Lo que más hace que me cuestione mi
trabajo son los adultos y su predisposición por acallar las malas praxis.
¿Hasta cuándo permitiremos que el “compañerismo” esté por encima de las buenas
prácticas?
Los motivos para que alguien se plantee, e incluso decida, ser maestro,
maestra, pueden llegar a ser muy dispares. Hay quienes fantasean con una clase
en silencio, espaldas erguidas y ojos bien atentos al docente. Se imaginan a
ellos mismo paseándose por la clase, dando un discurso que automáticamente se
refleje en los cuadernos o en la resolución de una batería de ejercicios. Hay
quienes visualizan un escenario totalmente antagónico: una clase en ebullición,
donde el alumnado ha tomado el control de la clase, donde estos se mueven de un
lugar a otro, accediendo a todos los rincones de la clase, gestionando y
llevando a cabo el trabajo de manera autónoma. Otros se decantan por las risas
frescas y espontáneas de los pequeños, por sus juegos y sus descubrimientos.
Hay quienes han puesto su mirada en aquellos con más dificultades, aquellos a
quien les tiembla la voz cuando se le hace una pregunta, o aquellos otros a
quienes se les escapa la mirada por la ventana porque las paredes del aula y el
retumbar de las voces en un espacio cerrado no les convence o agrada.
En las expectativas iniciales de cualquier profesor, es la relación
(unilateral, bidireccional, etc.) con los alumnos lo que nos empuja hacia esta
profesión. Son los alumnos y solo ellos, quienes están presentes en nuestro
imaginario. Pero una vez dentro de la escuela, uno se da cuenta de que la
realidad dista mucho de esto. Ser profesora o profesor implica por igual el
contacto con estudiantes que con adultos, pero esto pocas veces se piensa,
pocas veces se enseña o se explica.
¿Y qué implica esto? Implica muchas cosas; por ejemplo, que hay
que consensuar el trabajo que se haga en el aula, la metodología,
los contenidos, incluso los materiales. No existe una enseñanza “mía”, en tanto
que, generalmente, hay que acordarla con lo que llamamos un “paralelo” (el
profesor o profesora de la otra clase). Por no hablar de otros muchos más
acuerdos que implican la línea general de una escuela. Con ello quiero decir
que ningún profesor es totalmente “libre” ni dueño de la
enseñanza que ejerce. En ocasiones puede ser beneficioso: trabajar al lado de
alguien con quien se tiene afinidad, de quien se aprende y descubren cosas
interesantes. Otras veces, sin embargo, nos encontramos trabajando, codo a
codo, con la antítesis de nosotros mismos; con el antagonista de nuestras
ideas, metodología e incluso principios.
El trabajo con los alumnos puede ser agotador: estar a su nivel de
energía, estar en disposición y capacidad de manejar los distintos ritmos en el
aula, resolver y afrontar los conflictos, problemas o dificultades que cada una
de las personitas que habitan el aula puedan tener. Pero, personalmente, el
desgaste más corrosivo al que me he enfrentado ha sido el de lidiar con
compañeras y compañeros que me colocan ante disyuntivas morales y éticas que
raramente se manifiestan o se abordan entre el profesorado.
¿Qué hacer cuando eres testigo de prácticas en el aula más que dudables?
¿Qué hacer cuando somos conocedores de actitudes que van en contra de la
integridad y el respeto hacia los alumnos? Existe un pacto tácito de no
delatar, de no acusar a un compañero/a; algo así como una “camaradería”
entre profesores (también las existe en otros colectivos, como médicos o
políticos, por ejemplo.), que te obligan a mantener en secreto cosas que te
corroen por dentro; en pro de ese supuesto “respeto” que se deben entre sí los
docentes.
Acusar a un compañero/a de estar haciendo cosas intolerables o, si más
no, cuestionar su manera de tratar a los alumnos, por ejemplo, está mal visto
en nuestra profesión. De todos modos, aunque una lo quisiera hacer, tampoco hay
muchas alternativas. Dirigirse a dirección a contar lo visto es ser un delator.
Si esto trasciende entre el claustro, serás apartada y mirada con recelo.
También se te podrá tachar de altiva (¿quién se ha creído que es?). Dirección
está, en este contexto, atada de manos: siempre será su palabra contra la tuya.
Eso, si no se da el caso de que hacen aquello tan practicado entre nuestra
sociedad: hacer la vista gorda. Al fin y al cabo, nadie es perfecto, este docente
tiene plaza fija (habría que redactar un informe bien feo y desagradable, y eso
es ser un traidor)… En fin, que nadie quiere enredarse en estos berenjenales.
La única (tampoco definitiva) opción, es que los alumnos hablen con la
familia y que esta haga llegar sus quejas a dirección o inspección. En este
caso, el profesor/a puede recibir un aviso. Pero seamos realistas, estamos
hablando de trato, por lo que muchas veces ni los propios alumnos son
conscientes de que están siendo menospreciados. Decirle a una alumna o alumno,
literalmente, que su trabajo es una mierda, llamar idiota, vago, corto a
alguno, preparar un mal examen y culpar al alumnado de su fracaso en vez de
asumir las culpas, reñir a gritos… Si una da vueltas por las escuelas, se
encuentra con cosas de estas.
Lo más desgastante y frustrante de mi trabajo es enfrentarme a toda la
injusticia y al encubrimiento de esta que rodea el mundo de la infancia; a todo
el abuso, digámoslo claramente. Lo que más hace que me cuestione mi trabajo son
los adultos y su predisposición por acallar las malas praxis.
¿Hasta cuándo permitiremos que el “compañerismo” esté por encima de las
buenas prácticas?
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/10/09/no-delataras-que-hacer-ante-las-malas-practicas-docentes/
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