En la actualidad,
muchos sectores de la sociedad consideran que la escuela no está cumpliendo
satisfactoriamente la función de formar a las futuras generaciones en las
capacidades que requiere el desempeño ciudadano. Al mismo tiempo, existe una
significativa falta de consenso acerca de cuáles son o deben ser dichas
capacidades. La consecuencia más evidente es que no solo la escuela parece
lograr poca adhesión a las normas sociales vigentes, sino que su propio sistema
interno de normas está cuestionado, tanto en su legalidad como en su eficacia;
la adscripción subjetiva a esa legalidad parece cada día un hecho más difícil
de lograr.
Esta
circunstancia produce en los docentes un intenso desgaste, ya que se sienten
desbordados por las situaciones, en particular en lo que a la normativa se
refiere. Muchos autores están de acuerdo en que el desmoronamiento de la
disciplina tradicional no encontró en la escuela la posibilidad de recrear
mayores grados de libertad, sino que, por el contrario, dio lugar en muchos
casos a la anomia, al desdibujamiento de las fronteras entre lo permitido y lo
prohibido, y del riesgo de la escuela represora pasamos hoy al riesgo de
construir “una escuela de la impunidad”.
Del mismo modo,
Dussel destaca que es difícil hoy colocarse en el
lugar de fijar la norma, de “decir la ley”, por la crisis de autoridad que
afecta a las instituciones, a los adultos y la sociedad contemporánea en
general. Las normas, para ser cumplidas, exigen autoridad, tanto de la persona
encargada de velar por su ejercicio como del reconocimiento de ese rol por
parte de quienes deben cumplirla. La crisis de autoridad alcanza hoy a estos
dos aspectos, pues muchas veces la persona que ocupa un cargo de autoridad, con
ingerencia para hacer aplicar la norma, no se asume como tal, porque no puede
sostener el desgaste que suele acarrear esta responsabilidad frente a la
ruptura de las redes simbólicas que la sostenían y la hacían posible. A veces
es más fácil obviar la responsabilidad -a pesar del malestar que pueda
producir-, que asumirla en forma individual. Tanto un caso como el otro nos
muestran que el vínculo con la ley está dañado y que resulta particularmente
difícil hoy construir lazos de sujeción, como es el hecho de la interiorización
de las normas, cuando su significación y sentido fueron diluidos en la liquidez
de la cultura individualista actual.
Nos parece
importante aquí insistir en la particular situación del docente en lo relativo
a las posiciones frente a la
autoridad. Las condiciones históricas actuales hacen
particularmente difícil situarse en el punto justo, equidistante tanto del
autoritarismo como de la ausencia de autoridad. Kojève planteaba
que esta debe comprenderse como el proceso mediante el cual quien la
representa, logra cambiar la conducta del otro. Resaltaba, además, que solo se
tiene autoridad sobre quien puede reaccionar, sobre quien puede negarse a
cambiar. De igual forma, sostenía que la autoridad es un fenómeno social, no
individual.
La autoridad
es, pues, necesariamente una relación entre agente y paciente: es, entonces, un
fenómeno esencialmente social (y no individual); es preciso que existan dos,
por lo menos para que haya autoridad.
Y esto es lo
que sucedía en las “escuelas de ayer”. En cambio, en las “escuelas de hoy”,
sobre todo en las de nivel medio, muchas de las situaciones cotidianas ponen de
manifiesto que cambió el consenso social que otorgaba al docente esta autoridad
de manera incuestionable. Por el contrario, nos encontramos a menudo con que su
lugar como autoridad con legitimidad se ve sometido a un constante ejercicio de
legitimación. El desafío de establecer un vínculo asimétrico, que pueda dar
lugar a la instalación de la relación pedagógica al mismo tiempo que a la
libertad del otro, no es una cuestión de fácil resolución.
Retomando la
lectura realizada por Dussel de los reglamentos de convivencia en Argentina,
uno de los aspectos que resalta es que estos se ocupan de las responsabilidades
que tienen los estudiantes y muy pocos utilizan el lenguaje de los derechos más
vinculados con los discursos de la ciudadanía. Señala ,
además, que muy pocos mencionan algún tipo de responsabilidad por parte de los
adultos, pues se supone que los estatutos disciplinarios tienen la función de
controlar el comportamiento de los estudiantes. Dussel asocia esta falta de
inclusión del adulto con algunas características propias de las culturas
políticas latinoamericanas, notablemente la argentina, para la cual la ley es
asunto de débiles, de no poderosos, porque quienes pueden y tienen poder, la
sortean mediante conexiones o sobornos. Trae a colación la frase de Getúlio
Vargas: “Para mis amigos, todo; para mis
enemigos, la ley”, que Guillermo O’Donnell presenta en su estudio sobre la
debilidad de la ley en la
región. La frase refuerza la idea de que solo los débiles son
objeto de regulación normativa. Trasladada la situación al ámbito escolar, se
la puede asociar con que las normas son solo para los alumnos, con el descuido
para explicitar un marco político legal y con la imposibilidad de recrear un
debate para generar acuerdos, entre otros muchos aspectos. A pesar de ello, sin
duda alguna, en este tema la escuela tiene mucho por hacer: se podría pensar
casi como una cuestión contracultural de instalación de una cultura, en la que
la ley sea respetada por todos, por los adultos y por los jóvenes; una escuela
que haga posible vivenciar en el día a día escolar que las normas rigen tanto
para unos como para otros.
La autora
destaca que, en general, los reglamentos combinan viejos y nuevos temas con
estrategias que producen formas híbridas. Por un lado, están formulados en
términos de responsabilidades y consenso, y enfatizan la flexibilidad, el
diálogo y la resolución de problemas como estrategias necesarias para aprender
a vivir juntos; por otro, los reglamentos consideran a los adolescentes como
menores incapaces de autogobierno y ponen el acento en la idea de
responsabilidad, que se parece demasiado a la vieja idea de obediencia de
antiguos reglamentos. A la par, considera la dificultad de las escuelas en
generar formas de organización más democráticas, que contengan el conflicto, el
disenso y la discusión como elementos centrales; resalta también la poca
participación que ofrece la institución a los estudiantes en la elaboración de las
normas, reglamentos y disposiciones que la ordenan. Esto tiene
mucho que ver con la relación que se pueda establecer en su interior, para
constituir una auténtica comunidad académica que escape de un discurso basado
en posiciones normativas y acordar criterios democráticos y participativos para
constituirse en un lugar donde sea posible aprender a convivir con el
diferente.
Extraído de
El desafío de la
convivencia escolar: apostar por la escuelaAlicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores
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