos de notas para negarnos a los docentes mencionar, frente a sus hijos, el
nombre ardiente -porque quema, porque deja en evidencia, porque falta- de
Santiago Maldonado.
Directoras y rectores desatados prohibiendo, de palabra, mencionar el
nombre maldito del desaparecido. El remedio, para ellos y ellas, pareció
conjurar el ensordecedor grito por su aparición por medio del silencio. Justo
en la escuela: el lugar de las preguntas, de los gritos en el recreo, de las
voces que susurran y ríen. Justo en el siglo XXI: donde aunque un docente no lo
nombre en el aula las pintadas están, los videos circulan en las redes, los
news bussinessmen agreden mapuches en su circo salvaje de los domingos a la
noche. Justo en la era de la ubicuidad y la sobreinformación, la reacción
inmediata fue imponer el silencio.
A la posmodernidad, al posfordismo, al postodo se le puede pedir
cualquier cosa, menos silencio.
Taparles la boca a los pibes sólo les genera más ganas de gritar.
Sospecho que hay una idea medio espectral sobrevolando la indignación de
moda. Más allá de la evidente demonización que el gobierno ha hecho de los
docentes –mafiosos, mercenarios, millonarios, faltadores–, los materiales de
CTERA, la reacción –obvia– de los docentes de trabajar el tema en las aulas y
la salvaje condena biliar que se desató parecen tener un hilo conductor. Tal
vez sea la idea de que la publicación de materiales, por parte de un sindicato,
implica que los afiliados al mismo vamos a salir acríticamente, como un
ejército de caminantes blancos, cuadernillo en mano, a conquistar las aulas.
Nuestras armas serían una retórica implacable que lava cerebros al instante,
como un toque Midas que resetea las subjetividades que los pibes construyeron
durante años y años, para derramar la cicuta: el nombre maldito del
desaparecido.
Por otra parte, los sindicatos tienen todo el derecho de publicar los
materiales que deseen de forma inconsulta, en el marco de la libertad de
expresión. Otro escenario es que sus afiliados, o docentes no afiliados,
decidan usar esos materiales en clase. Como afiliado a un sindicato enmarcado
dentro de CTERA, opté por no hacerlo (y me reservo, en este caso, las razones).
Ni siquiera me sugirieron utilizarlos. Es más: no conozco de primera mano a
nadie que lo haya hecho (pero, naturalmente, mi universo es muy limitado).
Las sugerencias didácticas que pueda elaborar un gremio no son –de
ninguna manera– de cumplimiento obligatorio: sí lo son, en cambio, las
indicaciones de los Diseños Curriculares y las leyes educativas vigentes. Y
sólo el Estado tiene esa potestad, que es indelegable.
—Ustedes no lo van a creer, pero hay una campaña mediática feroz para
que no estemos hablando de esto en este momento, que dice que la escuela debe
ser apolítica y esto es adoctrinamiento.
Los pibes, las pibas, soltaron el mate y los bizcochitos en el banco,
dejaron de mirarse una mancha en la remera de Boca, apartaron los ojos del
celular con carcasa de brillantina, y me miraron incrédulos. Enseguida
siguieron bufas e indignaciones. No les entraba en la cabeza las razones de esa
condena.
Ellos fueron paridos con el cambio de siglo, transcurrieron casi toda su
vida bajo el kirchnerismo. Nacieron en una Argentina feroz, pero con una
institucionalidad democrática cuya legitimidad nadie pone seriamente en duda.
Tal vez estas alumnas y alumnos, que han vivido toda su vida y
transitarán toda su educación en una democracia sin amenazas, sepan
perfectamente que todo lo humano es político. El peor pecado, siempre, es
subestimarlos: creer que son frasquitos de cristal que se pueden rellenar con
emulsiones de malicia. No: ellos entienden mucho mejor que la mayoría de los
adultos lo que pasa adentro de un aula.
Un día tendrán voz. Un día participarán del debate público. Un día
tomarán decisiones importantes.
Un día, ojalá, van a
gobernar. Entretanto, exijámosle al gobierno la aparición de Santiago
Maldonado.
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