La actitud que tomemos frente a los fenómenos de la globalización está determinada por nuestra concepción política. Son amplios los efectos negativos, pero en este artículo, el autor se encarga de resaltar algunas posibilidades que otorga a los docentes.
A los efectos aquí pertinentes, podemos concebir la
globalización como un proceso (¿podemos decir “dialéctico”?) de deslocalización
/ relocalización por el que las comunidades en las que se insertan y actúan los
centros educativos pierden progresivamente tanto su diferenciación externa
(entre unas y otras) como su homogeneidad interna (dentro de cada una). Lo
primero es obvio, pero no siempre se perciben todas sus implicaciones para la sociedad. En parte
consiste en el denostado proceso de macdonalización, es decir, en la extensión
por doquier de unos mismos productos materiales y culturales, pero esta visión
parcial es parte integrante de una representación sesgada en la cual todo lo
malo viene, apabullante, de fuera (de la sociedad), mientras que lo poco bueno
que nos queda resiste, heroico, cómo no, dentro (en la escuela). Incluso la
comida basura o la cultura pop han de tener sus ventajas, o nadie pagaría por
ellas, pero, sobre todo, son sólo una cara de la globalización, que tiene otra,
más interesante, formada por la nueva accesibilidad de muchos bienes y
experiencias, la apertura de horizontes y la consiguiente relativización del
entorno inmediato, la difusión mucho más amplia de cualquier conocimiento a
consecuencia de las economías de escala, la casi inevitable implicación moral
en los problemas del mundo, etc.
La globalización crea tanto la posibilidad como la necesidad
de extender la cooperación mucho más allá de los límites de la organización del
centro y de las relaciones estables, duraderas y exclusivas oficialmente
avaladas de organización a organización. Un profesor no está hoy circunscrito a
colaborar con los profesores de su centro, sino que puede hacerlo con los que
trabajan sobre materias o proyectos semejantes en cualquier otro lugar; un
centro puede hermanarse con otro situado a miles de kilómetros, sea por algún
tipo de afinidad, por un motivo solidario o por el simple placer de anular la
distancia; un alumno puede integrarse en grupos de mensajería, chats, listas y
otras tramas con sus coetáneos —o simplemente sus afines, saltando por encima
de las barreras de edad habituales en el medio físico— de cualquier lugar;
aunque los destinatarios finales de las actividades no necesariamente lo
perciban, la gran mayoría de los actores especializados con los que de un modo
u otro se relacionan los centros y los profesores —agencias, expertos,
asociaciones, grupos de trabajo…— actúan en buena parte dentro de redes mucho
más amplias y con escasas limitaciones territoriales.
Pero, además, la globalización genera una fuerte
diversificación interior de las comunidades en las que los centros se insertan.
Una vía clara es la de las migraciones, que mueven a millones de personas por
el planeta y van dando a una comunidad local tras otra un carácter cada vez más
diverso y multicolor. Otra es que, al depender las comunicaciones en menor
medida de la proximidad física, no es preciso ya que la especialización
funcional (la división del trabajo) coincida con la especialización local (la
división del territorio), de modo que cada comunidad local puede albergar una
mayor diversidad (y, por tanto, una mayor complementariedad) económica, social,
laboral, cultural, etc. Si hace unos decenios podía calificarse al maestro como
extraño sociológico, por ser alguien que, en una trayectoria individual de
movilidad ocupacional, cultural y geográfica, resultaba un implante ajeno a una
comunidad estable y asentada, hoy nos vamos acercando a lo contrario: la
escuela representa uno de los elementos más estables, cuando no de los más
inertes, de unas comunidades que se ven sometidas a constantes flujos externos
y reestructuraciones internas. El profesor ya no es un agente modernizador
injertado en la comunidad local tradicional, en la que habría de trabajar
prácticamente sólo, sino el agente (uno de los agentes) de una institución (el
centro) a cuyo alrededor bullen individuos, grupos y organizaciones, con las
cuales podría cooperar constituyéndose en nodo activador del proyecto
educativo, en el núcleo movilizador de una red, en actor de la escuela-red
(aunque también puede, por cierto, enclaustrarse contra viento y marea)
A su vez, esa especificidad de lo local (no ya por su
anterioridad o su supervivencia a la globalización, sino por derivar de ella)
hace que cada comunidad, cada público, cada centro, cada generación escolar,
sean singularmente únicas. No existe ya modo ni manera de que una autoridad
distante del terreno pueda establecer, con carácter general, la fórmula
adecuada para educar, sino que es preciso desarrollar proyectos específicos hic
et nunc, para un momento y un lugar dados, pero en el entendido de que hablamos
de un lugar que ya no es el territorio particular y de un momento que ya no es
el tiempo común, porque de lo que se trata no es de la especificidad del tiempo
y el espacio abstractos, sino de la peculiaridad de tal o cual conjunto de
alumnos, familias, vecinos… en tal o cual momento de su desarrollo individual y
colectivo. En tales condiciones, una educación mínimamente eficaz y de calidad
requiere proyectos específicos, concebidos, implementados y evaluados según las
circunstancias igualmente específicas del centro, de su público y de su
entorno.
Extraído de
Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca