miércoles, 25 de junio de 2014

La acción local en la sociedad global


La actitud que tomemos frente a los fenómenos de la globalización está determinada por nuestra concepción política. Son amplios los efectos negativos, pero en este artículo, el autor se encarga de resaltar algunas posibilidades que otorga a los docentes.


A los efectos aquí pertinentes, podemos concebir la globalización como un proceso (¿podemos decir “dialéctico”?) de deslocalización / relocalización por el que las comunidades en las que se insertan y actúan los centros educativos pierden progresivamente tanto su diferenciación externa (entre unas y otras) como su homogeneidad interna (dentro de cada una). Lo primero es obvio, pero no siempre se perciben todas sus implicaciones para la sociedad. En parte consiste en el denostado proceso de macdonalización, es decir, en la extensión por doquier de unos mismos productos materiales y culturales, pero esta visión parcial es parte integrante de una representación sesgada en la cual todo lo malo viene, apabullante, de fuera (de la sociedad), mientras que lo poco bueno que nos queda resiste, heroico, cómo no, dentro (en la escuela). Incluso la comida basura o la cultura pop han de tener sus ventajas, o nadie pagaría por ellas, pero, sobre todo, son sólo una cara de la globalización, que tiene otra, más interesante, formada por la nueva accesibilidad de muchos bienes y experiencias, la apertura de horizontes y la consiguiente relativización del entorno inmediato, la difusión mucho más amplia de cualquier conocimiento a consecuencia de las economías de escala, la casi inevitable implicación moral en los problemas del mundo, etc.

La globalización crea tanto la posibilidad como la necesidad de extender la cooperación mucho más allá de los límites de la organización del centro y de las relaciones estables, duraderas y exclusivas oficialmente avaladas de organización a organización. Un profesor no está hoy circunscrito a colaborar con los profesores de su centro, sino que puede hacerlo con los que trabajan sobre materias o proyectos semejantes en cualquier otro lugar; un centro puede hermanarse con otro situado a miles de kilómetros, sea por algún tipo de afinidad, por un motivo solidario o por el simple placer de anular la distancia; un alumno puede integrarse en grupos de mensajería, chats, listas y otras tramas con sus coetáneos —o simplemente sus afines, saltando por encima de las barreras de edad habituales en el medio físico— de cualquier lugar; aunque los destinatarios finales de las actividades no necesariamente lo perciban, la gran mayoría de los actores especializados con los que de un modo u otro se relacionan los centros y los profesores —agencias, expertos, asociaciones, grupos de trabajo…— actúan en buena parte dentro de redes mucho más amplias y con escasas limitaciones territoriales.

Pero, además, la globalización genera una fuerte diversificación interior de las comunidades en las que los centros se insertan. Una vía clara es la de las migraciones, que mueven a millones de personas por el planeta y van dando a una comunidad local tras otra un carácter cada vez más diverso y multicolor. Otra es que, al depender las comunicaciones en menor medida de la proximidad física, no es preciso ya que la especialización funcional (la división del trabajo) coincida con la especialización local (la división del territorio), de modo que cada comunidad local puede albergar una mayor diversidad (y, por tanto, una mayor complementariedad) económica, social, laboral, cultural, etc. Si hace unos decenios podía calificarse al maestro como extraño sociológico, por ser alguien que, en una trayectoria individual de movilidad ocupacional, cultural y geográfica, resultaba un implante ajeno a una comunidad estable y asentada, hoy nos vamos acercando a lo contrario: la escuela representa uno de los elementos más estables, cuando no de los más inertes, de unas comunidades que se ven sometidas a constantes flujos externos y reestructuraciones internas. El profesor ya no es un agente modernizador injertado en la comunidad local tradicional, en la que habría de trabajar prácticamente sólo, sino el agente (uno de los agentes) de una institución (el centro) a cuyo alrededor bullen individuos, grupos y organizaciones, con las cuales podría cooperar constituyéndose en nodo activador del proyecto educativo, en el núcleo movilizador de una red, en actor de la escuela-red (aunque también puede, por cierto, enclaustrarse contra viento y marea)

A su vez, esa especificidad de lo local (no ya por su anterioridad o su supervivencia a la globalización, sino por derivar de ella) hace que cada comunidad, cada público, cada centro, cada generación escolar, sean singularmente únicas. No existe ya modo ni manera de que una autoridad distante del terreno pueda establecer, con carácter general, la fórmula adecuada para educar, sino que es preciso desarrollar proyectos específicos hic et nunc, para un momento y un lugar dados, pero en el entendido de que hablamos de un lugar que ya no es el territorio particular y de un momento que ya no es el tiempo común, porque de lo que se trata no es de la especificidad del tiempo y el espacio abstractos, sino de la peculiaridad de tal o cual conjunto de alumnos, familias, vecinos… en tal o cual momento de su desarrollo individual y colectivo. En tales condiciones, una educación mínimamente eficaz y de calidad requiere proyectos específicos, concebidos, implementados y evaluados según las circunstancias igualmente específicas del centro, de su público y de su entorno.



Extraído de
Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca

jueves, 5 de junio de 2014

Apostar por una escuela democrática

¿Por qué apostar por la escuela en el SXXI? ¿Qué sentido podemos otorgar a “vivir en democracia”? ¿Las competencias para “vivir con el otro” se adquieren? ¿Y a vivir en la diversidad?


En las condiciones actuales, una pregunta que nos podríamos formular es si resulta posible seguir apostando por la escuela. Y nos atrevemos a responder que sí: que su función tiene carácter de imprescindible más que en ningún otro ámbito (aun reconociendo como pendiente su contribución para universalizar la democratización de la enseñanza y lograr el pleno desarrollo de las potencialidades de todos los alumnos como sujetos y ciudadanos).

Hoy dependemos más de la escuela que de la familia para la formación de los ciudadanos, como dependemos también más de los hospitales que de nuestras familias para el mantenimiento de nuestra salud, como lo hace explícito Fernández Enguita. Esta función indelegable está relacionada con potenciar en los alumnos el ideal democrático, la construcción de los valores que lo sustentan y de las capacidades necesarias para hacerlo posible. En este sentido, es importante que la escuela fortalezca todos los niveles de participación, de diálogo y de comunicación para propiciar experiencias de aprendizaje, en los que la vivencia del ejercicio ciudadano sea una realidad. Guillermo Hoyos señala, parafraseando a Habermas, que sin intersubjetividad del comprender, ninguna objetividad del saber, lo cual significa que lo previo a todos los procesos cognitivos son procesos de interrelación social, de reconocimiento del otro como diferente en su diferencia y, por tanto, como interlocutor válido. La educación, como mediación entre lo privado y lo público, como proceso de aprendizaje de ciudadanía, debe –reafirma identificarnos a todos en lo que somos semejantes, es decir, en que somos diferentes y como tales capaces de competencias comunicativas: diferentes en su diferencia e interlocutores válidos. En este punto señala el papel irreemplazable de la escuela, como mediadora entre lo privado, la familia, y lo público, la sociedad civil. La escuela tiene su propia institucionalidad para poder cumplir con toda autonomía esta función de preparar ciudadanos.

En lo cotidiano de la vida escolar es donde los niños y las niñas adquieren una comprensión directa sobre qué significa vivir en democracia. Tanto es así, que, en donde haya discriminación, poco importa estudiar sobre derechos; en donde reinen actitudes excluyentes poco abiertas a la aceptación y valoración de la diversidad, poco importa pregonar una cultura multicultural. Esto muestra una vez más que las competencias para vivir con otros se adquieren no solo como resultado de la instrucción directa sino también, y especialmente, de las oportunidades que pueda brindar la escuela de ponerlas en práctica en el día a día escolar. En las ocasiones de escuchar a otros, en las de ponerse de acuerdo, en las de manifestar el desacuerdo, en las de aceptar las diferencias, se recrean competencias y actitudes que podrán ponerse en juego en la relación de cada uno con los otros, dependiendo tanto de la organización y cultura de la escuela, como de las formas pedagógicas utilizadas, como del conocimiento explícito de contenidos.

Seguramente, será en la escuela donde los niños y niñas vivan las primeras experiencias de aproximación a la diversidad existente en la sociedad: allí se verán enfrentados a la necesidad de convivir de forma sistemática con personas de distinto origen, con las que puede tener poca relación fuera del ámbito escolar. La escuela puede ofrecer el espacio donde sea factible poner en práctica conductas y sentimientos que hagan posible la convivencia con la diversidad del otro. Si bien las familias pueden predicar el respeto por el otro, la práctica efectiva se alcanza en la escuela. Además, es en la escuela donde los niños viven por primera vez la experiencia de tener que enfrentarse a situaciones que les exigirán adaptarse a normas en un marco de relación menos afectiva y más impersonal. Esta contemplación de las normas es un requisito que, necesaria e inevitablemente, cualquier sociedad demanda a sus miembros. Estas instituciones, comenta Lidia Fernández, son las que, al marcar lo permitido y lo prohibido, muestran al individuo el poder y la autoridad de lo social, el riesgo y la amenaza implícita en la trasgresión, el beneficio y el reconocimiento de la obediencia. Es necesario señalar además –continúa que, si bien las instituciones en su aspecto de lo instituido configuran la trama de sostén de la vida social y el andarivel por el que transcurre el crecimiento de los individuos, inevitablemente se confrontan y entran en lucha con los desvíos que conforman el cuestionamiento y la posibilidad de concreción de lo instituyente. Cuando el niño llega a la escuela para aprender y para convivir con otros bajo pautas regulativas distintas de las que tuvo hasta ese momento, no comienza desde la nada, sino que ya dispone de un cuantioso muestrario, que tendrá que regular y adaptar a las nuevas condiciones y circunstancias; en el interjuego de la tensión entre organización e individuo, se cristalizarán los rasgos que lo constituirán como sujeto individual a la vez que socializado.

La socialización del sujeto en una particular cultura escolar es una cuestión que nos plantea en toda su integridad la complejidad del papel de la escuela en este tema, pues la pertenencia cultural previa del sujeto puede entrar, en ocasiones, en tal grado de incompatibilidad con sus condiciones, valores y expectativas, que tenga como resultado el abandono de la escuela por parte de este. La obligatoriedad de la educación poco puede hacer cuando el sujeto capta significados, imágenes, miradas en la vida cotidiana institucional en los que no está incluido.

En los párrafos anteriores mencionábamos la complejidad del contexto social y cultural, las dificultades que tiene la escuela para operar en él y la necesidad de actualizar y potenciar su función en la instalación de una convivencia, que haga posibles aprendizajes democráticos más allá de estas dificultades. La variedad de factores que están en juego en esta consideración hacen suponer que las estrategias o programas por implementar, deben posibilitar intervenir en todos los niveles respetando las particularidades de cada caso. Aprender a convivir en la escuela es un aprendizaje en el que están involucrados profesores, alumnos, auxiliares, padres, como el sistema educativo general, que enmarca las distintas acciones que realiza la escuela. Los profesores tienen que aprender a convivir con sus alumnos, pues en cada grupo se produce una situación inédita, que hace que los recursos, las iniciativas, las maneras de relacionarse y los efectos sean únicos. Un mismo tema, un mismo ejemplo, no tendrá la misma repercusión en un grupo que en otro, en una escuela que en otra. Por su parte, el alumno deberá aprender a contemplar la adquisición y valoración de los contenidos académicos curriculares prescritos, al tiempo que deberá ir aprendiendo a trabajar con otros en grupo, a escucharse, a respetarse adquiriendo la convicción y el hábito de que no hay derechos sin responsabilidades y de que el ejercicio de los derechos debe acompañarse con la responsabilidad de los actos. Todos están implicados en una relación en la que no hay excepciones, pero sí responsabilidades distintas.

A modo de síntesis
La escuela como espacio público de construcción de lo público tiene la responsabilidad de promover espacios de convivencia, en los cuales el desarrollo de habilidades, conocimientos, actitudes, destrezas y valores ayude a la comprensión e instalación de procesos democráticos, y a moverse en ellos para participar activa y cívicamente en la concreción de un mundo más humano con personas también más humanas. Este desarrollo de la persona como ciudadano no debe competir con la adquisición académica, sino que la debe complementar, darle sentido y anclaje, revalorizando la necesidad de promover los valores humanos más elementales. La educación, sin ser la única vía para esto, es sin duda muy significativa. Sin educación no será posible el análisis, la reflexión, la interiorización crítica ni la asunción de los valores necesarios para promover acciones transformadoras. Es la educación la que posee el encargo social de formar a las personas en la adhesión y práctica de valores humanos universales. La convivencia en el ámbito escolar puede iniciar este recorrido.

Hacer esto implica incidir sobre distintos aspectos de lo educativo, que abarca desde los contenidos curriculares hasta la organización misma de la escuela. Implica, asimismo, una genuina transformación, que incluye crear lazos comunes respetando tanto el desarrollo individual del educando como la promoción de procesos, en los cuales sea posible recrear en el aula el debate sobre lo que entendemos por justo, por legítimo, y construir los espacios para el ejercicio cotidiano de esa práctica democrática, ya que son las acciones diarias las que permiten vivir y fijar lo aprendido. Se apoya también en un conocimiento solvente del docente de los contenidos curriculares como de estrategias metodológicas, que le ayuden a enseñar mejor, a favorecer la integración y la creación de contextos saludables. Conlleva visualizar al docente como sujeto fruto de una biografía única e irrepetible y que, en función de ella, necesitará asumir y reflexionar acerca de lo que le pasa, para construir con su propia historia la experiencia de hacer posible la transmisión de aprendizajes. Importa también crear condiciones para que la formación de los alumnos pueda ir más allá de la obediencia y de la heteronomía, para avanzar hacia una autonomía responsable. Supone una participación genuina de la comunidad educativa como también la implementación de actividades extracurriculares, que ofrezcan a los estudiantes la posibilidad de involucrarse en su comunidad. Encierra también la creación de vínculos con otras áreas del Estado. Todos estos aspectos y muchos otros no mencionados comprometen procesos a más largo plazo, puesto que el trabajo con valores, actitudes y comportamientos demanda tiempo. No podemos negar que lo anterior expresa muchas aspiraciones y que, para lograrlas, implican cambios profundos desde lo político hasta el interior de la escuela; no obstante, reconocer la situación donde estamos y saber adónde queremos llegar nos exige insistir en la construcción y en la búsqueda de nuevas opciones y comprensiones, para hacer que esta distancia pueda reducirse.



Extraído de:
El desafío de la convivencia escolar: apostar por la escuela.
Autora: Alicia Tallone
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone, Coordinadores
Metas Educativas 2021: la educación que queremos para la generación de los Bicentenarios


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