Primer día de clases
La práctica educativa es algo muy serio.
Tratamos con gente, con niños, adolescentes o adultos. Participamos en su
formación. Los ayudamos o los perjudicamos en esa búsqueda. Estamos intrínsecamente
conectados con ellos en su proceso de conocimiento.
Podemos contribuir a su fracaso con nuestra
incompetencia, mala preparación o irresponsabilidad. Pero también podemos
contribuir con nuestra responsabilidad, preparación científica y gusto por la enseñanza,
con nuestra seriedad y nuestro testimonio de lucha contra las injusticias, a
que los educandos se vayan transformando en presencias notables en el mundo.
Paulo Freire
Hace un año, se
realizó un pequeño homenaje, con motivo del Día del Maestro, a todos los que
dedican su vida a enseñar a las niñas, los niños y jóvenes de México y el
mundo. El homenaje consistió en presentar algunas ideas importantes de Paulo
Freire sobre las cualidades indispensables que los profesores deberían tener:
alegría de vivir, amorosidad, tolerancia, seguridad, capacidad de decidir, justicia
y, por supuesto, valentía y humildad que conducen a escuchar al otro y
dialogar.
Para Freire, mediante
el diálogo, el educador ya no es sólo el que educa sino que también es educado,
ambos, profesor y alumno viven el proceso educativo en comunión. La educación
se convierte así en una práctica de la libertad que propicia la integración y
niega el aislamiento del hombre.
Es importante seguir
leyendo, releyendo, revisando y compartiendo el conocimiento de quien
recurriendo al diálogo brindó un camino nuevo para la relación entre los
profesores y alumnos. Esta vez compartimos “El
primer día de clases”, la quinta carta en el libro Cartas a quien pretende
enseñar, en donde se abordan con amplitud dos de las cualidades fundamentales
para los maestros: la valentía, condición que implica la superación del miedo
de enfrentarse a los alumnos, y la humildad, indispensable para entablar un
diálogo fructífero con quien se pretende educar. Leamos entonces al conocido
como el pedagogo de la esperanza y sigamos reflexionando sobre el acto de
educar.
Ahora me gustaría entregarme, no con
espontaneísmo pero sí con espontaneidad, a una serie de problemas con los que
de vez en cuando se enfrenta la maestra, no sólo la inexperta, sino también la
experimentada, y a los que tiene que dar respuesta. No es que al escribir esta
carta pase por mi ánimo tener yo la respuesta a los problemas o dificultades que
iré señalando, pero tampoco que crea no tener una sugerencia útil para dar,
resultado de mi experiencia y de mi conocimiento sistematizado. […]
No posee la verdad; este libro contiene
verdades y mi sueño es que ellas, provocando o desafiando las posiciones
asumidas por sus lectores, los comprometan en un diálogo crítico que tenga como
campo de referencia su práctica, así como su comprensión de la teoría que la
fundamenta y los análisis que hago aquí. Jamás he escrito hasta hoy ningún
libro con la intención de que su contenido fuese deglutido por sus posibles
lectores y lectoras. Por eso es que en una de las cartas he insistido tanto en
el indeclinable papel del lector en la producción de la inteligencia del texto.
Comenzaré por presentar la situación de quien,
por primera vez, se expone por entero a los alumnos. Difícilmente estará ese
primer día libre de inseguridades, de timidez o inhibicio inhibiciones,
principalmente si la maestra o el maestro más que pensarse inseguros se
encuentran realmente inseguros, y se sienten alcanzados por el miedo de no ser
capaces de conducir los trabajos ni de sortear las dificultades. En el fondo,
de repente, la situación concreta que ella o él enfrentan en el salón de clase no
tiene casi nada que ver con los discursos teóricos que se acostumbraron a
escuchar. En ocasiones incluso existe alguna relación entre lo que escucharon y
estudiaron, pero los asalta una incertidumbre demasiado grande que los deja
aturdidos y confusos. No saben cómo decidir.
De hecho, el miedo es un derecho más al que
corresponde el deber de educar, de asumirlo para superarlo. Asumir el miedo es
no huir de él, es analizar su razón de ser, es medir la relación entre lo que
lo causa y nuestra capacidad de respuesta. Asumir el miedo es no esconderlo,
solamente así podremos vencerlo.
A lo largo de mi vida nunca he perdido nada
por exponerme a mí mismo y a mis sentimientos, evidentemente dentro de ciertos
límites. En una situación como ésta, creo que en lugar de la expresión de una
falsa seguridad, en lugar de un discurso que de tan disimulador revela nuestra
debilidad, lo mejor es enfrentar nuestro sentimiento. Lo mejor es decirles a
los educandos lo que estamos sintiendo en una demostración de que somos humanos
y limitados. Es hablarles sobre el propio derecho al miedo, que no puede ser
negado a la figura del educador o de la educadora. Así como el educando, ellos
tienen derecho de tener miedo. El educador no es un ser invulnerable. Es tan
gente, tan sentimiento y emoción como el educando. Frente al miedo, lo que lo
contraindica para ser educador es la incapacidad de luchar para sobreponerse al
miedo, y no el hecho de sentirlo o no. El miedo de cómo se va a salir adelante
en el primer día de clase, muchas veces frente a alumnos ya experimentados que
adivinan la inseguridad del maestro novato, es por demás natural.
Hablando de su miedo, de su inseguridad, el
educador por un lado va haciendo una especie de catarsis indispensable para el
control del miedo, y por el otro se va ganando la confianza de los educandos. En
vez de tratar de esconder el miedo con disfraces autoritarios fácilmente
reconocibles por los educandos, el maestro lo manifestó con humildad. Hablando
de su sentimiento se reveló y se mostró como ser humano. Testificó también su
deseo de aprender con los educandos. Es evidente que esta postura necesaria de
la educadora frente a los educandos y en función de su miedo requiere de ella
la paz que le otorga la humildad. Pero también requiere una profunda confianza
–no ingenua sino crítica– en los otros y una opción, vivida coherentemente, por
la democracia. Una educadora elitista, autoritaria, de esas para quienes la
democracia presenta síntomas de deteriorarse cuando las clases populares
comienzan a llenar las calles con sus protestas, jamás entenderá la humildad de
asumir el miedo, a no ser como una cobardía. En realidad, el hecho de asumir el
miedo es el comienzo del proceso para transformarlo en valentía.
Otro aspecto fundamental relacionado con las
primeras experiencias docentes de las jóvenes maestras es que las escuelas de
formación, si no lo hacen, deberían estar atentas a la capacitación de las
estudiantes normalistas para la “lectura” de la clase como si fuera un texto
para ser descifrado, para ser comprendido.
La joven maestra debe estar atenta a todo, a
los más inocentes movimientos de los alumnos, a la inquietud de sus cuerpos, a
la mirada sorprendida, a la reacción más agresiva o más tímida de este o aquel
alumno o alumna.
Cuando la inexperta maestra de clase media
asume su trabajo en zonas periféricas de la ciudad, los gustos de la clase, los
valores, el lenguaje, la prosodia, la sintaxis, la ortografía, la semántica,
todo esto le resulta tan contradictorio que le choca y la asusta. Sin embargo,
es preciso que ella sepa que la sintaxis de sus alumnos, su prosodia, sus
gustos, su forma de dirigirse a ella y a sus colegas, las reglas con las que
juegan o pelean entre sí, todo esto forma parte de su identidad cultural, a la
que jamás falta un elemento de clase. Y todo esto debe ser acatado para que el
propio educando, reconociéndose democráticamente respetado en su derecho de
decir “menas gente”, pueda aprender la razón gramatical dominante por la que
debe decir “menos gente”.
Una buena disciplina intelectual para este
ejercicio de “lectura” de la clase como si fuese un texto sería la de crear en
la maestra el hábito, que se transformase en gusto y no en pura obligación, de
hacer fichas diarias con el registro de las reacciones de comportamiento, con
anotaciones de las frases y su significado al lado, con gestos que no sean
claramente reveladores de cariño o de rechazo. Y por qué no, sugerir también a
los educandos una especie de juego en el que ellos, en función de su dominio
del lenguaje, hagan sus observaciones sobre los gestos de la maestra, de su
modo de hablar, de su humor, sobre el comportamiento de sus colegas, etc. Cada
quince días se haría una especie de seminario de evaluación con ciertas
conclusiones que deberían ser profundizadas y puestas en práctica. Si cuatro
maestras de una misma escuela consiguiesen hacer un trabajo como éste en sus
clases, podemos imaginar lo que se obtendría en materia de crecimiento en todos
los sentidos entre los alumnos y las maestras.
He aquí una observación importante que debe
ser realizada. Si para la lectura de textos necesitamos ciertos instrumentos
auxiliares de trabajo, como diccionarios de varios tipos y enciclopedias,
también para la “lectura” de las clases, al igual que para los textos,
precisamos instrumentos menos fáciles de usar. Precisamos, por ejemplo,
observar muy bien, comparar muy bien, intuir muy bien, imaginar muy bien,
liberar muy bien nuestra sensibilidad, creer en los otros pero no demasiado en
lo que pensamos de los otros. Precisamos ejercitar la capacidad de observar
registrando lo que observamos. Pero el registrar no se agota en el puro acto de
fijar con pormenores lo observado tal como se nos dio. También significa
arriesgarnos a hacer observaciones críticas y evaluadoras a las que no debemos,
sin embargo, prestar aires de certeza. Todo este material debe ser siempre
estudiado y reestudiado por la maestra que lo produce y por los alumnos de su
clase. A cada estudio y a cada reestudio que se haga se les van haciendo ratificaciones
y rectificaciones mediante el diálogo con los educandos. Cada vez más, la “clase
como texto” va adquiriendo su “comprensión” producida por sí misma y por la
educadora. Y la producción de la comprensión actual abarca la reproducción de
la comprensión anterior, que puede llevar a la clase hasta un nuevo
conocimiento, a través del conocimiento del conocimiento anterior de sí misma.
No temer a los sentimientos, a las emociones,
a los deseos, y trabajar con ellos con el mismo respeto con que nos entregamos
a una práctica cognoscitiva integrada con ellos. Estar prevenidos y abiertos a
la comprensión de las relaciones entre los hechos, los datos y los objetos en
la comprensión de la realidad. Nada de eso puede escapar de la tarea docente de
la educadora en la “lectura” de su clase, con la que manifiesta a sus alumnos
que su práctica docente no se limita sólo a la enseñanza mecánica de los
contenidos. Y aún más, que la necesaria enseñanza de esos contenidos no puede
prescindir del conocimiento crítico de las condiciones sociales, culturales y
económicas del contexto de los educandos. […]
“¿Acostumbras soñar?”, preguntó cierta vez un
periodista de televisión a un niño de diez años, trabajador rural, en el interior
de San Pablo. “No”, le dijo el niño sorprendido por la pregunta, “yo sólo tengo
pesadillas”.
El mundo afectivo de ese sinnúmero de niños es
un mundo roto, casi deshecho, vidriería hecha añicos. Por eso mismo esos niños
precisan maestras y maestros profesionalmente competentes y amorosos, y no
simples tíos y tías.
No hay que tenerle miedo al cariño, no hay que
cerrarse a la necesidad afectiva de los seres impedidos de ser. Sólo los mal
amados y las mal amadas entienden la actividad docente como un quehacer de
insensibles, llenos de racionalismos a un grado tal que se vacían de vida y de
sentimientos. […] menos malo, no tenemos por qué distinguir entre acciones
modestas o retumbantes. Todo lo que se pueda hacer con competencia, lealtad,
claridad, persistencia, en la dirección de sumar energías para debilitar las
fuerzas del desamor, del egoísmo, de la maldad, es importante. En este sentido,
es tan válida y necesaria la presencia de un líder sindical en una fábrica,
explicando la razón de ser de la huelga en marcha en la madrugada y frente a
los portones de la empresa, como indispensable es la práctica docente de una
maestra que en una escuela de la periferia habla a sus alumnos sobre el derecho
a defender su identidad cultural. El líder operario en el portón de la fábrica
y la maestra en el salón de clase, ambos tienen mucho que hacer. […]
Es necesario que la maestra o el maestro dejen
volar de manera creativa su imaginación, obviamente en una forma disciplinada.
Y esto desde el primer día de clase, demostrando a sus alumnos la importancia
de la imaginación en nuestras vidas. Ésta ayuda a la curiosidad y a la
inventiva del mismo modo que impulsa a la aventura sin la cual no crearíamos.
La imaginación naturalmente libre, volando o caminando o corriendo suelta. En
el uso de los movimientos del cuerpo, en la danza, en el ritmo, en el dibujo,
en la escritura, desde el mismo instante en que la escritura es preescritura,
garabato. En la oralidad y en la repetición de los cuentos que se reproducen
dentro de su cultura. La imaginación que nos lleva a sueños posibles o
imposibles siempre es necesaria. Es preciso estimularla en los educandos,
usarla en el “diseño” de la escuela con la que ellos sueñan. ¿Por qué no poner
en práctica dentro del salón de clase una parte de la escuela con la que
sueñan? ¿Por qué al discutir la imaginación o los proyectos no les subrayamos a
los educandos los obstáculos concretos, aunque algunos sean por el momento
insuperables, para la realización de su imaginación? ¿Por qué no introducir
conocimientos científicos que directa o indirectamente se hayan relacionado con
pedazos de su imaginación? ¿Por qué no enfatizar el derecho a imaginar, soñar y
luchar por el sueño? Porque la imaginación que se entrega al sueño posible y
necesario de la libertad tiene que enfrentarse con las fuerzas reaccionarias
que piensan que la libertad les pertenece como un derecho exclusivo.
Al fin y al cabo es preciso dejar bien claro
que la imaginación no es ejercicio de gente desconectada de la realidad, que
vive en el aire. Por el contrario, al imaginar alguna cosa lo hacemos condicionados
precisamente por la falta de lo concreto. Cuando el niño imagina una escuela
alegre y libre es porque la suya le niega la libertad y la alegría. […]
La cuestión de la sociabilidad, de la imaginación,
de los sentimientos, de los deseos, del miedo, del valor, del amor, del odio,
de la pura rabia, de la sexualidad, del conocimiento nos conduce a la necesidad
de hacer una "lectura" del cuerpo como si fuese un texto, en las
interrelaciones que componen su todo.
Lectura del cuerpo con los educandos,
interdisciplinariamente, rompiendo dicotomías, rupturas inviables y deformantes.
Mi presencia en el mundo, con el mundo y con los otros implica mi conocimiento
entero de mí mismo. Y cuanto mejor me conozca en esta entereza, tanto mayores
posibilidades tendré, haciendo historia, de saberme rehecho por ella. Y porque
haciendo historia y sien do hecho por ella, como ser en el mundo y con el mundo,
la "lectura" de mi cuerpo como la de cualquier otro ser h u mano
implica la lectura del espacio. En este sentido, el espacio de la clase, que
alberga los miedos, los recelos, las ilusiones, los deseos y los sueños de las
maestras y de los educandos, debe constituirse en objeto de “lectura” de
aquélla y de éstos, como enfatiza Madalena Freire Weffort.
Un espacio de la clase que se extiende al del
recreo, al de las inmediaciones de la escuela, al de toda la escuela. Queda
claro el absurdo del autoritarismo cuando concibe y determina que todos esos
espacios escolares pertenecen por derecho a las autoridades escolares, a los
educadores y educadoras, y no sólo porque son gente adulta, pues también son
gente adulta las cocineras, los cuidadores, los agentes de seguridad, que no
son más que simples servidores de esos espacios que no les pertenecen, como no
les pertenecen a los educandos. Es como si los educan dos estuviesen apenas en
ellos y no con ellos.
Es preciso que la escuela progresista,
democrática, alegre, capaz, repiense toda esta cuestión de las relaciones entre
el cuerpo consciente y el mundo. Que revea la cuestión de la comprensión del
mundo, en cuanto es producida históricamente en el mundo mismo, pero también
por los cuerpos conscientes en sus interacciones con él. Creo que de esa
compresión resultará una nueva manera de entender lo que es enseñar, lo que es
aprender, lo que es conocer, de la que Vygotsky no puede estar ausente.
Texto tomado de
Freire, Paulo. “El primer día de clases” en Cartas a quien pretende enseñar,
México, Siglo XXI Editores.
EnAlas para la equidad. Órgano informativo del Consejo Nacional de Fomento Educativo,
Año 4, No. 38, marzo-abril, 2012
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