Es reconocido que
todos los fenómenos sociales tienen su repercusión, positiva o negativa, en la escuela. Instituciones
que antes eran activas socializadoras, se han replegado. La escuela ha barrido
a todas las instituciones socializadoras extrafamiliares ¿Qué función le
compete para el logro de una buena convivencia social? ¿Qué sentido podemos
darle a la “socialización de la socialización”?
La crisis de la familia y la comunidad como instituciones
custodias es también, en parte, su crisis como instituciones socializadoras. Y
aquí confluyen otros procesos similares, como los que afectan al aprendizaje y
a la religión. En
todos los casos, instituciones que antes compartían la socialización —la
domesticación, el disciplinamiento y la moralización, para ser más exactos— de
la infancia, ahora desaparecen, se repliegan, se inhiben o, simplemente,
pierden eficacia a este respecto, haciendo que aumenten así, por simple
exclusión, la necesidad y la carga relativas de la escuela.
El aprendizaje de los oficios ha desaparecido virtualmente.
Cuando una proporción importante de familias vivían en economías de
subsistencia (como parte del campesinado) o del trabajo por cuenta propia
(campesinado, artesanado, pequeño comercio), cuando la ley permitía una
incorporación más temprana al trabajo asalariado, la escolarización estaba
menos extendida y cuando grupos ocupacionales controlaban las condiciones de
acceso al oficio o profesión, entonces, los adolescentes y jóvenes se
convertían pronto en aprendices, ayudantes, asistentes, pajes, horteras,
botones y similares (o en ayudas familiares), quedando bajo una difusa tutela
de los trabajadores adultos. Los estatutos de aprendices reflejaban muy bien
esta relación dual: transmisión de las cualificaciones, por un lado, y
formación moral por otro (a cambio de lo cual el aprendiz trabajaba gratis o
casi y servía al maestro). Hoy, el trabajo por cuenta propia es minoritario y,
en una alta proporción, profesional (lo que excluye la incorporación al mismo
si no se posee un título superior); las empresas familiares son escasas y,
muchas veces, sus propietarios no quieren ser sucedidos por sus hijos o son
éstos quienes no desean hacerlo; los gremios han perdido, en general, el
control sobre la formación y el acceso a los oficios. La formación profesional
tiene hoy su sede en el sistema educativo formal.
La iglesia ha pasado de una fuerte integración a una
relación superficial con la comunidad local y de un lugar principal a un papel
secundario en la socialización de niños y adultos. Si mantiene un peso
importante es, en buena medida, por y a través de la escuela, por su capacidad
de promover y mantener centros privados, sus privilegios en los públicos y su
influjo sobre el magisterio. Es la religión quien está en deuda con la
escolarización, y no al contrario. Las prácticas y las creencias religiosas se
han privatizado y suavizado, pasando de la sumisión a un poder omnipotente (el
temor de Dios) a una simple sublimación de la moral. Aunque no
albergo la menor duda de que hemos ganado mucho más de lo que hemos perdido (y
así seguirá siendo) con la secularización de la sociedad, una de las cosas
perdidas, para no volver, es ese cómodo mecanismo vigilante del dios
omnipresente que todo lo ve y casi todo lo castiga, insustituible para lograr
un comportamiento conforme a las normas en la clandestinidad (la soledad), en
todo caso, y en el anonimato de la gran ciudad, tanto más cuando la comunidad
difusa desatiende esa función.
La escuela, por su parte, también ha cambiado. De ocupar
apenas un discreto lugar en la vida de las personas (cuatro a seis años para la
mayoría, menos o nada para muchos y más que eso sólo para los pocos encaminados
a las profesiones liberales y burocráticas), ha pasado a absorber prácticamente
la niñez, la adolescencia y buena parte de la juventud: diez años obligatorios
de derecho, más otros cinco o seis obligados de hecho (infantil y secundaria
superior). Huelga decir que ese tiempo de más en la escuela es tiempo de menos
en la familia, en la comunidad y en el trabajo, lo cual ya justificaría por sí
mismo un mayor papel de la escuela en la moralización de la infancia.
Progresivamente, pues, la escuela ha barrido a todas las
instituciones extrafamiliares antes encargadas de la socialización de la
infancia, la adolescencia y la juventud y ha ido arrinconando a la propia
familia. Es importante subrayar que el primer interesado en ello ha sido el
profesorado, que ha visto en la expansión del sistema educativo formal e
informal una fuente de oportunidades profesionales. La escolarización, y
todavía más la pública, ha sido siempre presentada como la alternativa
necesaria al adoctrinamiento religioso, a un aprendizaje pretendidamente
ineficaz y constreñido por el conservadurismo de los gremios y a las
desigualdades sociales y culturales de origen. Pero estas demandas se
planteaban como si con sólo pedir y obtener más de lo mismo (más tiempo de
escolaridad y para más gente) fuera a llegar la solución de todos los males,
mientras que ahora se reclaman medios adicionales para que no se vean alteradas
las viejas condiciones de trabajo (la manida falta de recursos).
La escuela es la primera institución pública (pública vs.
doméstica, sea estatal o privada) a la que los niños acceden de modo
sistemático y prolongado. Esto, por sí solo, la señala como el lugar de
aprendizaje de formas de convivencia que no cabe aprender en la familia, donde
aquélla está vertebrada por los lazos del afecto y la dependencia personal. La
familia puede educar eficazmente para la convivencia doméstica, pero es
constitucionalmente incapaz de hacerlo para la convivencia civil, puesto que no
puede ofrecer un marco de experiencia. En esto puede cooperar con la escuela,
pero no puede entregarle el trabajo hecho. Por lo demás, la escuela puede
encontrarse con que la sociedad más amplia y su propia lógica institucional la
empujan en direcciones distintas a las de la familia, o a las de algunas
familias, incluso en terrenos en que la socialización doméstica sí es eficaz
(por ejemplo, en el ámbito de las relaciones de género, donde aquélla tiende a
ser más igualitaria que ésta).
Además, la escuela es, para la mayoría, el primer lugar de
aproximación a la diversidad existente y creciente en la sociedad global. En
ella se ve el niño llevado a convivir de forma sistemática con alumnos de otros
orígenes, razas, culturas, clases y capacidades con los que, fuera de la
escuela, tiene una relación nula o escasa —algo aplicable incluso, en muchos
casos, para alumnos de otros sexos y de otros grupos de edad—. Aunque el
respeto hacia el otro o la igualdad de derechos de todos los ciudadanos puedan
predicarse en la familia, de ninguna manera pueden alcanzar en ella la
materialidad práctica y continuada que encuentran en la escuela. Ésta
experiencia, esencial para la convivencia civilizada, no puede ser ofrecida por
la familia, pues es precisamente lo contrario a ésta: la convivencia buscada,
creada, consciente, con los otros, frente a la comunidad natural con los
nuestros.
La escuela es, asimismo, la primera experiencia con la
coerción y la autoridad impersonales. No hablo de la clásica denuncia de la
“escuela-prisión”, la “escuela-cuartel” o el “aula-jaula”, sino de la autoridad
y la coerción necesarias e inevitables que toda sociedad ejerce sobre todos sus
miembros, al exigirles adaptarse a unas normas de convivencia con independencia
de sus filias y de sus fobias. El reverso de esto es que la actitud del
individuo frente a la autoridad tiende a ser menos efectiva y tradicional y más
instrumental (relación medios-fines) y racional (cálculo coste-beneficio) que
en el contexto familiar, con el posible cuestionamiento abierto de la autoridad
del profesor y de las exigencias de la institución, abierto a cualquier tipo de
manifestación aunque no necesariamente atentatoria contra la convivencia.
La principal función de la escuela no ha sido nunca enseñar,
sino educar. Para bien o para mal, el objetivo de la institución escolar, como
de cualquier forma de educación, siempre ha estado más en modelar la conducta,
las actitudes, las disposiciones, etcétera. que el conocimiento teórico o las
actividades prácticas. De manera explícita unas veces e implícita otras (a
través de las actitudes y las prácticas asociadas a la adquisición de saberes y
destrezas), la escuela siempre ha servido para formar súbditos o ciudadanos,
trabajadores subordinados o profesionales autónomos, mentes sumisas o críticas…
De hecho, maestros y profesores siempre han reivindicado su papel de educadores
frente al de simples enseñantes, siendo ahora cuando, por vez primera, podemos
encontrarnos con lo contrario (“Yo soy geógrafo, no un trabajador social”).
Esta es la idea latente tras fórmulas tan manidas como educación integral,
multilateral, completa…: que el individuo es un todo, y la escuela no puede
pretender ocuparse de sólo una parte.
La socialización de la socialización (la colectivización de
la educación, para entendernos) que suponen el papel creciente de la escuela
frente a la familia y la comunidad y la perentoriedad de las demandas dirigidas
a aquélla no son más que otro aspecto de la socialización galopante de la vida. Se depende más de
las escuelas para la educación de la infancia y de la juventud como se depende
más de los hospitales para la atención a los enfermos, de las residencias para
el cuidado de los ancianos, de la policía y la judicatura para el mantenimiento
del orden social o del mercado y del Estado para el aprovisionamiento de bienes
y servicios. Con la educación sucede como con la comida, pero al revés: ésta la
compramos medio hecha en la tienda y la terminamos de hacer en casa; aquélla la
enviamos a medio hacer a la
escuela. En este contexto, el manido reproche de que las
familias se desentienden de la educación carece por completo de sentido (como
afirmación generalizada).
Al prolongarse la escolaridad obligatoria, el profesorado de
secundaria (y, en particular, el de bachillerato) recibe en masa a un alumnado
que antes estaba fuera de la escuela (o en la formación profesional), y el magisterio
se ve llevado a lidiar con algunos alumnos de edad cada vez más avanzada. Al
mismo tiempo, la creciente sensibilidad social respecto de las condiciones de
la escolarización, los derechos y ámbitos de libertad de los niños, etcétera,
lleva a una limitación de la autoridad del profesorado de todos los niveles
—como también de los funcionarios y los profesionales en todos los ámbitos,
pero, frente a los niños, todo parecía permitido—, a la vez que el repliegue de
otras instancias de socialización y control de niños, adolescentes y jóvenes y
las carencias de la familia hacen que los alumnos puedan llegar a las aulas,
por decirlo de algún modo, más asilvestrados. La creciente alarma sobre la
violencia en las aulas, o en las relaciones con los padres, no pasa de ser una
injustificada e injustificable tormenta en un vaso de agua, alimentada por el
malestar generalizado del profesorado y por la avidez de acontecimientos de los
claustros, que una y otra vez magnifican nimiedades o presentan como signo de
los tiempos lo que no son más que casos excepcionales. Sin embargo, permanece
en pie el hecho de que, a la vez que se limita y acota la autoridad del
profesorado ante el alumnado, la diversificación de éste plantea nuevos
problemas, entre ellos algunos de convivencia y disciplina.
En estas circunstancias no creo que tenga sentido marear la
perdiz sobre si los padres han abdicado de controlar la conducta de sus hijos o
es el profesorado quien lo ha hecho, si las familias piden demasiado a la
escuela o es ésta la que ofrece demasiado poco, y así sucesivamente. Lo que
importa es comprender que la familia y la escuela se han quedado solas en la
tarea, que ninguna otra institución va a venir ni puede venir a socorrerlas
salvo en funciones secundarias y que a ellas les corresponde, por tanto, buscar
un nuevo reparto de tareas adecuado, suficiente y eficaz.
Extraído de
Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca
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