El pensamiento postmoderno se presenta como único, arrollador, y tal vez como “el fin de la historia”. Como docente tengo que ubicarme, ¿Coincide con mi forma de ver el mundo? ¿Es posible pensar el mundo de otra manera?
Para empezar, cabe señalar que la postmodernidad es
irresponsable en sus excesos, legitima la opresión y la exclusión, dejando en
pie al único discurso fuerte que aún queda: el del liberalismo a ultranza o neo
liberalismo (en su vertiente o interpretación más extendida, en que la economía
es el centro y único eje vertebrador) que, al menos en parte, se construye a
partir de la constatación postmoderna de que no podemos establecer ningún
principio regulador en un mundo fragmentado; así, la intervención estatal en la
economía es imposible e inútil pues nadie puede predecir o saber que ocurrirá,
la política queda negada: es imposible (Huerta de Soto).
Este mismo autor desde este liberalismo económico radical afirmará
siguiendo los postulados de la escuela de Hayek, la falsedad de los esquemas
que se establecen tratando de identificar causas y consecuencias generales,
para centrarse en el hombre como sujeto creativo, empresario; él, es el único
principio posible en el desarrollo de la ciencia, lo que imposibilita la
predicción, la ciencia y, especialmente, el socialismo y la intervención
política en la economía; la recuperación del sujeto epistemológico que postula
la postmodernidad es utilizada aquí para situar al sujeto en el centro como
empresario y creador; cada sujeto es propietario de su propio yo y, por tanto,
lo que uno crea de la nada es de él, tiene derecho a ello y nadie puede
plantear que lo reparta o que lo restrinja, entre otras cosas porque estaría
violando un principio ético fundamental: la libertad, pero, también, porque se
da la imposibilidad de utilizar óptimamente los recursos públicos, pues es
imposible conocer y predecir causas y consecuencias. Así, de una tajada se
justifican el fin de la política y la legitimación de la acumulación sin
límites.
Se puede constatar, según Habermas, una estrecha relación
entre neoconservadurismo y postmodernidad, aunque los neoconservadores parecen
rechazar la postmodernidad por ser un conservadurismo distinto al que ellos
postulan.
“La postmodernidad, es
conservadora porque al eliminar la conciencia histórica y afirmar el eterno
retorno de lo igual, elimina, también, cualquier esperanza de mejorar la sociedad. El orden
establecido y el sistema se toman como un hado frente al que es inútil e
incluso contraproducente rebelarse... No hay nada que hacer, por tanto, no
hagamos nada” (González, 1991: 181).
No hay, pues, esperanza de cambio. Es, en otra famosa
versión de los hechos, el fin de la historia. Además, la postmodernidad, nos propone
desconfiar de todos los discursos, con lo que la política, sea está de derechas
o de izquierdas, es indiferente, todas las políticas y discursos son iguales,
las ideologías han muerto. Pero, puede afirmarse que “mientras los filósofos postmodernos pontifican acerca de la negatividad
del poder, los poderes (económicos) avanzan y se exhiben sin pudores ni
vergüenzas” (González).
Poderes que legitiman la desigualdad y hacen cada vez menos
libres a la mayoría en favor de la absoluta libertad de una cada vez más exigua
minoría:
“¿no es esto llevar a
su extremo la moral aristocrática nietzscheana? Así, se piensa la ética desde
la aristocracia del mundo de hoy. Desde ella, suena de nuevo a falso todo el
reconocimiento verbal a la multiplicidad de culturas y pueblos".(…)
“El reconocimiento que
los postmodernos hacen a mi historia, mi cultura, etc. desde su primer mundo,
suena al reconocimiento de mi derecho y su derecho a seguir desviviendo yo y
viviendo ellos. Ellos piensan, quizás con razón, que no vale la pena salir de
su presente para un futuro x; pero ¿Y nosotros?” (Ese nosotros se refiere a los
países subdesarrollados desde donde el autor reflexiona sobre la postmodernidad,(Moreno).
Ante los excesos postmodernos, ¿Todo vale?, ¿Cabe hablar sin
referente?, ¿Todos los discursos valen igual y son igualmente legítimos y
validables?, ¿Es igual el discurso o la forma de conocimiento que desarrolla un
médico que la que desarrolla un chaman, igual el discurso y la identidad del
oprimido y del opresor?
Cuando se plantean los discursos débiles, la ausencia de
seguridades, la ética light, la necesidad de reconocer la diversidad, se puede
estar haciendo el juego a discursos nacionalistas excluyentes, a planteamientos
segregadores, a planteamientos legitimadores de la opresión y de la desigualdad
social.
Bucear y centrarse en la fragmentación, en la nada, en el
vacío, obvia la atención a otros procesos y circunstancias que también se están
produciendo hoy en nuestro mundo, como los procesos de globalización o el
establecimiento de presupuestos universales desde el neoliberalismo capitalista
sin oposición.
La postmodernidad se recrea en la fragmentación desde un
planteamiento unidimensional, olvidando que estamos también en el tiempo de la
globalización, lo que supone desarrollar una lógica de análisis parcial (Munné).
Por otra parte, si las realidades (formas de vida y formas
de conocer) son esencialmente diferentes y así hay que reconocérselo, ¿qué
principio asegura la comunicación entre formas de conocimiento y de vida
diferentes? ¿O sólo cabe incomunicarse? ¿No hay una serie de principios
básicos, una serie de normas fundamentales de convivencia universales que
puedan servir de comunicación (Derechos Humanos)?
La postmodernidad puede, también, estar legitimando el
individualismo en su vertiente más negativa, individualismo segregador y
manipulador, y el nacionalismo negativo ante la ausencia de principios de
comunicación entre el uno y los otros y la constatación de que todos los
discursos son igualmente válidos.
Este río revuelto también arrastra a la democracia
deslegitimándola “no hay valores
absolutos a realizar mediante el diálogo, y por tanto, por medio de la democracia;
como no hay un lugar definitivo al que nos dirigimos” (Vattimo).
La postmodernidad no es ingenua a la política, ni sus consecuencias
son inocuas para la vida de las personas; “Cada experiencia es juguete de su
objeto (Rubert De Ventos) ¿Cómo no ver aquí, tras la máscara de la actividad
desenfrenada, la pasividad del sujeto ante el mundo? ¿No es éste un discurso de
la aceptación, del sometimiento, si se le despoja de toda la pirotecnia verbal
que lo enmascara? ¿A qué otra cosa lleva la declaración explícita de muerte
para el relato de la emancipación?... Claro que así pierden sentido palabras
como justicia, libertad, humanidad, comunidad y tantas otras, ahora relegadas
al baúl de los recuerdos” (Moreno).
Con la postmodernidad parece que todo vale, no necesitamos
referentes, la realidad no existe.
“La disolución de
todas las continuidades, de todos los universales, de todas las unidades,
implica, por supuesto, la disolución de la ética; sin reglas generales, sin
consenso posible sobre la conducta humana, la ética queda librada a la
diversidad de lenguajes, a los consensos regionales y transitorios y en último término
al individuo, ética fractal o del fragmento”. (…)
“La imposibilidad de una ética, no ya universal, ni siquiera
general, es la imposibilidad de un consenso, diluye la misma posibilidad de
“estar juntos”... aunque sea por un rato. ¿Sobre qué base de acuerdo? ¿Si no
hay hombre ni en mí individuo ni en el otro?...Las éticas “blandas” si se las
toma en serio, ¿en qué quedan?; La ética del juguete puede ser muy estimulante
cuando el objeto del que uno se hace juguete es el prójimo o Dios, pero ¿en qué
queda cuando el objeto es el poder o la propiedad? Los débiles, nosotros, no
tienen derecho a existir.” (Moreno)
Por otra parte, la misma postmodernidad que niega
principios, criterios y referentes, los utiliza para criticar y de-construir la
ciencia positiva y para elevar, por ejemplo, a ciertos autores (referentes) y aportaciones
a un lugar preeminente, a veces incluso idolatrado, en su propia forma de hacer
las cosas (unos valen, otros no).
La postmodernidad (Munné) se posiciona contra la jerarquía y
la autoridad y, así, crítica a los ídolos pero también crea sus propios ídolos
y autoridades (por ejemplo, Lyotard, Baudrillard, Vattimo, Lipovetsky... y, en
otro plano, Nietszche o Heidegger).
Negar ciertos efectos positivos del progreso y de la ciencia
positiva es negar una evidencia incuestionable, si realmente desarrollamos esta
idea, abogaríamos por volver a la era de piedra o por ponernos en manos de un
chaman antes que en las de un médico o por encargar a cualquiera la
construcción de nuestra casa o por destruir, incluso, el mismo canal de
comunicación que utilizamos para comunicarnos; si se afirma que el positivismo,
la modernidad, el progreso han muerto sin más ¿dónde esta la ambigüedad, los
claroscuros y la ambivalencia o relativismo que se predican desde la
postmodernidad?.
¿Cómo sin la ciencia positiva, la modernidad y la
tecnología, podría haber avanzado la humanidad? ¿Cómo se habrían inventado, entre
otras muchas cosas el teléfono, la imprenta, la penicilina... ?
¿No nos vale nada del positivismo? Es difícil creer que lo
que se postula es un discurso débil desde estos presupuestos más bien “fuertes”
y, desde luego, poco ambiguos o relativos. Por qué no defender que el
positivismo es una opción más de interpretación de la realidad, tan válida como
otras, tan válida como la postmodernidad que, también quiere y pelea por un
puesto principal y dominante en el marco de las ciencias, tratando de
postularse como la única y verdadera opción, aunque sea a su manera, lo que,
implícitamente, la sitúa en la búsqueda de la razón, aunque la razón sea que no
hay razón valida (por cierto que, ¿no cabría preguntarse, entonces, si tampoco
lo es la postmodernidad?).
¿Por qué no plantearse recuperar lo válido de la modernidad
y alguno de sus avances? Los excesos son siempre negativos y llevan a cometer
errores de gruesa magnitud, la ausencia de ponderación radicaliza y hace perder
el rumbo, evita ver los claro- oscuros y relativizar, dos de las aportaciones,
por cierto, de la postmodernidad que, ella misma, parece olvidar al situarse en
la nada y en el vacío.
Es necesario reconocer aspectos positivos en el que se
erige, e identifica como el “enemigo” positivista, establecer diálogos y
comunicaciones para el que, ni los unos, ni los otros, parecen querer estar
dispuestos.
La postmodernidad, además, se separa de la realidad, la
niega, pudiendo padecer lo que Fromm llamó la alienación filosófica: la
separación (por otra parte irresponsable) de esa realidad que niega: “rehuir lo
concreto so capa de purismo, es una forma de escapismo intelectual y dogmatismo
inútil” (Martín Baro).
La postmodernidad es elitista, es una especie de iglesia
para iniciados, sus textos se recrean en la complejidad y en la separación de
la mayoría, en el desarrollo de lenguajes crípticos que pretenden ser
incomprensibles y lejanos del mundo. Y las élites están, hoy y siempre, ligadas
a los mismos principios, a señalar que no todos somos iguales, que no todo
discurso es igual, a legitimar y servir a ciertas posiciones de poder e
intereses de modo implícito o explícito.
El hedonismo y la felicidad que postula es inmoral:
“el “refugio lúdico” que ahora se propone como alternativa a
la militancia, no es sino la versión postmoderna de lo que siempre habíamos
llamado “torres de marfil”, porque, naturalmente, el hedonismo es privilegio de
los ricos del mundo” (González, 1991:182).
Se trata de ser feliz, de pasarlo bien, pero la diversión
es, sólo “zumo de neón contra la depresión”, o “una especie de mueca en lugar
de sonrisa” (Sabina). El hombre esta solo en el desierto y le invade un
malestar difuso, su vida no tiene sentido, es absurda.
El sujeto postmoderno es frágil, siempre provisional, sin identidad
personal, puro maquillaje:
“Vattimo afirma que la
postmodernidad lleva a cabo una cura de adelgazamiento del sujeto, yo me temo
que se le ha ido la mano en la cura y que el sujeto ha adelgazado tanto, que ya
es imposible verle” (González).
Con un mundo como el que hoy tenemos, repleto de injusticia
y desigualdad, parece irresponsable negar la realidad y destruir cualquier principio
comunicador.
Por otra parte, la posición más cómoda ante cualquier
situación, es la de criticarlo todo, la de andar apostado, parapetado,
esperando para destruir, de construir, criticar, eliminar... como parece hacer
la postmodernidad por momentos.
¿Y qué decir en el terreno socio político de la posibilidad
de legitimar, por ejemplo, un discurso racista o xenófobo desde el profundo relativismo
moral inspirado en la postmodernidad? Así, el holocausto nazi valdría igual que
la obra de Ghandi, el Main Kampft sería un discurso tan respetable y válido (en
sus opiniones) como cualquier otra obra, lo que permite, por ejemplo, legitimar
las teorías revisionistas del Holocausto.
“Afirmar que la
perspectiva del torturado y del torturador son visiones igualmente válidas, que
después de un holocausto o un genocidio no hay ninguna verdad objetiva a
determinar, que la búsqueda de la verdad constituye una ilusión propia de
occidentales sujetos a la idea de la representación, constituyen coartadas,
quizá peores que las leyes del olvido, la tergiversación del pasado o el
silencio histórico... lleva además a la inhibición práctica... y a no intentar búsquedas
para averiguar que es lo que verdaderamente sucede en la sociedad” (Reynoso).
El sujeto que surge de estos planteamientos es un sujeto
esquelético, en una sociedad raquítica, un sujeto insolidario, una sociedad en
la que predominaría el olvido del otro, el olvido del sufrimiento de los
vencidos y maltratados por la historia (Blanco).
Extraído de
Fundamentos en humanidades
Universidad Nacional de San Luis
N° II (1/2000) / pp. 77 - 110
Frente a la posmodernidad
José Guillermo Fouce
Universidad Complutense de Madrid