¿Podemos
pensar que el trabajo docente como una “performance”? ¿Como una "actuación"? En tal caso ¿Cómo
evaluarla? ¿Es el docente un “generador de motivación”? ¿De qué dependen los
aprendizajes de los alumnos? En definitiva ¿Cómo articular la evaluación de los
docentes, con un proceso de mejora?
Pensar en el trabajo docente como una performance puede
ser de utilidad cuando se quiere comprender su especificidad. Con Paolo Virno,
uno podría preguntarse qué tienen en común “el pianista que nos deleita, el
bailarín experimentado, el orador persuasivo, el profesor que nunca aburre o el
sacerdote que da sermones sugestivos”; la respuesta es: la virtud, entendida
como el conjunto de capacidades de los artistas ejecutantes. La docencia,
entonces, es un trabajo de virtuosos y esto, al menos, por dos razones:
1. Es una actividad que se cumple y tiene el propio fin en sí
misma.
2. Es una actividad que exige la presencia y cooperación de
otros, es decir, que necesita de un público.
Por lo tanto es un trabajo sin obra, sin producto: es una performance.
Una buena clase no tiene producto inmediato. Según Virno, a falta de productos
el virtuoso tiene testigos. La virtud (la calidad del docente) está en la
ejecución y en la actuación y no en el producto.
Por lo tanto, la enseñanza es una praxis, es decir, una acción
que tiene su fin en sí misma, que se manifiesta en su desarrollo. Desde este
punto de vista, la praxis del docente es como la conducta ética y política, y
se diferencia de una práctica productiva que termina en la elaboración de un
producto determinado y separado del trabajo. En este caso, la calidad de la
ejecución está en el producto (es improbable un zapatero que trabaja bien, pero
produce zapatos defectuosos).
El maestro hace un trabajo donde el producto es inseparable del
acto de producir. Es una actividad que se cumple en sí misma sin objetivarse en
un resultado inmediato y evaluable.
¿Y cuál es la capacidad (o “competencia”, si seguimos los
dictados de la moda) que distingue a los ejecutantes virtuosos? La capacidad
comunicativa, responde Virno. La comunicación se convierte en el contenido
central del trabajo. Por eso el público (en este caso los alumnos y sus
familias) es el evaluador primario e inapelable del trabajo del docente. Solo
ellos están en condiciones de formular un juicio de valor, porque ellos “están
allí” donde el maestro ejecuta su acción pedagógica. Virno se pregunta también
“¿cómo se hace para evaluar a un cura, a un experto en publicidad, a un experto
en relaciones publicas? ¿Cómo se hace para calcular la cantidad de fe, de deseo
de posesión, de simpatía que ellos son capaces de crear?” La misma pregunta
vale para los profesores: ¿cómo se hace para medir y evaluar la cantidad de
pasión, de curiosidad, de creatividad, de sentido crítico en relación con el
conocimiento y la cultura que es capaz de producir un maestro en sus
estudiantes?
Dijimos antes que el docente de hoy debe ser antes que nada un
generador de motivación, interés y pasión por el conocimiento. También debe
crear y recrear permanentemente las condiciones de su propia autoridad y
reconocimiento. Y ¿qué recursos hay que poseer y emplear para ejecutar esta
función y lograr estos estados? Es probable que ellos mismos deban poseer estas
cualidades en relación con la cultura y el conocimiento para poder suscitarlos
en sus estudiantes. Para ello necesitan tener competencias expresivas, saber,
imaginación, capacidad comunicativa. Deben saber movilizar emociones y
sentimientos y para ello deben invertir ellos mismos estas cualidades de su
personalidad.
De esta peculiaridad del trabajo del docente se deriva una serie
de consecuencias al momento de decidir qué estrategias emplear para medir la
calidad de su trabajo. Esta es una preocupación propia del gestor de la educación. No es una
preocupación de las organizaciones representativas de los trabajadores de la
educación, sino de los políticos y administradores de los sistemas educativos
contemporáneos. En muchos casos, ellos tienden a considerar al trabajo docente
como cualquier trabajo productivo y creen que el maestro genera un producto: el
individuo educado. El producto del trabajo del profesor sería el aprendizaje de
los alumnos. Pero aunque uno esté de acuerdo con esta proposición, debe tener
en cuenta al menos tres cuestiones básicas:
1. La primera tiene que ver con el hecho de que es por lo menos
difícil pensar la relación entre el trabajo de un docente singular y el
aprendizaje de sus alumnos. Por lo general, el trabajo de un maestro es
contemporáneo con el trabajo de otros maestros. ¿Cómo hacer para distinguir el
efecto específico de uno en relación con el de los otros?
2. La segunda es que el aprendizaje no depende solo de la performance
de los profesores. Se sabe casi desde siempre que lo que un alumno aprende
depende de otros factores que los profesores, por lo general, no siempre están
en condiciones de controlar. El efecto de los llamados factores sociales no
escolares (capital cultural familiar, aprendizaje extraescolar, etc.) son tan
(y a veces más) importantes como los propiamente pedagógicos. ¿Cómo separar
entonces lo que se puede imputar a la virtud de los docentes y lo que se debe a
otras experiencias extraescolares? Las técnicas estadísticas que se utilizan
con mayor frecuencia no permiten medir en términos de “causalidad estructural”
(o el efecto de interdependencia) las complejas relaciones entre las “variables
de la escuela” y las “variables del alumno”.
3. La tercera cuestión a tener en cuenta en la evaluación es que
muchas veces los aprendizajes desarrollados en la escuela solo se manifiestan y
valorizan en un momento diferido del tiempo. Hay cosas que se aprenden en el
presente y que solo se valoran muchos años después, cuando el aprendiz se
inserta en determinados campos de actividad. ¿Cómo distinguir los aprendizajes
efímeros de aquellos realmente valiosos, es decir, permanentes? La durabilidad
de los aprendizajes debe ser tenida en cuenta al momento de evaluar su calidad.
Y esto solo puede hacerse después de la escuela.
En tanto servicio personal que se ejerce con otros y “sobre
otros”, la enseñanza “es un trabajo difícilmente objetivable, un trabajo cuya
‘producción’ se mide mal” (Dubet). Pero, además, las evaluaciones que se hacen
del trabajo del docente, por más detalladas y exhaustivas que pretendan ser,
siempre dejan de lado algún aspecto que es juzgado esencial por los propios
protagonistas, los cuales difícilmente se reconozcan en esas evaluaciones. Por
lo general, esas cosas que no se evalúan tienen que ver con las relaciones cara
a cara con los alumnos, con las familias, con el director y los colegas,
aspectos que sin duda constituyen un capítulo fundamental de su trabajo. En la
cuestión relacional el maestro pone mucho de sí, pone su cuerpo, sus
sentimientos y emociones, es decir, mucho más que el conocimiento de
competencias, técnicas o procedimientos aprendidos. En realidad, cuando se
habla de virtuosismo del docente, se hace referencia a estas cualidades que se
ponen en juego en la relación con los otros para obtener credibilidad,
confianza, para evitar o resolver conflictos, evitar tensiones, etc.
Según esta perspectiva hay que distinguir dos dimensiones en el
trabajo docente. Una tiene que ver con el contenido crítico y ético del
trabajo; la otra se desprende del contexto organizacional donde el maestro
actúa. No hay que olvidar que la performance docente no se despliega en
el vacío, sino en un contexto organizacional, predominantemente de tipo
burocrático, es decir, regulado y jerárquico. Según Dubet, “la yuxtaposición de esta lógica de
organización y de un trabajo crítico fuertemente subjetivo participa de una
representación de la vida social en la cual los temas individuales y morales
parecen separarse de aquellos de la actividad organizada”. La mayoría de los
maestros “están tentados a oponer el calor y la singularidad de su experiencia
en el trabajo a la objetividad anónima de las organizaciones que enmarcan su
actividad”.
Si el trabajo del docente es estructuralmente complejo de
“medir”, más difícil y cuestionable es hacerlo en un momento determinado del
tiempo y usando solo un instrumento de “medición”. En todo caso, los
aprendizajes de los alumnos al finalizar un año escolar pueden servir como un
indicador, extremadamente incompleto, para medir la virtud del docente ejecutante.
Es probable que haya que diversificar la evaluación del producto al mismo
tiempo que buscar estrategias que tomen en cuenta la calidad de la ejecución. Aquí
nuevamente hay que decidir quiénes están en condiciones de opinar sobre la misma. Lo cierto es que
en este caso los alumnos y sus familias tienen ventajas ciertas con respecto a
los gestores y políticos de la educación.
Un indicador de la complejidad que plantea la evaluación de los
docentes es el hecho de que en casi todas partes este es un tema extremadamente
conflictivo y acerca del cual existe poco consenso. Incluso en muchos países
que destacan por la calidad de sus sistemas educativos (Finlandia es un caso
ejemplar) no existe ninguna evaluación formal de los docentes.
En síntesis, los alumnos, los propios docentes y las familias (en
el caso de los maestros de primaria) por lo general no se equivocan cuando
distinguen a un buen profesor de un mal profesor. Sin embargo, esta
“evaluación”, por ser informal, produce un capital de prestigio que, al no
estar objetivado e institucionalizado, no produce consecuencias mayores sobre
la carrera de los docentes (asignación de funciones jerárquicas, salarios,
etc.).
Cabe destacar que el problema se plantea cuando los sistemas
educativos, al privilegiar la expansión de la escolarización sin invertir lo
necesario en la formación de los docentes ni en salarios y condiciones de
trabajo, han contribuido primero a la decadencia del oficio para luego
denunciar “la baja calidad de la docencia”. Quizá una adecuada comprensión del
proceso que llevó a esta situación permitiría ver que en muchos casos los
profesores también fueron víctimas de un proceso que en gran parte los
trasciende. Si se parte de esta hipótesis, más que gastar en evaluar a los
docentes en ejercicio (para “condenarlos”, como en el Perú actual) habría que
mejorar sustantivamente la formación de los docentes y sus condiciones de
trabajo y remuneración en vez de gastar en evaluaciones que tienen por objeto
condenar a las víctimas ante la sociedad, ocultando así las responsabilidades
históricas de la clase política en la degradación del oficio de docente. Pero
más allá de esta discusión es evidente que en la mayoría de los países existe
una distancia entre la realidad del trabajo cotidiano de los docentes en las
aulas y el discurso oficial de las políticas educativas que formalmente busca
adaptar la educación a las nuevas condiciones y exigencias, muchas veces
contradictorias, que se generan en las dimensiones económicas, sociales y
culturales de la sociedad contemporánea.
Extraído de
Reflexiones sobre la construcción social del oficio docenteEmilio Tenti Fanfani
En
Aprendizaje y desarrollo profesional docente
Consuelo Vélaz de Medrano
Denise Vaillant
Coordinadoras